Reconstruir la identidad
Lo cierto fue que la comunidad de
los famaillao, como todas las naciones nativas, debió sentir el impacto
insoportable de la dominación conquistadora, lo cual naturalmente la obligó a
recrear su cultura y resignificar su identidad para adaptarse a una convivencia
injusta y rotundamente desigual con la presencia invasora. De ahí, por ejemplo,
que los famayfiles que fueron privados definitivamente del regreso a su tierra sintieron
el viraje en ciento ochenta grados de su destino. Ya no podían seguir siendo
los mismos, aquellos que habían resistido hasta dar sus propias vidas a la
usurpación de aquel mundo ocre y sereno, pequeño y confinado al valle que habían
recibido de sus antepasados, porque el poder de las armas del dominador
extranjero, sumado al miedo que ellas imponían sobre los nativos, junto a
algunos íconos aterradores de la avanzada conquistadora, como sus armaduras y
el caballo, lograron finalmente vencer hasta la más feroz resistencia de los
pueblos aborígenes, sobre todo la rebeldía de las etnias de los valles de los
ríos Calchaquí y Yocavil, así como las de todo el oeste catamarqueño, habitados
por igual por la gran nación diaguita.
Los famaillao fueron parte de un gran oleaje de dispersión y disociación
de los pueblos indios que los españoles desnaturalizaron de los altos valles
del oeste tucumano y catamarqueño, lo cual fue consecuencia de la separación de
grupos enteros -o parte de ellos- de sus etnias naturales y de sus hábitats
originarios para entregarlas a diferentes encomenderos e incluso hasta sus
herederos. Era común encontrar a numerosas comunidades aborígenes identificadas
en denominaciones genéricas, como “parcialidades”, cuyo costo era, desde luego,
la eliminación de su identidad, aquel ser común que le daba a una tribu un
rasgo exclusivo que lo diferenciaba claramente de otras. Del mismo modo, otros
pueblos nativos, reducidos muchas veces a unas cuantas decenas, sentían la
mutilación del nombre de su comunidad, como el elemento más significativo de su
identidad. Esto fue seguramente lo que sucedió con los famayfil, cuya
parcialidad que quedó confinada a la llanura del Tucumán, sintió que el uso
deformado y españolizado de la denominación de su tribu iba mudando rápidamente
con los años, hasta convertirse en Famaillao o Famaiyá. El resto de esta
nación, que volvió a refundar su pueblo bajo la legalización del imperio
conquistador en las propias tierras del valle del río que les había dado su
nombre, continuó llamándose Fama y fee.
Diaguitas todos, sí, pero los colalao, tolombones y famaillao no eran
iguales, aunque proviniesen de una misma raza originaria. Así se los mezcló y
se los encomendó, sin embargo. Se los separó y se los mandó de una encomienda a
otra a trabajar, muchas veces, en condiciones extremas, sin derecho siquiera a
buscar una nueva manera de arraigarse para reconstruir su identidad. En el caso
de los famaiyá, que después de un breve peregrinaje por la llanura del sur del
Tucumán, tuvieron la fortuna de echar raíces a orillas del río al cual más tarde
prestarían su nombre. En su tierra originaria, el valle de Belén o Famayfil,
aquel río los había identificado, porque pertenecían a él desde los tiempos
inmemoriales. Ahora, ellos serían los que debían identificar al río que les
volvería a dar la vida con su precioso cauce, porque era el nuevo suelo al cual
tenían que recrear su pertenencia.
Sobre ambas bandas de este río, los famaillao echaron las nuevas raíces,
por voluntad de su encomendero en la Reducción de San Antonio de Ceballos. Como
evidencia de la evangelización que de inmediato se impuso sobre ellos, había
allí una capilla casi abandonada, que mostraba la devastación que le habían
dejado las últimas crecientes del río. En el espacio de su pueblo, dentro de la
estancia de Nuñez de Avila, cultivaban maíz y trigo, cuya mayor parte de la
cosecha era destinada para este poblero. Durante los primeros años de su vida
en el exilio, la tribu estaba gobernada por el curaca Mateo Angayo, casado con
Isabel, de quien había tenido dos hijos, Lucas, el mayor, y Catalina. El poder
de Angayo permitía a los famaillao demostrar que todavía mantenían la capacidad
de autogestión política, si bien ya pesaba sobre la comunidad la presencia de
una suerte de administrador español, Domingo de Villarreal, que coparticipaba
efectivamente del gobierno de este pueblo de indios de la encomienda de Nuñez
de Avila. El tiempo soplará otra vez como un poderoso viento en contra que
terminará en el siglo siguiente con el sistema de cacicazgos.
