lunes, 24 de noviembre de 2008

¿Ha muerto el capitalismo?


De ninguna manera, desde luego, puede morir el sistema económico que trajo a Occidente al tercer milenio. Ni siquiera, ha muerto el neoliberalismo, luego de la catástrofe financiera mundial, de los últimos meses, que se llevó consigo a los más grandes íconos de la especulación capitalista en el corazón mismo de este modelo, cuyo crecimiento desmesurado en las dos últimas décadas del siglo XX permitió expandirlo como el virus del sida por casi todo el mundo.
Fue claramente una colosal burbuja planetaria, que detonó con la crisis de los deudores hipotecarios en Estados Unidos. Más de dos décadas es demasiado tiempo para dejar detrás de sí economías devastadas y una acuarela de desigualdad e injusticias sobre los países emergentes, como si el cielo de estos pueblos se hubiera oscurecido de buitres. Pero no se saciaron: a pesar de la voracidad con que deglutieron las riquezas de las naciones subdesarrolladas, fueron después por el tesoro que sostenía a la sustancia misma de su propia opulencia: los más acendrados actores del neoliberalismo se devoraron entre ellos, se tragaron a sí mismos, en una implosión fatal que los dejó impotentes, incapaces de poder sobrevivir por sí mismos.
Es cierto: no ha sido todo esto, exactamente, el capitalismo. Pero ha sido ciertamente el padre de ese engendro aciago para buena parte de la humanidad. De la matriz capitalista salió este juego mezquino que favoreció a unas minorías, esto es, ni siquiera llegaron a beneficiar a un conjunto de países, sino a los principales operadores supranacionales del modelo neoliberal: a sus compañías traficantes del uso especulativo de los capitales, que migran y se nutren sobre todo de las economías más débiles del planeta. Todo se oscureció, sin embargo, cuando comenzó el derrumbe de la catedral financiera de Wall Street y se develó la insensibilidad de una cultura económica, de cara al mundo empobrecido que lo rodeaba y del cual se alimentaba su enriquecimiento insaciable.
Dice Paul Samuelson, premio Nobel de Economía en 1970, que “esta debacle es para el capitalismo lo que la caída de la Unión Soviética fue para el comunismo”. Debería serlo, en efecto: el impacto de la crisis es de una magnitud planetaria. Pero, pese a la expresión de deseos del economista keynesiano, el ideal neoliberal sigue vivo y redivivo. Está caído, sí, auxiliado por los estados del primer mundo, que salieron diligentes a salvar las asfixias financieras de los principales agentes de las finanzas internacionales, cuyos tesoros se habían infectado con los activos tóxicos, provenientes de los créditos hipotecarios que habían repartido generosamente en la primera economía del mundo. Pero el derrumbe de la URSS fue, en todo caso, la implosión de un estancamiento económico que arrastró a la política -incluso, barrió con la institucionalidad soviética, que detonó la explosión de libertad de los pueblos sometidos al antiguo régimen- pero no alteró a las economías del mundo, sino que por el contrario consolidó la hegemonía de los Estados Unidos, como el único imperio económico, financiero y político que quedó en pie en todo el planeta.
Desde luego que volverá a levantarse el neoliberalismo dominante de estos tiempos, qué duda cabe: ya lo están apuntalando los gobernantes más importantes del planeta, porque sienten que demasiada intervención estatal puede enfermar a las economías, como sostiene el presidente saliente de los EE.UU. George Bush, en efecto, está convencido que una crisis de pocos meses no puede terminar con el esplendor de 60 años de libre mercado. Y sobre esas líneas troncales del pensamiento económico desarrollado no se discute, más allá del recambio de gobierno norteamericano, así como de las diferencias ideológicas de los gobernantes europeos. Más allá, incluso, de que la realidad haya podido contradecir la máxima que impusieron Ronald Reagan y Margaret Thatcher, verdaderos padres del ascenso global del neoliberalismo, a partir de 1981, cuando sostuvieron que el Estado no era la solución sino el problema y que el mercado y las empresas privadas eran autosuficientes. Exactamente eso fue, ahora, el Estado: la solución al caos y el descontrol que generó el mercado absolutamente desregulado.
