Rendición, éxodo y exterminio
El gobernador Alonso de Mercado y Villacorta aceptó su rendición tan pronto lo tuvo enfrente suyo, en el llano del cerro Alto del Rey. En realidad, la estaba esperando. La capitulación debía ser el resultado lógico de la estrategia de sitio y bloqueo a las montañas con un costo menos cruento para su ejército. Ahora comenzaba a cosechar la siembra de sed, hambre y desnutrición que había esparcido pacientemente sobre el pueblo que vagaba por última vez entre los cerros antes que entregarse a la servidumbre de los españoles. Con un discurso parco, Yquisi comunicó la subordinación de su pueblo al poder hispano. Sólo exigió respeto por la vida, sobre todo la de los más débiles, después de lo cual debía volver a buscar a su gente, escoltado por los soldados del gobernador del Tucumán. Las negociaciones entre ambos jefes fueron breves. Mercado y Villacorta se comprometió a respetar la vida de los quilmes sobrevivientes, pero impuso el castigo de la expulsión del territorio que históricamente les pertenecía. El funcionario español y el cacique Yquisi firmaron el tratado de paz, una paz que disfrutaría naturalmente el vencedor. En noviembre de 1665 comenzó la marcha del destierro sin regreso del pueblo de Quilmes.
La humedad era ahora su enemiga. El gran Paraná los acompañó, después de dejarlos absortos frente a su majestuosidad, por algunos kilómetros y durante los dos primeros meses del invierno. Una llovizna obstinada mojó casi todos los días de su pasaje al lado del inmenso río. Los pies de los quilmes se hundían con frecuencia en los humedales de los terrenos anegados, los cienos ajustaban sus piernas hasta las rodillas. El litoral del río que se parecía cada vez al mar se hacía insoportable con tantos lodazales que impedían literalmente cualquier descanso. Los cuerpos comenzaron mancharse de hongos de toda especie y la piel enferma abrió las puertas para que entrasen enfermedades nuevas que fulminaban con virulencia. El último chamán que había sobrevivido al éxodo cayó impotente con todos sus hechizos para conjurar el ataque mortal de estos males desconocidos. A su lado, se fue más de un centenar de hermanos que consumió el abanico de epidemias.
Cuando el caudal inconmensurable del río empezó a inundar más y más sus riberas -a la altura de lo que hoy sería el Paraná Guazú- y adentro del cauce aparecían puntas elevadas del terreno que formaban islas e islotes, los españoles advirtieron que estaban acercándose ya a la ciudad de La Trinidad y al puerto de de Santa María de los Buenos Aires. La llanura atropellada de cenagales por el ensanchamiento del río se volvió una hermosa y fecunda pradera donde pudieron alimentarse mejor. Los jóvenes y adultos jóvenes -más hombres que mujeres- que pudieron sobrevivir estaban llegando al nuevo destino de la comunidad indígena vencida por el poder conquistador. Los ancianos ya no estaban, habían quedado en el paisaje mortal de las salinas -antes aún, muchos habían caído bajo la fiebre del paludismo, apenas comenzaron el viaje del destierro. Los niños igualmente, muchas veces seguidos de sus madres y hermanos, habían entregado sus vidas en la gran epidemia que se llevó hasta al último hechicero de Quilmes. En fin, el presente era de los más fuertes y sólo superaban en algunas decenas el millar de indígenas, algo más de la mitad de habitantes de la ciudad sagrada de Calchaquí que habían partido casi un año atrás en el éxodo forzado.
Dueños de nada
¡Qué fragilidad, cuánta debilidad! ¡Tanto desamparo! La luz del porvenir estaba nublada de sufrimientos, de angustias, de la muerte que los rodeaba y apretaba como un tiento húmedo: cuanto más se seca al calor del sol más ajusta hasta la desesperación. La luz interior de la Madre Tierra era una candela cuya llama se debatía entre el viento huracanado del destino de los quilmes. Pero era su energía la que daba fuerzas para seguir adelante. Hacia adelante, precisamente, esperaba el Dios todavía incomprensible de los cristianos. A lo sumo, ellos habían adorado a dioses que trajeron los incas, como el rey Pachacutec, que siendo hombres, la mitología los había endiosado después de muertos como a todos los emperadores. Pero ahora debían creer en un ser que siempre había sido Dios y que en un momento de la historia se había encarnado en un hombre, después de cuya muerte había resucitado, en virtud de su naturaleza divina. En verdad, era muy complejo para ellos el proceso espiritual de esta creencia, aunque el poder evangelizador vencería finalmente esa resistencia, tras una larga tarea de sembrar fe en los espíritus de los aborígenes. Ahí se fundió la Madre Tierra con el culto nuevo al Dios resucitado. Sólo así pudo crecer la religiosidad nueva, mezclada en los espíritus de devociones antiguas.