Tal vez un recurso importante para la reconstrucción de esa identidad,
fue el hecho de que a tan solo un siglo después de las primeras entradas de los
conquistadores a las tierras del Tucumán, la población india pura casi no
existía, sino que había pueblos de indios mestizos, nativos criollos que habían
mezclado su sangre con la de los colonizadores españoles. Pero, además, la
cantidad de habitantes originarios se vio reducida a niveles casi de extinción,
luego de las matanzas y las guerras, las pestes, huidas y extrañamientos. La población
negra, por ejemplo, llegó a duplicar a la indígena. Según el censo de 1778,
había casi 4000 negros y la mitad de indios en la jurisdicción del Tucumán.
Negros e indios servían para todo tipo de trabajo, aun en las condiciones más
extremas, así como para el servicio
personal, todas esclavitudes aptas para quebrar el sentimiento de pertenencia
residual que los pocos aborígenes sobrevivientes tenían con sus grupos de
origen.
Pero ahora, sobre la última década del siglo XVII, los famaiyá tenían
por delante un horizonte en blanco, al cual debían pintarlo con los colores de
una nueva identidad, cuyos trazos de fondo responderían sin dudas a la esencia
profunda de lo que siempre fueron en los valles de toda su existencia. El
tiempo se ocuparía de retocar con pincelazos nuevos a la personalidad colectiva
que estaban construyendo desde este nuevo lugar de los llanos tucumanos, donde
miraban del revés a aquellas montañas que los habían contenido como un útero
primordial, tanto a ellos como a sus antepasados. Toda esa nueva experiencia,
cargada naturalmente de nuevos sufrimientos y oficios desconocidos, fue
desestructurando literalmente a las comunidades originarias confinadas al
servicio de los encomenderos españoles, como enseñó Ana María Lorandi.
70 indios, como afirmaba Lafone Quevedo, o tal vez nada más que 10
nativos de la etnia famaillao, como daban cuenta los censos de la época, lo
cierto fue que todas las poblaciones indígenas estaban diezmadas, al borde de su
extinción, a las puertas del siglo de 1700, pero de manera especial se habían
despoblado los valles del oeste tucumano y catamarqueño, luego de las cruentas
e interminables guerras calchaquíes, que determinaron huidas, sí, pero sobre
todo destierros masivos de la región. Tal vez por eso, la corona española
desplegó entonces una política de recuperación de los pueblos originarios en todas
las colonias americanas. Sin embargo, en jurisdicción de la Gobernación del
Tucumán, como en otras regiones marginales del virreinato del Perú, no sólo
continuó disminuyendo la población originaria, sino que además se mantuvo la
institución de la encomienda con toda su vigencia.
En ese contexto, la pequeña población de los famaillao fue subsumida, en
sus primeros tiempos, bajo aquella identificación genérica de “parcialidades”,
por ejemplo, y se vio mezclada con otras comunidades que habían descendido
igualmente de los valles calchaquíes y con los pueblos naturales de la llanura
tucumana, como los tonocotés. En conjunto, muchas veces eran desplazados por
los encomenderos en permanentes
migraciones colectivas, cuyas estancias tenían generalmente amplias
jurisdicciones, que debían recorrer para cubrir diferentes servicios y trabajos
excesivos. Pero en general aprendieron el oficio de la carpintería, a partir
del trabajo que comenzaba con la talas de los abundantes bosques de madera de
tipa y cebil, que llegaban a alcanzar hasta 20 metros de altura -o más bajos
como el cedro, nogal y el lapacho- y crecían sobre las laderas orientales de la
cadena del Aconquija y aun sobre la llanura, por lo menos hasta los 450 metros
de altura. La materia prima de estos montes pedemontanos era muy apta para la
fabricación de muebles y sobre todo para destinarla a la industria de las carretas
de larga distancia. De ahí que durante el siglo XVII aparecieron numerosas
carpinterías en las encomiendas que albergaban a los pueblos de indios del
Tucumán.