Grandes bancos de inversión, bancos comerciales, compañías de seguros y tantos otros agentes financieros de gran poder multinacional -y aun sobre las políticas de los organismos internacionales de crédito- mostraron sus pies de barros y, por un acto reflejo, acudieron de inmediato a los gobiernos para rescatar sus capitales, alcanzados por el recalentamiento de los mercados en todo el mundo. La gran burbuja financiera internacional infló billones de euros y dólares hasta límites insoportables para cualquier lógica económica. Parecía igualmente ilógico que lo que fuera inicialmente el colapso de las “hipotecas basuras”, una suerte de parálisis de un circuito financiero bien acotado que entró en crisis cuando los propietarios de las viviendas hipotecadas empezaron a dar señales de iliquidez, pudiera ser capaz de desatar semejante desmadre de las finanzas mundiales.
Desde lord Keynes en adelante se pronostica el fin del capitalismo liberal, salvo que sobreviviese con el auxilio del Estado. Esto es lo que ha sucedido ahora, pero por el pánico a una catástrofe mayor que podría producir la mera sensación de la muerte del paradigma librecambista en la cabeza de los principales gobernantes del mundo, sean ellos adscriptos o no a este credo, el intervencionismo de los gobiernos desarrollados actúa sólo para restablecer el orden económico globalizado, regido desde los más grandes casinos financieros del mundo. Salvo algunas excepciones que se alzaron desde América Latina y sobre las cuales, por supuesto, cayó de inmediato el castigo de la segregación y el más duro aislamiento sine die. Desde todos los gobiernos del mundo se intentó evitar lo inevitable: la cara más trágica de esta hecatombe financiera se pintaría con oleadas de recesión por las economías del mundo, un tsunami planetario de despidos, la resurrección del desempleo globalizado y la restricción del crédito, como verdadero motor de la inversión productiva.
¿Alguien puede imaginar el mundo del siglo XXI sin el precepto liberal, mejor aun, sin el mandamiento neoliberal? Ciertamente, es imposible ese ejercicio de la fantasía, porque estremece el andamiaje del “establishment” internacional, cuyas inagotables riquezas dependen umbilicalmente de su fortaleza. Hay demasiado poder y dinero acumulados en este molde monetarista, que creció al rescoldo de la teoría económica de Milton Friedman. El mundo entero late en cada sístole y cada diástole de Wall Street y de las bolsas de Londres, París, Hong Kong, Tokio, San Pablo o Buenos Aires. Y, sin embargo, un mundo más justo dependería precisamente de que el sistema económico más poderoso que haya creado la humanidad cediese parte de sus dogmas, ante el peso inconstratable de la realidad, en beneficio de la igualdad de los pueblos del planeta. Si al juego libre -absolutamente libre- del mercado, los estados pudiesen oxigenarlo con pócimas de mayor control y regulación de una actividad que es incapaz de autolimitarse, como acaba de demostrarlo una vez más la crisis financiera global, el resultado sería tal vez una suerte de neokeynesianismo en beneficio de quienes soportan el mayor peso de la desigualdad y las injusticias y desde donde clama el cielo en defensa de las dignidad de seres humanos, cuyo dolor es invisible a los ojos del resto del mundo.