En ese par de meses que estuvieron acantonados en las praderas del norte bonaerense, Martín Yquisi salía de caza y exploración por la zona que todavía estaba habitada por diversas etnias de la región, sobre todo la de los querandíes. Tenía un grupo de cazadores que lo acompañaba siempre y con él partía en busca de carne fresca para su gente, porque aunque los ganados pastaban cerca de ellos, su consumo naturalmente les estaba prohibido, bajo pena de castigos de alta crueldad. Tenían todo al alcance de la mano y no eran dueños de nada: animales rebosantes de carne e interminables sembradíos, además de numerosas quintas frutales. Pero todo estaba vedado para su pueblo. El cacique de los quilmes sentía con frecuencia que esta tremenda fatalidad era un castigo del cielo. Que desde esas alturas celestiales se había derramado sobre ellos esta colosal calamidad que los estaba exterminando, literalmente. Sentía que era el fin de la historia de su pueblo y que ahora los orígenes de su etnia se unían con el ocaso de la estrella que los había guiado durante tantas centurias. ¿Era el tiempo del cierre irremediable del círculo de la historia, el momento en que el principio y el fin se fundían en el mismo sino migrante de los quilmes? Y él -ni nadie de los quilmes- podía hacer nada para evitarlo. En ocasiones, en medio de la llanura verde, Yquisi se arrodillaba en la mullida pastura y con las uñas rasguñaba la tierra para abrir en ella el pozo ritual a la Pachamama. Sus hombres trataban de consolar la desesperación del cacique, pero los esfuerzos eran inútiles y se hincaban con él para ayudar a cavar el suelo de las pampas. Un quilmes en la inmensidad de estas planicies aterciopeladas de pastos tiernos era un pez obligado a vivir afuera del agua. Su tierra, la altura de sus tierras, sus montañas, sus lunas y sus soles habían quedado tan lejos como la dicha de aquellos días. Allí estaba su medio ambiente natural, su habitat, su elemento, la voz interior que los sostenía cada día, cuyas raíces estaban tan hundidas en aquellos arenales que ahora era un hombre derribable por cualquier ventisca que el destino meciese en contra suyo. Era un rito fugaz y doliente. En aquel agujero sagrado ofrecía a la Pachamama todos los dolores de su gente, todas las ausencias que había dejado el interminable destierro... y todas las que vendrían todavía en los años que llegarían. La Madre Tierra lo comprendía en cualquier lugar, lo volvía a envolver en su regazo como al lado de los dioses de piedra tan lejanos. Sus amargas ofrendas era el abono fuerte y nuevo para esta geografía que desconocía la intensa espiritualidad de los quilmes.
La Reducción de los Quilmes
Entre octubre y noviembre de 1666 llegaron a los Pagos de Magdalena. El lugar, sobre un barranco alto del río de la Plata, a unos 20 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, tenía ahora un nuevo nombre. Se llamaría “Reducción de la Exaltación de la Santa Cruz de los Quilmes”. Ese sería el nuevo hogar de la comunidad vencida de los indígenas del valle del Yocavil. El gobierno bonaerense había donado ese predio para confinarla después del destierro forzado. De inmediato se construyó allí un templo y se destinó al cura párroco Bartolomé de Pinto, descendiente de Juan de Garay, fundador de Buenos Aires en 1580, para atender su evangelización. Al principio, la reducción funcionó como una encomienda real cuyos límites se extendían desde el sur del Riachuelo hasta las cercanías del río Samborombón. Una planicie templada y fértil, de alta pastura que carecía de población indígena o española. En verdad, la elección de las autoridades coloniales había sido benigna para ubicar al pueblo desterrado. Allí podrían trabajar la heredad y vivir de sus frutos como de la producción de diferentes ganados. Tan aptas eran estas tierras que en el siglo siguiente comenzaron a llegar otros pobladores para asentarse en las vecindades de la reducción indígena con el ánimo de establecer chacras y nuevas estancias. Eran comerciantes y contrabandistas que darían impulso económico a la zona. Cuando el gobierno de Buenos Aires advirtió en 1766 el crecimiento social, urbano, demográfico y económico del lugar, dispuso la creación de una autoridad local bajo el título de Alcalde de la Hermandad, que gobernaría precisamente sobre todas las comunidades vecinas, tanto sobre la aborigen como sobre la española y la criolla que ya habían echado raíces allí. Se creó también un cabildo, donde los quilmes tenían su representación, como una muestra de respeto del derecho al autogobierno de los indígenas, a la vez que se fueron abriendo nuevas capillas para sostener el servicio espiritual de la Iglesia Católica.