En el caso de los famayú, la comunidad pertenecía al curato de Marapa.
Ellos, que venían de la cultura de trabajar a la piedra de los áridos valles
calchaquíes y catamarqueños, de aprovechar la escasa fertilidad de sus tierras
y de la alfarería artística, debían abandonar sus habilidades ancestrales para
descubrir los misterios de los aromáticos maderos, cuyos rollos vírgenes se
entregaban a sus viejas manos y a su antigua imaginación de artesanos de las
rocas para que de sus cortezas extrajesen ahora el oficio que les permitiría
vivir con un suspiro de paz y dignidad en esta tierra donde debían echar otras
vez sus raíces.
No había muchos, ya se ha dicho, porque los relevamientos de entre
finales del siglo XVII y comienzos del XVIII registraban un total de 250 indios
de diferentes etnias en los llanos del Tucumán, en un total de 21 encomiendas.
De modo que los famayú eran escasos, ciertamente, y aunque habían anclado sobre
ambas orillas del río de los Ceballos Morales, su primer encomendero los
desplazaba de un lugar a otro, a veces distante, aunque siempre dentro de la
jurisdicción del curato de Marapa, para desarrollar trabajos de desmonte en las
laderas boscosas de los cerros del oeste tucumano. Luego debían trasladar esa
masa de rollos a las carpinterías y establecimientos donde se fabricaban las
carretas. Pertenecían al grupo de los llamados “indios ladinos”, un adjetivo
cuyo género contenía a todos los pueblos originarios que hablaban español y
eran el puente de comunicación entre las demás naciones nativas y el
conquistador ibérico, todos los cuales trabajaban además en el mismo oficio de
maderero, en casi todos los pueblos de indios que había en las encomiendas del
Tucumán.
Indios
ladinos y carpinteros
Indios ladinos o “mediadores culturales”, estos pueblos indígenas
sirvieron para ir borrando las barreras que separaban y distanciaban a ambas
culturas, una venida del otro lado del mundo, cuya civilización traía el
progreso y la modernidad, y la otra que resultaba de la suma de otras tantas
pequeñas culturas nativas, producto de un mundo absolutamente opuesto y diverso
de la anterior, cuyo encuentro generó un gran conflicto que tuvo de vencedor al
más fuerte en armas y otros avances culturales sobre los que se apoyó la
dominación invasora sobre las naciones originarias. Pero a la vez la “ladinización”
de las culturas aborígenes actuó como un instrumento igualmente apto para
eliminar las identidades profundas de cada pueblo, a partir sobre todo de sus
propios idiomas, que no tuvieron otro destino que la muerte inevitable.
Pues bien, los famayú eran ladinos y carpinteros, identidades nuevas,
muchas veces subsumidas en una sola: ladinos o carpinteros, quienes, como las
demás etnias naturales del llano o venidas de los valles de altura, contribuían
a hacer de esta especialización laboral la economía más importante de la
gobernación del Tucumán. En realidad, los pueblos naturales de esta región,
como los lules y tonocotés, eran grandes ebanistas desde mucho tiempo antes de
la entrada invasora a esta zona del Tucumán. La madera, dice Estela Noli, era
un elemento indisoluble en la vida de la “gente de la llanura” y aun de las
tierras altas, hasta donde llegaban los montes pedemontanos. Había sido un
motor cultural insustituible en la medida que cubría todos los órdenes de la
convivencia de estos grupos étnicos, incluso su espiritualidad, si se tiene en
cuenta que los bosques eran también el espacio de sus ritos, sus fiestas y sus
sepulturas. Por otra parte, la madera había sido un recurso básico en el
intercambio entre los pueblos de los llanos con los valliserranos. Las
comunidades que llegaron después, empujadas por la ola del destierro, no
desconocían, en verdad, esta actividad, aunque no la practicaron en sus
hábitats de siempre. Las lenguas originarias, en ese sentido, se vieron mejor
comunicadas entre sí, a causa del intenso intercambio de productos madereros
entre las regiones de la llanura con la vallista, y fue ciertamente un freno
para su extinción. La primera que cayó fue el cacán, el idioma que hablaban las
naciones de casi toda esta región de los valles y quebradas del Tucumán y
Catamarca. Cayó primero con el avance de la dominación incaica, que impuso el
quechua sobre el cacán y el tonocotés, entre otros dialectos nativos, hasta que
se impuso el español sobre las demás leguas nativas, incluso sobre el habla de
los incas. Es más, el término “ladino” incluía a los pueblos quichuahablantes,
porque los conquistadores tenían a esta lengua como una herramienta
universalizadora de las etnias originarias que mediaba eficazmente con la
cultura europea.