Muchos de esos pueblos se rindieron a los brazos de la resignación, en cuyas aguas estancadas se descompone su destino y medran los aventureros e indolentes que hacen del hambre y la pobreza el gran negocio para sostenerse y enriquecerse. Son sociedades que ya no ven -no pueden ver-, no escuchan ni sienten el perfume de la esperanza, han aceptado incluso hasta la fatalidad de morirse sin esperar ninguna solución al drama de su existencia. En los pórticos de sus ciudades luciría bien la inscripción que la imaginación del gran Dante vio a la entrada del infierno: “Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate” (“Abandonad toda esperanza los que van a entrar”). Hay que vivir -y pertenecer- en la geografía de la pobreza, hay que ser parte de los millones de seres humanos que no existen, porque su existencia no tiene importancia a los ojos del poder mundial, para conocer y comprender, para sentir el dolor de la injusticia intrínseca de esta teoría monetarista. Esto, precisamente, que ahora escribimos lo hacemos desde la región más pobre de la Argentina. Pero cómo esperar sensibilidad de las conciencias de los grandes centros del poder económico internacional, si tantas veces es imposible esperar solidaridad de los polos de poder de la propia Argentina. Desde este continente justamente se viene intentando superar, desde que comenzó el siglo XXI, el modelo neoliberal que impusieron los gobiernos de los noventa, cuyos nuevos gobernantes, más allá de su calidad democrática, han sido el producto de la desesperación de los pueblos, asfixiados por las injusticias neoliberales aplicadas con un fundamentalismo mayor que la profesión de la fe liberal del mundo desarrollado. Pero hasta aquí, como se dijo, los intentos regionales de socializar las democracias latinoamericanas han pagado el precio del aislamiento internacional.
Son esas sociedades, sin embargo, los soportes de la riqueza que siempre otros detentarán. Ni siquiera les duele ya convivir con la cultura luxury, y sus estilos de pomposa ostentación, del otro lado del Ecuador, y aun entre ellas mismas, porque se entregaron, tal vez, al fatalismo y se convencieron de que la vida está regida irremediablemente por ese destino. Así vivió la “aristrocacia de banqueros”, como la bautizó Ignacio Ramonet en su habitual columna de Le Monde Diplomatique, parafraseando al escritor Tom Wolfe, de quien recordaba su novela “La hoguera de las vanidades”, donde proféticamente ya llamaba “amos del universo” a los hombres de esta privilegiada casta financiera. Una elite que alcanzó niveles inimaginables de rentabilidad y confort para su vida. Según cuentan Tim Arango y Julie Creswell, en La Nación y The New York Times, “desde mediados de los 80, los operadores, banqueros, administradores de fondos de alto riesgo y gurúes del mercado han ganado decenas de millones en los malos años y cientos de millones -un puñado de ellos incluso miles de millones- en los buenos tiempos”. Dan como ejemplo el caso de un administrador de fondos de alto riesgo que gastó más de 14 millones de dólares en 1998 en su mansión de 30 habitaciones en Greenwich, Connecticut. Pero dicen que hay también otro barómetro muy importante de la capacidad de recuperación de Wall Street: el tráfico en los clubes caros de strip-tease. “En los tiempos álgidos del boom de los 90, se veía a menudo Lincoln, Rolls-Royce y Bentleys frente a clubes nocturnos. Y según gente que conoció esa época, había grupos de brokers que todas las noches gastaban entre 50.000 y 100.000 dólares”, describen minuciosamente. En verdad, llegaron a sentirse los dueños del firmamento económico mundial. Con una pequeña notebook, desde las mesas del tradicional bar Harry’s, en Hanover Square, de Manhattan, jóvenes ejecutivos podían convertirse en millonarios en el intermezzo que va del poniente al saliente de los soles de todo el mundo. En el Sur, mientras tanto, continentes enteros se debatían fatalmente -y siguen debatiéndose, por supuesto- con el hambre, la pobreza y la muerte absurda y evitable.