Pero entre los ganados que criaban a orillas del río de la Plata, no había llamas ni vicuñas, ni en el horizonte se levantaba algún cerro. Al contrario de la sequedad de su medio ambiente natural, la llanura que ahora habitaban era demasiado húmeda para los pulmones y la altura de casi dos mil metros sobre el nivel del mar que sus cuerpos habían adoptado para vivir desde siempre se evaporaba hasta la nada en esa pampa que se desplegaba justo frente al río que se parecía mucho al mar y que un poco más allá desaguaba precisamente en él. El desarraigo, por su parte, socavaba cada molécula espiritual. En los quilmes había, a pesar de los años transcurridos, desánimo y angustia, y la desolación interior era ya un surco profundo en cada espíritu. Las miradas, los cuerpos enfermos, la entrega sin resistencia a la muerte de muchos daban testimonio palmario, en todas estas décadas, de la decadencia del pueblo. En cuerpo y alma, seguía literalmente arrasado por el destierro. ¿No habría sido mejor la muerte en la montaña? La pregunta a veces martillaba la cabeza de los que heredaron la misión de Yquisi, pero se reponían de inmediato porque rechazaban casi instintivamente esa elección para su nación de estirpe indomable y altiva. Sabían que su antecesor había decidido a favor de la vida y que, en consecuencia, no podía haberse equivocado. ¿Cómo encontrar ahora un estímulo nuevo, un aliento fresco que reconstruya las fuerzas de lo que quedaba de este pueblo? Esa era la responsabilidad de la nueva conducción, aún en el sojuzgamiento que estaba abriendo una historia nueva y dolorosa para Quilmes.
Casi al mismo tiempo que el cacique Yquisi llegaba con su pueblo a las costas del río de la Plata, los acalianos, sus vecinos más cercanos en el valle del Yocavil, del que habían sido desterrados en la campaña militar de 1659 hacia la llanura salteña del Esteco, decidieron huir de ese confinamiento. El 12 de setiembre de 1666, en efecto, regresaron a su tierra utilizando accesos montañosos que muy pocos conocían para evitar el apresamiento de la comunidad, que en la fuga sumaba alrededor del millar. Cuando llegaron al valle inmemorial, encontraron vacía la ciudad sagrada de los quilmes. Sus hermanos del cerro Alto del Rey ya no estaban y decidieron entonces ocupar la fortificación de piedra. La sensación de libertad ya no era sólo una amarga nostalgia, sino una experiencia viva que podía percibirse por cada uno de los poros del alma.
Contra las normas de las leyes de Indias, la reducción bonaerense de Quilmes fue siendo penetrada de habitantes extraños a su raza y a su idiosincrasia. Aquellos comerciantes y contrabandistas, además de nuevos pobladores blancos y la inclusión de otras comunidades indígenas en la misma reserva natural fueron aplastando la cultura del pueblo calchaquí. Pero el progreso social de la zona determinó que en 1784 el virreinato del Río de la Plata convirtiese en partido a la parroquia de Quilmes. Su población crecía, ciertamente, pero el pueblo quilmeño languidecía como identidad aborigen. A esa altura de los hechos, sobrevivían menos de la mitad de los casi mil doscientos nativos que habían llegado en el siglo anterior. La presencia de los europeos y criollos en la convivencia contaminó su espíritu y sus cuerpos. El mestizaje trajo después debilidades, enfermedades y el exterminio gradual de su cultura, que comenzó a ser ocultada en las costumbres, en los ritos y en la lengua por la fuerte influencia de los vecinos blancos. La mezcla de sangre se dio siempre en términos de sumisión, a través de servidumbres de diferentes naturalezas. Los hombres fueron sometidos a trabajos forzados y las mujeres a cumplir tareas de servicio doméstico para los grandes terratenientes locales. La nación de Quilmes fue extinguiéndose ante la resistencia a proyectarse en nuevas generaciones. Fue un suicidio largo y lento, interminable y brutal, consciente e inconsciente, masivo e inexorable.
