La Posta de Simoca
Cuando la noche se quiebra de soles
antiguos, el amanecer enciende aquellos rostros. El día es el mismo de siempre,
un soplo de luz se vierte todos los sábados entre el paisaje de los pacarás
ausentes y repite el rito que viene desde la desmesura de los tiempos. El sol
ya los conoce, son aquellos que viajaron por los siglos para sostener esta
costumbre de trescientos años. Son otros, por supuesto, pero son iguales, un
espíritu ritual los hermana, hijos del mandamiento de los primeros mercaderes.
Siguen de pie en la tierra donde comenzaron conviviendo con las tribus de los
Simocas y los Beliches, entre otros nativos de la nación Tonocotés, que estaban
ya confinados en las encomiendas de los conquistadores españoles.
Muchos rostros de la Feria de Simoca, muestran
aquellos surcos cobrizos que se hunden en los pómulos salientes de los genes
indígenas, como si todavía resistiesen al exterminio de su raza. El culto casi
ceremonioso se levanta hoy, como todos los sábados, entre el humo de los
primeros puestos de comidas y los vapores desvanecidos del rocío, amedrentados
por las primeras tibiezas del sol. Su cuerpo tiene el esqueleto de la
modernidad del tercer milenio. Un pórtico que se abre en una gran arcada,
desnuda más adelante la amplia avenida peatonal de ranchos ordenada y
urbanizada en una ristra de quinchos de alrededor de cuatro cuadras que se
rinde finalmente ante el escenario “Virgilio Carmona”, enhiesto e inmóvil en el
fondo del corredor. Allí van a dar todos los feriantes, cuya insospechada variedad atrae aun más a
nuevos vendedores de toda la provincia y de las vecinas. En los ranchos se
come, sobre todo, pero también pueden encontrarse otras mercaderías y hasta
animales vivos, expuestos al mejor postor. El campo de la feria es amplio y generoso
y abre su suelo alrededor del bulevar de
comidas para la diversidad del mercadeo. Hacia el este, donde ciñe el cinturón
de asfalto de la ruta nacional 157, en cuyo kilómetro 53 desde la capital
provincial, se levanta el pueblo de Simoca. Del otro lado del pavimento, más al
oriente todavía, un alarido fantasma del machete perturba el aire de los
cañaverales ausentes. Ahora, otros cultivos exóticos, como el arándano, habitan
los surcos dolientes que antes nutrieron por centurias a la caña de azúcar, arrinconada
a cercos más reducidos que obligó la reconversión agrícola de la zona. Por el
oeste, el edificio de la estación de trenes dejó de respirar cuando el gobierno
de la convertibilidad menemista decretó el desguace ferroviario en la Argentina, aunque es
cierto que mucho tiempo antes, en los años de la última dictadura militar
comenzó su lenta agonía. Desde la final década del siglo XX, las vías que
atraviesan la feria son dos arterias muertas, por donde nunca más circuló su
sangre de acero, salvo alguna zorra desvencijada o un insólito tren de cargas
que despierta a los durmientes de aquel letargo casi sin regreso. Más allá de
la estación ferroviaria, en dirección hacia los cerros lejanos y celestes del
poniente, la ciudad se teje y desteje todos los días, reinventándose,
resistiéndose eternamente, desde aquella alborada de su existencia.
Es la misma tierra, punto de encuentro de
las antiguas rutas de los conquistadores, que tentaba a los españoles asentados
en la zona, a los primeros criollos y a los indios encomendados por allí.
Tierra dura, poblada de tribus feroces, que resistieron la ocupación extranjera
con toda la fiereza de su raza. Gente, sin embargo, que fue doblegándose al
poder arrollador de las armas de los españoles y al señorío de la palabra
evangelizadora de los franciscanos y jesuitas. Todos ellos fueron atraídos,
desde aquel albor del tiempo inmemorial, en torno de un espíritu ceremonial que
los fundía y hermanaba. Un solar polvoriento que olió siempre a paz, convocaba
a los viajeros a reunirse para intercambiar sus mercancías, trocar sus
productos y distraerse en las tertulias sabatinas, cuya magia les encendía la
pasión por el canto, algún baile improvisado y hasta las leyendas que
burbujeaban en la imaginación colectiva. Fue eso, tal vez: un ámbito donde se
deponían las armas para arrimarse a beber en el mismo cáliz la fecundidad de
los pueblos pacíficos.