Ese fue, tal vez, uno de los dilemas existenciales de la reducida
comunidad famayú que sobrevivía en los llanos del Tucumán. Su cacán serrano
estaba casi extinguido por el quechua, a lo cual debió soportar el golpe
invasor que les imponía otro idioma aun más extraño en una tierra igualmente
extraña y hasta hostil. Dentro del curato de Marapa, los famaillao se
confundían con otros pueblos traídos desde las alturas calchaquíes, como Tocpo
y Anchacpa, e incluso hasta los Tafí, así como se mezclaban con las comunidades
antiguas de la jurisdicción de este curato, como Gastona, Gastonilla, Acapianta
y Yucumanita. En realidad, los famaillao tenían una vinculación histórica y
geográfica con los tocpos y anchacpas, que venían del valle riojano de Anguiano,
entre quienes se casaban y fijaban el domicilio de la tribu a la que
pertenecían las mujeres. Esa costumbre continuaron practicándola en la llanura
de la derrota y el destierro, hasta que cayó sobre ellos el azote de las pestes
y epidemias que contrajeron de la convivencia con el español y dejó diezmada
sus poblaciones.
Los nativos de la llanura, por supuesto, tuvieron la ventaja de casi una
centuria de adaptación más temprana que los naturales de los valles y
quebradas, porque éstos resistieron durante ese período -o más, aún- a la
dominación invasora en sus tierras. Sin embargo, esa resistencia les permitió
preservar mejor sus culturas y sus modos de vida de la influencia y la
contaminación de la nueva civilización que se había propuesto controlar sus
vidas y sus destinos. Famaillao y sus parientes riojanos, por ejemplo, se
rebelaron con fuerza al embate cultural extranjero, favorecidos tal vez por aquellos
lazos atávicos que les permitió sostener la pureza de su identidad y aun de su
raza. Informes de finales de 1693 dan cuenta de que una de las resistencias más
fuertes al avance dominador fue la lengua: preservaron el uso del cacán por
sobre el quechua y, por supuesto, sobre el español, así como sus nombres
originarios, en desprecio de las identificaciones que imponían los
conquistadores. Un poco antes, incluso, este grupo serrano conservaba sus
nombres indios, traídos de sus valles naturales y se rebelaban en contra de las
nuevas maneras de identificarlos por los españoles, quienes, por supuesto, los
registraban como “infieles”. Los años, sin embargo, y la llegada del nuevo
siglo terminaron venciendo la tenacidad de estos naturales para conservar su
cultura y su idioma y se rindieron a la potencia arrolladora de la lengua de
Cervantes hasta terminar definitivamente “ladinizados”. Los nombres del cacique
Angayo y su familia son un ejemplo claro del avance cultural hispano. Una
diversidad cultural, en suma, que no fue respetada por los españoles con el
instrumento poderoso de las desnaturalizaciones y la reunión forzosa de los
pueblos aborígenes. Estela Noli calcula en 226 personas la cantidad total de
indios de diferentes grupos étnicos que habitaban la doctrina o curato de
Marapa para finales del siglo XVII.
Hacia mediados de este siglo había un importante aserradero entre los
ríos Famaillá y Lules, y otros dos más al norte de este último curso de agua,
sobre la ribera occidental del río Salí. Los demás establecimientos madereros
se ubicaban al sur de la vieja San Miguel de Tucumán, en la zona de Ibatín.