La tragedia de los acalianos
Pero la rutina recobrada de la libertad de los acalianos se diluyó rápidamente en una ilusión. Apenas cinco días demoró la caballería del capitán de guerra Alonso de Mercado y Villacorta en abrirse en un abanico frente al cerro Alto del Rey. La tribu fugitiva los vio venir por el camino del Inca y huyeron también a las montañas. Otra vez la urbe consagrada a la Pachamama quedaba despoblada y las deidades que yacían en sus grandes rocas volvían a sentir la ausencia de sus devociones. El silencio definitivo ahogó para siempre el eco de la mística que desde allí se elevó una y otra vez, como una rutina milenaria, a los cielos del Yocavil. El gobernador se valía, por supuesto, de la experiencia que había tenido con éxito frente a los quilmes en el mismo lugar, de modo que repitió la maniobra. La desesperación de los acalianos en el escape a las cumbres de las sierras de El Cajón permitió que apenas pudiesen cargar con los frutos generosos del algarrobal para alimentarse. El militar español sabía que debía esperar de nuevo, que otra vez el hambre y la sed harían su trabajo sin que la sangre fuera derramada, mientras los nativos creían que la primavera los ampararía con su tibieza. El cerco militar, entretanto, se multiplicó con la llegada de más soldados al lugar. Mercado y Villacorta contaba ya con 120 hombres y los dividió en batallones para asegurar el resultado del sitio al monte sagrado de Alto del Rey. Pero esta vez la astucia de sus oficiales sería más cruel que con los quilmes. A pesar de las instrucciones sobre el trato humanitario que debían dar a los indígenas cuando fuesen capturados, aplicaron igualmente toda clase de tormentos sobre las mujeres y niños que tomaban prisioneros para obligar a los hombres a bajar de la montaña.
Algunas versiones de la historia dicen incluso que en la defensa de las costas rioplatenses y de la ciudad de Buenos Aires en contra de las invasiones inglesas de 1806 y 1807, actuaron también los quilmes de la reservación indígena ribereña. Lo cierto fue que el 14 de agosto de 1812 el Primer Triunvirato "declara extinguida la antigua Reducción de la Exaltación de la Santa Cruz originándose en su lugar el Pueblo de Quilmes, cabeza del partido del mismo nombre". Un poco más de tres familias quilmeñas sobrevivían allí para esa época. Los otros pocos sobrevivientes se habían entremezclado con el resto de la sociedad local borrando su identidad. Nada quedaba del rostro de una etnia entera que justificase la continuación del funcionamiento de la reducción aborigen. Sus integrantes se habían esfumado entre las nubes de una historia fatal, cuyo nombre sobreviviría para identificar a una importante ciudad que acordonaría a Buenos Aires.
En las cumbres del Yocavil, el hambre volvía a hacer estragos, esta vez con los acalianos. Sobre las últimas semanas de 1666, algunas madres desesperadas cargaron con los hijos en sus pechos y consultaron al abismo. Era un grupo de alrededor de cincuenta mujeres que desfilaron en las cornisas de diferentes cerros y vacilaron entre el instinto de madre o la visión aterradora de imaginar a sus hijos entregados desde niños a la esclavitud. La imitación de la desesperanza se propagó como una epidemia. Una y otra vez, las madres arrancaban a los niños de su regazo y los tiraban al vacío. Después de un intervalo de llanto sin consuelo, ellas también se lanzaban rodando por el despeñadero, como las mismas lágrimas de dolor que seguían derrumbándose, aun en la caída, sobre sus mejillas. Otros cincuenta hombres murieron en defensa de la comunidad. El resto, unos ochocientos acalianos, fueron apresados cuando bajaron al valle, el 2 de enero de 1667, hambrientos, sedientos y vencidos. De allí, unas cincuenta familias partieron a la reducción rioplatense de los quilmes para compartir con ellos el mismo destino de sometimiento e irremediable extinción.
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(C) Hugo Morales Solá
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* La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires.
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