Shimoukay, precisamente, quiere
decir lugar de paz y silencio o pueblo de gente tranquila y silenciosa. Un
vocablo quechua, que explica para muchos especialistas la etimología de la
palabra Simoca y que resume, en definitiva, el espíritu que amalgamó a esa
antigua ceremonia social de reunirse todos los sábados para dar una tregua a
los enfrentamientos de razas y a las divisiones entre las etnias originarias, para
dejar de lado por un día los sojuzgamientos crueles de las encomiendas y alegrarse
del encuentro entre seres humanos, sin más ni más, en un foro que llamaba al
mercadeo, al trueque liso y llano, pero que, carne adentro de las almas que se
sumaban cada mes, cada año más y más, se abría como un lirio al rocío de la
buena voluntad. Eran los pobladores de la zona, habitantes de los primeros villorrios
de Chicligasta y Monteros o los desamparados de la primera ciudad de San Miguel
de Tucumán, cuya mudanza, después de ciento veinte años de existencia, más al
norte del primitivo Tucumán, desde Ibatín hacia La Toma en la ribera del río
Salí -o Grande, como lo llamaron los hombres de la primera entrada española a
la región del Tucma-, había dejado casi indefensos del asedio indígena a los
caseríos que la orbitaban. También llegaban los primeros colonos de Ampata y
Ampatilla, los vecinos españoles y nativos de Ayalapa, o las primeras
reducciones indígenas de Belicha, a cargo de las misiones religiosas, muy cerca
del rudimentario asentamiento urbano de Simoca. Pero también se acercaban los
viajeros del norte hacia las aldeas de Buenos Aires o Córdoba o desde allí
hacia el Perú. En Simoca, los peregrinos encontraban una posta tranquila y
segura para el descanso, al tiempo que podían comer y adquirir mercaderías y
otros productos para semejantes travesías.
Desde las primeras entradas por
estas tierras, los hombres de la conquista fueron crueles con los pueblos
originarios. Sólo el poder de las misiones evangelizadoras fue capaz de
humanizar esta empresa expansionista de la corona española. El duelo perpetuo ante
la codicia sin frenos de los conquistadores, que hacían de su trabajo un
proyecto personal con el que sólo buscaban acumular grandes riquezas para sí
mismo y para su descendencia, y la palabra del Evangelio, cargada de valores
espirituales que servían de contrapeso al avance depredador de los invasores,
se esparció también por las tierras del Tucma, en cuya llanura vivían los
Simocas y el resto de los Tonocotés. Lo primero, precisamente, que se conoció
de Simoca, como una tenue vislumbre de pueblo, fue el templo de la misión
franciscana, a fines del siglo XVII, el cual era nada más que un ramadón o
rancho de paja, que servía para oficiar misa entre los indios que habitaban por
allí y otros pocos españoles que iban afincándose en la zona, a quienes les
seguían, en muchos casos, sus familias, que habían traído de España o que
habían formado aquí, incluso mezclándose con las mujeres nativas que elegían
para dejar la primera descendencia mestiza.
La mansedumbre de esta tierra se fue consolidando
con la presencia espiritual de las congregaciones de franciscanos y jesuitas,
cuya fuerte impronta dibujó trazos inconscientes de una convivencia armónica, que
fue ciertamente el almácigo fértil para que en él creciera el espíritu gregario,
que haría de una simple reunión semanal de fieles, ávidos del pan espiritual,
un ágora de paz que cumplía con el mandamiento bíblico de descansar el séptimo
día. Como en aquel sábado de Dios, hombres y mujeres, de aquí y de allá,
viajaban en aquellos tiempos hasta la iglesia de ese lugar para asistir a misa
desde muchas leguas de distancia, en carretas tiradas por lentos bueyes, lo
cual los obligaba a salir el día anterior y descansar, incluso pasar la noche
allí, a fin de estar presentes en las primeras horas del día para el oficio
religioso. La oportunidad era, entonces, inmejorable: una reunión social
numerosa, cada vez mayor, de gente que de buena voluntad se congregaba en las
vísperas del encuentro espiritual más importante de los católicos, un día de
descanso -o para algunos, apenas unas horas- para comunicarse e intercambiar
experiencias, información, temores y rumores. ¿Por qué no, pues, intercambiar
mercaderías y otros tantos productos que traían unos y otros desde sus
haciendas? La noche era de vigilia y el campo que envolvía a la pequeña capilla
enramada era el ropaje que los abrigaba con sus fogones, donde chispeaban las
leyendas sobre la vastedad de peligros que se cernían sobre cada día de sus
vidas, y ardían los cuentos y supersticiones que mantenían de pie todos los
miedos, que sabían exorcizar con una variedad de canciones y danzas presididos
por el alcohol de la chicha. El fuego, en suma, era el soplo cálido que los
reunía e iluminaba, que les asaba las carnes con las que se alimentarían, hasta
que el sol renaciera en el amanecer y devolviese los colores al paisaje y la
solemnidad a los espíritus en el oficio dominical de la misa.