Desde luego que la principal producción eran las carretas, aunque se fabricaban
muebles en menor proporción. El lapacho y la lanza amarilla parecen haber sido
las mejores maderas para la construcción de estos vehículos de transporte de
cargas. Durante el período que siguió hasta terminar esta centuria y continuar
en casi toda la siguiente, las carpinterías proliferaron a lo largo de toda la
franja pedemontana de las sierras del Aconquija, cuyos talleres buscaban casi
siempre las orillas de los ríos más caudalosos para instalarse, ya que de ese
modo se aprovechaban las corrientes fluviales para el traslado de la producción
de maderas. El mercado, en verdad, había crecido geométricamente, al ritmo que
marcaba el crecimiento de los intercambios comerciales entre las grandes
economías regionales del virreinato del Perú, del cual Tucumán fue ciertamente
un espacio apto de articulación entre los mercados del norte, vinculados a los
puertos del océano Pacífico, y los del sur, dependientes más tarde del tráfico
mercantil por el Atlántico. Por lo demás, un viaje de esas distancias, en
largos periplos que demandaban entre seis meses y un año, inutilizaba
definitivamente una carreta, tras lo cual la renovación de los carromatos era
inevitable. De todos modos, en más de un grupo étnico, como los tafí, ubicados
en Santa Lucía, y los famaillao, en la reducción de San Antonio de Ceballos, los
tocpos, en Escaba, y los anchacpas, sobre Cabastine, o los singuil, se dio la
posibilidad de que pudieran explotar la tierra, en pequeñas chacras de maíz y
trigo para el autoconsumo, mientras desarrollaban la actividad principal de la
carpintería. Pero estaba claro que la mayoría de los hombres de estas
comunidades se destinaba al trabajo pesado de la tala y el aserrado de los
troncos, cuyas tablas se dedicaban también a la fabricación de muebles, así
como para la construcción de las casonas de los encomenderos y de las familias urbanas
más ilustres, además de que debían trasladarse a los lugares más lejanos de la
gobernación del Tucumán. En muchos casos, el pago del trabajo de los indios
carpinteros era ínfimo, no sin la aplicación de diferentes malos tratos con los
que se obligaba al peón nativo a trabajar. En condiciones laborales más dignas
u obligados con golpes y castigos, es cierto que el pago -aunque fuera ínfimo-
de su trabajo siempre se verificaba. Los indios más habilidosos y de mayor
prestigio en el trabajo de las maderas eran mejor pagados con ropas y algunos
pesos, lo cual los distinguía del resto de sus comunidades y les permitía ganar
algún ascenso social que los ubicaba entre las posiciones más elevadas de sus
sociedades y las más bajas de la sociedad de los españoles y criollos. Casi
toda su producción, así como el resto del servicio personal que debían cumplir
estos pueblos originarios encomendados, estaban orientados a la ciudad de San
Miguel de Tucumán, que a fines del siglo XVII crecía como un nuevo centro
urbano, refundado en La Toma, sobre la banda norte del río Salí, una
circunstancia histórica que le exigía mano de obra, madera abundante para la
construcción de viviendas y muebles y, desde luego, todo el servicio familiar
que la clase social con mayor poder económico demandaba desde esta moderna
capital donde se había asentado.
Pero las tierras de Famaillá eran fértiles para invernada, por otra
parte, donde los ganaderos más importantes del Tucumán, como de otras regiones,
traían miles de cabezas de ganado bovino y mular para engordar, así como
también lo hacían en Tafí, Tapia y Choromoros, que luego eran comercializadas
en todo el virreinato del Perú. Alrededor de 20 mil cabezas de ganado vacuno
por año, provenientes de Santa Fé y otras zonas ganaderas, estacionaban en
Famaillá para engordar antes de ser entregadas en Salta, desde donde muchas de
ellas eran trasladadas al Potosí. De modo que esta actividad, como la de
auxiliar de los fleteros que trasladaban las tropas de vacunos, absorbió, en
menor proporción, una parte de los hombres y jóvenes de famaiyá.