Es irremediable. ¿En verdad, lo es? Desde su filosofía, por lo menos, no cabe ninguna duda que el modelo parece irreductible. Aunque ahora soplen algunos vientos de proteccionismo y de saludable intervencionismo estatal -y aun de aumento razonable del gasto público-, recomendados, incluso, por los organismos mundiales de crédito, contra todos sus principios y su historia de castigos a los países emergentes por acometer políticas en ese sentido, durante el apogeo neoliberal de los 90 que destruyó sus economías, como la de Argentina, por ejemplo. Lo que ayer fue severamente reprimido en los países pobres, ahora es auspiciado para los países ricos. Diversos analistas coinciden en que esta crisis conducirá a una convivencia multipolar en el mundo y que EE.UU. perderá, en consecuencia, su poder de dominación sobre buena parte de él. En verdad, será la hora de la justicia. Pero no es menos real que, a menos que se trate de un crack político e institucional internacional, ese resultado demandará un proceso que consumirá varias décadas, tal vez la mitad del siglo que recién comenzamos. El poder del dinero está demasiado atado al poder político en el juego financiero que gobierna actualmente las relaciones internacionales.
En la última película del realizador austríaco Erwin Wagenhofer, “Let’s make money” (“Hagamos dinero”), cuyos anuncios y comentarios ya circulan por la red, se plantea ácidamente el juego perverso de estas masas insondables de dinero que deambulan afiebradas por el mundo buscando las mejores oportunidades de inversión para satisfacer la voracidad de obtener ganancias ilimitadas, sin el menor cuidado por las economías y el medio ambiente locales. Ejemplos como las explotaciones mineras en los países más pobres de África, remiten inevitablemente a los casos de las explosiones inmobiliarias en las costas europeas del Mediterráneo o el avance irracional de los cultivos de soja en Latinoamérica, todas inversiones de naturaleza claramente depredadoras, que muestran la sinrazón del circuito planetario de la especulación financiera. Por sus venas circulan 11,5 trillones de dólares y, para los ojos de un entrevistado, allí reside el corazón de la codicia y la indiferencia del sistema sobre la gente común y los pueblos más pobres, quienes son, por lo demás, los que siempre cargan con las pérdidas, cuando -como ahora- colapsa la maquinaria especulativa.
Cuando Adam Smith estudió, en efecto, las riquezas de las naciones, el primer capital que encontró fue el egoísmo humano. Vio que, efectivamente, la mayor riqueza de los hombres, su motor más poderoso e indestructible era -y lo será, eternamente- el amor por sí mismo, excesivo, siempre desbordado, sin fuerzas naturales o artificiales que lo contengan en su quicio: incontrolable y ciego, o casi ciego, para permitirle atender -y entender- las necesidades y los intereses de los demás. Desde luego que el contexto histórico y cultural de hace 240 años -época en la que era necesario afianzar el ascenso de la naciente burguesía urbana de la sociedad británica- fue el caldo natural para que el cuerpo de sus ideas no cultivara un escándalo moral, sino que le permitió plantearlo, sobre todo, como el funcionamiento armónico de los intereses personales y grupales o sectoriales, para intercambiar sus conocimientos y habilidades, al calor de un encuadre ético que acotaba racionalmente esa fuerza natural de los hombres. Hoy, sin embargo, en un mundo que ha dinamitado precisamente los vallados morales de todo tipo, casi no existen frenos para el avance depredador de lo que fuera planteado por Smith como el saludable interés personal o, en todo caso, un egoísmo acotado por el juego colectivo. En términos económicos, la libertad de los mercados ha caído bajo el gobierno del libre flujo de los capitales por todo el mundo, sin reglas ni controles que los regulen, salvo algún mandamiento darwiniano, según el cual sobrevivirán siempre los más aptos del escenario financiero. Lo que vivimos en estos tiempos se parece mucho, indudablemente, al fin de la era de gloria de Wall Street, pero es sólo la hora en que el péndulo de la historia ha comenzado a alejarse de su esplendor, cuyos fulgores sienten el espejismo paralizante del apagón. Pero no: de ninguna manera puede morir el capitalismo, ni el neoliberalismo, como su creación más acabada, porque su energía, la misma sobre la que trabajó Smith, es inagotable, mientras exista humanidad.

 Mi columna en El Corredor Mediterraneo. Revista cultural de Río Cuarto. Córdoba.  https://acrobat.adobe.com/link/review?uri=urn:aaid:scds:U...