La Feria de Simoca nació con esa hospitalidad
espontánea, ansiosa de vincularse con el vecino lejano, el de otras comarcas, o
con el propio, de su propia vecindad, con el semejante, más allá de sus diferencias,
dispuestos a abrirse espiritualmente para compartir el alimento, junto a las
aguas de su interioridad, revueltas muchas veces de inseguridades, acechadas de
llantos y miedos que latían en aquellos corazones de la conquista de una tierra
remota, feroz y desconocida. Ahí habrán aprendido a conocer al natural de estas
tierras, a cruzar los primeros gestos de paz, a cambiar los gemidos de dolor por
una sonrisa que convidaba el pan de ese día, a convencerse de que el arma del
respeto era más poderosa que la espada, que aquel armamento invisible hubiese
legitimado auténticamente la conquista de este continente. Lo cierto fue que
ese espíritu de concordia, simple y silvestre, creció como crecen las flores
del campo, libre y por mandato de la naturaleza, hasta convertirse ciertamente
en una costumbre que atravesó los siglos.
Pero, claro, para asentar sus raíces
en estas tierras, los hombres del imperio español debían someter a las
comunidades aborígenes, sean pacíficas o aguerridas. Con mayor razón, por
supuesto, si ellas demostraban rebeldía frente al avance extranjero sobre el
suelo que le daba identidad y al cual le debían, en definitiva, su existencia
personal, familiar y colectiva. Era la Madre Tierra, diosa de todas
sus fortunas y de todos sus pesares, y ahora venían por ella y sus habitantes
para esclavizarlos y extraer de ella todas las riquezas posibles. Hacia
comienzos del XVIII, cuando amanecía el hábito de la feria, a la sombra de los
grandes pacarás que presidían el ágora sabatina, en los campos del cacique
Pedro Chique, su pueblo -un puñado de indios Shimoukay- estaba confinado en la
encomienda de Simoca y Pomán, en el actual valle de San Fernando de Catamarca.
Desde 1644, la tribu de los Simogas, junto a los Beliches y los Cucuma, se
integraron a la encomienda de Nuño Rodríguez Beltrán, cuya jurisdicción
abarcaba un lado y otro de la sierras de Ancasti, lo cual lo autorizaba a mudar
a las comunidades aborígenes dentro de su encomienda para que cumpliesen
diferentes servicios personales, agrícolas o ganaderos y permitía la fusión de
las etnias, que se subsumían entre sí.
Si bien sus habitantes originarios ya no
están -ni sus descendientes-, el paisaje de la Feria de Simoca sigue
habitado por su espíritu. Tal vez no haya pueblos de sangre beliche -o de los
primitivos shimoukay-, pero en los rostros de los campesinos, que sostuvieron
desde siempre este ritual sabático, chispea todavía la misma sustancia de su
ser labriego, cuerpos cobrizos, doblados, entregados a la tierra de sol a sol,
para extraer la riqueza de sus pequeños fundos, donde a la vez producen
microemprendimientos ganaderos. El minifundio, precisamente, que aró sus destinos
con penurias de toda laya, será seguramente otro legado de una cultura de
explotación de los grandes señores de ayer y de hoy que avanzaron, ocuparon y
dominaron sin medida ni control sobre un patrimonio que nunca fue sólo
económico, sino antes que nada espiritual y cultural, en cuyas raíces se hunde
el modo de ser de un pueblo que todavía no encuentra la luz de la historia para
dejar de caminar a tientas entre tanta pobreza y esclavitud.