La nueva identidad, en definitiva, que los famaillao y el resto de las
poblaciones calchaquíes, relocalizados en los bajos del Tucumán, debían
construir a partir de su nuevo destino tuvo en los oficios -sobre todo en la
carpintería- un importante soporte espiritual. Desde sus habilidades y sus
especialidades nuevas se los identificaba como “indios carpinteros” o “maestros
carpinteros”, del mismo modo que absorbían la influencia del paisaje y la
geografía que estaban descubriendo en medio de bosques y del horizonte de la
llanura tucumana.
Con esa plataforma espiritual, a veces resistente y otras más permeables
a la colonización cultural de los españoles, fueron, primero, “ladinizándose” y
más tarde cristianizándose, en un proceso lento y lleno de porosidades, donde
se mezclaban inconscientemente las creencias antiguas y las nuevas, en una
mixtura espiritual que sería la savia de las nuevas identidades indígenas que
convivirían con sus dominadores. Pera esta transculturación trajo, además, los
“vicios coloniales”, como llama Noli, que penetraron con fuerza entre estos
grupos étnicos debilitados en su cantidad como calidad de vida. El vino, el
tabaco, así como el mismo consumo de carnes y yerba fueron degradando la vida y
la convivencia, a la vez que estimuló al abandono de viejos hábitos como la
recolección de frutos y la pesca. Es verdad que el consumo de la chicha fue un
fenómeno casi adictivo de la mayoría de estas comunidades mucho antes de la
llegada del conquistador español. Pero lo fue, sobre todo, en el sentido casi
ritual y no como la simple “borrachera” que excluía del mercado del trabajo y
de la propia comunidad a quienes se entregaban a beber alcohol en exceso. Es
bajo esta acepción que aluden casi todos los informes de las visitas a las gobernaciones
y encomiendas del siglo XVII, por parte de los oidores de la Audiencia de
Charcas. Sin embargo, corresponde distinguir los comportamientos de los
antiguos pueblos de indios de la llanura de la conducta de las etnias valliserranas
desnaturalizadas, quienes, es cierto, fueron más reacias a internalizar el
mensaje evangelizador, así como la suma de las contaminaciones espirituales y
psicológicas que trajo la invasión española. Los famaillao, por ejemplo, no
profesaron tan rápido las creencias cristianas y demoraron aun más en diluir ese
credo entre sus religiones ancestrales.
Una etnia reducida -tal vez unas decena o un muy poco más-,
sobreviviente del destierro, que había encallado en la llanura del Tucumán,
cargó sobre sus espaldas el desafío de la historia de reconstruir su identidad
y tejer desde entonces una historia nueva para las generaciones que vendrían,
después de sus pasos primordiales. Sería una historia absolutamente diferente a
la que hasta entonces habían conocido, en una sociedad mestiza que tendría la
hibridez desconocida de conciliar el conflicto que había desatado el choque de
dos culturas opuestas y extrañas. Ya había pasado el sometimiento por el fuego,
la sangre y las armas. El exterminio estaba casi consumado. Desde ahí, desde
esa diminuta fuerza resistente, habría de levantarse una cultura cruzada de
antagonismos, atravesada de fibras espirituales incontrolables que descendían
desde el poder cultural de dominadores y dominados.
Los nativos todos, los famayú incluidos, fueron sometidos, esclavizados
y maltratados. Se contaminaron con los desechos
culturales de la conquista y se vieron obligados a degradar el medio ambiente,
a destruir ecosistemas completos con la deforestación irracional. Pero desde
ahí, precisamente, emergió una identidad nueva que debía atravesar los siglos
para llegar hasta el presente con los pergaminos renovados de la resiliencia.
* * *
© Hugo
Morales Solá
Fuentes:
· Archivo Histórico de Tucumán.
· Archivo de La Gaceta.
· Archivo de Indias. Portal de archivos españoles en red
(PARES). www.pares.mcu.es
· Instituto de investigaciones históricas “Prof. Manuel
García Soriano” de la
Universidad delNorte “Santo Tomás de Aquino” (UNSTA).
· Biblioteca Provincial.
· Biblioteca de la H. Legislatura.
· Biblioteca del Museo Histórico de Tucumán.
· Municipalidad de Famaillá.