Cruce de caminos
La posta era el punto obligado de
descanso en una ruta que, si bien no era la más importante para unir ambos
océanos, como lo era el antiguo Camino del Perú -más tarde llamado también
Camino Real-, servía como una vía alternativa para emprender las largas
travesías de aquellos tiempos desde el norte argentino, por ejemplo, hasta
Córdoba o Buenos Aires. Por esta ruta secundaria, entonces, los productores
locales transportaban todas las mercaderías y ganados que comercializaban en la
extensa región del Tucumán, pero también les daba posibilidad de conectarse en
el norte con el camino real para trasladar sus productos hacia Lima y Potosí. A
la altura del solar de la
Feria, que crecía apresuradamente en el siglo XVIII, se
cruzaban uno de los dos caminos más importantes que por estas tierras conducían
a Buenos Aires con la ruta que venía desde el oeste, de la vieja Ibatín, el
primitivo Camino del Perú que descendía de las alturas de los valles
calchaquíes. Era también la vía obligada de los chasquis y todo tipo de correo
y mensajerías, diligencias, carruajes y caravanas de carretas que viajaban
desde esta zona a la ciudad que hacia finales de este siglo sería capital del
virreinato español sobre las riberas del río más ancho del mundo. Todos,
absolutamente todos, hacían su parada aquí para descansar y comer. Una rústica
posada recibía a los pasajeros durante la semana. Pero en los sábados muchos se
enrollaban en los fogones, donde ardían las canciones en las noches
interminables de los inviernos de la llanura escarchada. La Posta de Simoca comenzó a
dejar de ser solamente el paraje de reposo de animales y hombres en el cruce de
dos caminos importantes en aquellos tiempos de la conquista española, cuando
llegó a la zona, en 1684, la comunidad de frailes franciscanos. La orden de San
Francisco de Asís recuperó y remodeló el frágil templo que encontraron en la
primitiva aldea que comenzaba a formarse en torno a este punto geográfico
estratégico y, a partir de su prédica, germinó también el hábito casi ritual
que se instalaría definitivamente en la
conciencia de los pobladores de la región -y aún de los viajeros- de reunirse
los sábados, en vísperas de la misa dominical, para disfrutar del encuentro
social y el trueque de mercaderías que allí había comenzado a practicarse.
Trescientos años, desde luego, cambiaron
el paisaje y la fisonomía de la
Feria de Simoca. Su predio urbanizado, hormigonado y
electrificado es un vientre atávico que se abre, sin embargo, a la misma
solemnidad de los campesinos pobres de la región que nació en los albores del
siglo XVIII. Desde entonces, se repite el mismo escenario humano, donde se
cruzan toda clase de historias de vida, de amores, imposibles unos y rotos
otros por el desamor otros, de traiciones y lealtades, de odios irredimibles y
de perdones, de timadores y tomadores, de buscavidas y buscapleitos, al lado de
la galería de animales vivos que exhiben sus propietarios a grito pelado, junto
al puestero de comidas, donde humean las parrillas y tientan las carnes
embutidas, los famosos arrollados de cerdo y los chorizos, los aromas del locro
o el perfume de las empanadas y los tamales. No es ni más ni menos que el mismo
lienzo de las pasiones humanas de todos los tiempos, sublimadas hasta su
exaltación o degradadas hasta los más bajos instintos. Ayer, hoy y siempre. El
hombre, siempre el mismo hombre.
La extensa llanura tucumana fue la matriz
generosa que albergó a la gran nación indígena de los bajos del Tucumán. Arriba, en los valles
diaguitas habitaba la ferocidad calchaquí, que resistió por más de un siglo a
la dominación española. En los llanos, fueron los lules quienes prestaron su
espíritu guerrero, pero de los tonocotés aprendieron a convivir con el
conquistador con un lenguaje de docilidad, frente al avance del poder
arrollador de sus armas. Sobre el curso del siglo que amaneció con la Feria de Simoca, podían
percibirse ya los efectos de las evangelizaciones jesuita y franciscana, en
términos de una convivencia más pacífica, en un encuentro racial que fue sin
dudas violento. El vasallaje y la esclavitud de los sobrevivientes nativos,
marcó, sin embargo, la supervivencia del espíritu opresor para dominar las
tierras de esta parte del continente americano. Pero a esa altura de la
ocupación española, las naciones originarias estaban diezmadas y sus pueblos
eran pequeñas reducciones de los primeros habitantes de esta llanura, quienes
eran conscientes de la aplastante superioridad extranjera, la cual los obligaba
no sólo a la rendición sino al servicio incondicional. Por eso, el sábado era
una oportunidad para solazarse al calor de una convivencia que los igualaba y hermanaba, como en un
espejismo que duraba un día, una vez en la semana. Iban a servir, por supuesto,
pero a su lado había otros extranjeros o mestizos que hacían el mismo trabajo
que ellos y enlazaban sus destinos con una sonrisa, donde la conquista era de
los corazones, y el mercadeo, el código que regía la convivencia. Ahí comenzaba
la mezcla de los destinos, esa magia antigua que sabe fundir las estrellas de
la constelación humana para que nazcan nuevas vidas, mestizando las historias y
las culturas de aquende y allende los mares.
La gran llanura central de Tucumán, y parte
de Santiago del Estero, que habitaron las naciones lules y tonocotés, fue
después el espacio de influencia directo de la originaria feria simoqueña. Todo
el siglo XVIII fue una historia de reposicionamiento de pueblos y poblados, de
estancias y encomiendas, a partir del traslado de la ciudad vieja de San Miguel
de Tucumán hacia la nueva fundación de 1685 en el actual emplazamiento. La zona
de Ibatín, en efecto, había sido objeto del constante asedio de las comunidades
aborígenes que vivían en el llano tucumano, y de las diaguitas que bajaban
desde las alturas calchaquíes. Pero además era presa de plagas endémicas, como
el paludismo, que en suma hacían ciertamente difícil, casi imposible, que
pudiese continuar creciendo allí la ciudad llamada a ser la gran urbe del
Tucumán, como centro geopolítico alrededor del cual debía trazarse la historia
de aquella conquista española de los extensos territorios de juríes y lules,
así como los destinos del futuro virreinato del Río de la Plata, cuya unión con su
par del Perú debía tener como eje de rutas a esta ciudad refundada en el punto
geográfico elegido, que se conocía como La Toma, sobre las riberas del río Salí.
Precisamente, otra de las grandes motivaciones para su traslado fue el
desplazamiento del antiguo camino del Perú hacia un nuevo trazado, que venía
desde el Alto Perú por el altiplano argentino y se corría más al este en lo que
hoy es, a grandes trazos, la ruta 9. Pero la mudanza de la ciudad vieja, dejó
desconcierto e indefensión en las comunidades de los primeros colonos que
circundaban como satélites a la primera San Miguel de Tucumán. Entre ellas, se
levantaban las primeras reducciones de indígenas, los pueblos indios, que
estaban a cargo de estancieros españoles y luego de algunas comunidades de
religiosos que venían a misionar al nuevo mundo. Simoca, pues, se convirtió en
el punto estratégico de confluencia de los viejos intereses de los hacendados y
pobladores del oeste de la llanura, donde comenzaba a crecer la estancia de
Monteros, como el punto de referencia más importante de esa región, y los
nuevos proyectos que naturalmente traía el nuevo emplazamiento urbano de la
capital del Tucma. Productores ganaderos y algodoneros vieron en este nuevo
trazado urbano un lugar mejor ubicado sobre la ruta del camino real hacia el
Perú, hacia donde esta vía ya se había desviado antes de la refundación de la
capital tucumana. El algodón, en efecto, fue el cultivo que precedió a la caña
de azúcar, como una explotación intensiva y sistemática, ya que las misiones
jesuitas habían introducido esta explotación agrícola, como una plantación
experimental, de baja intensidad, que respondía a la capacidad de molienda de
pequeños trapiches artesanales, de los cuales se extraía básicamente los jugos
que servían para diferentes usos domésticos entre las comunidades nativas de la
zona.
La misión franciscana
Pero la institución previa, que sirvió
para consolidar las fronteras que iba ganando el avance de la invasión
conquistadora, fue la de las misiones religiosas. Desde finales del siglo XVII,
la orden de los franciscanos echó sus raíces profundas en la zona de la vieja
Posta de Simoca, al punto incluso que a partir de su presencia se fundaría
después el nuevo pueblo que crecería alrededor de la feria, la cual había
comenzado a tener lugar todas las semanas en la parada de descanso y recambio
de animales de las caravanas de arrieros y viajeros, en un punto geográfico que
ya las comunidades aborígenes de la región habían instituido como posta. La
aldehuela creció más tarde en torno al templete, en frente de la actual plaza
mayor fundada por el capitán Diego de Molina, penúltimo encomendero de Simoca.
Durante el siglo XVIII, feria y pueblo aprendieron a crecer juntos, a
interactuar entre sí y a depender uno del otro, en una eterna simbiosis, que se
proyectó a través de los siglos. Probablemente, la Feria mantuvo su identidad
asociada a la Posta
de Simoca, el lugar de los viajeros y expedicionarios, de los peregrinos y
mensajeros que iban y venían, hacia el norte y el sur, hacia el este y el
oeste, en el encuentro de rutas que unían puntos centrales en la estructura de
dominación del imperio español. Su espacio era, en efecto, un universo de trashumantes, inestable y movedizo por
naturaleza, pero el pueblo que se construyó a su alrededor le dio, en todo
caso, la identidad sedentaria que le permitió anclar definitivamente en la
profundidad de los siglos.
El destino, precisamente, hizo de la
ciudad actual de los simoqueños un pueblo que sufrió el destierro del progreso en
sus latitudes. De aquel histórico camino que descendía de las cumbres del
Aconquija hasta la floreciente ciudad de San Miguel de Tucumán, fundada a
orillas del río Pueblo Viejo, a la altura de Ibatín, y continuaba después hacia
el Este para perderse en los salitrales de Santiago del Estero y bajar, por
fin, hasta las humedades litoraleñas del Paraná, donde se vuelve el gran
estuario del Plata, hoy sólo queda una ruta provincial que une León Rougés con
Simoca. Y el viejo camino alternativo que llevaba y traía hacia Córdoba o
Buenos Aires, hoy es la ruta nacional 157; lejos de ser ésta la vía troncal del
progreso, el cual se mudó hace muchas décadas hacia la ruta nacional 38, la
arteria caminera más importante de la provincia, a lo largo de la cual se
fundaron una y otra vez las ciudades más pujantes de Tucumán. La Feria de Simoca, entonces,
se convirtió en uno de los blasones más importantes en la supervivencia de Simoca,
como ciudad por donde fluyó la historia fundacional de gran parte del noroeste
argentino.
No sólo se convirtió en uno de los
estandartes más trascendentes que Simoca erigió para navegar las aguas aciagas
de la historia económica argentina del siglo XX, la Feria fue -es-, además, el
símbolo vivo de un pueblo donde la cultura de una región de la Argentina aprendió a
refugiarse en sus tradiciones, sus costumbres y, a la vez, intuyó la necesidad de mezclarlas, como
instinto natural de supervivencia, con otras identidades remotas para cocinar
en sus fogones el magma nuevo de la conciencia colectiva, en cuyas vísceras
buscó amparo la historia para seguir reproduciéndose en las futuras
generaciones. La Feria
de Simoca fue, en efecto, un foro creador de la cultura llamada a conservar esa
identidad que llegaba desde el fondo de los siglos. En su tierra polvorienta,
en la sombra de su antiguo pacará, en el trajín de los sulkys, en el hormigueo
envolvente de su gente, en su cancionero y sus guitarreros, la historia, la
cultura, sus mitos y leyendas se recrean, se repiten y multiplican. Un ágora
mágico que sirvió de vehículo de transmisión de conocimientos y alternativas de
resistencia, apto para tiempos de adversidades, una plaza inmemorial que
contuvo desde siempre a la cultura del trabajo del campesino pobre y marginal propio
de las economías dominantes de todos los tiempos. Cada amanecer de sábado se
cumplía allí -y se cumple, todavía- aquella profecía de Jaime Dávalos, el
inolvidable poeta salteño, cuando advirtió que “sólo aquel que trabaja,
despertará feliz”.
* * *
© Hugo Morales Solá
Fuentes:
- Archivo Histórico de Tucumán.
- Archivo de La
Gaceta.
- Municipalidad de Simoca.
- Archivo de Indias. Portal de archivos españoles en red
(PARES). www.pares.mcu.es/
- Biblioteca de la H. Legislatura de Tucumán.
- Instituto de investigaciones históricas “Prof. Manuel García
Soriano” de la
Universidad del Norte “Santo Tomás de Aquino”
(UNSTA).