¿Vivir sin la Pachamama?
Entre los pueblos indígenas de los valles del noroeste argentino también existía ese sentimiento de desamparo y vacío de poder que había dejado el gran imperio inca. Habían aprendido a depender de una minuciosa estructura estatal, omnipresente y poderosa. Su ausencia se sentía realmente como el desabrigo más atroz frente al frío arrollador que desestructuraba no sólo ese perfecto andamiaje burocrático, sino sobre todo desarticulaba las conciencias y los espíritus que habían llegado a tejer el perfecto entramado de una convivencia que todo lo contenía. Todo lo que trabajosamente se había construido en décadas de ejecución de verdaderas políticas de integración de las regiones más apartadas en un solo haz de poder imperial, ahora parecía caer demolido por la mera fuerza de las armas. Tal vez debajo del paraguas de ese inmenso influjo cultural, político y administrativo de los incas fue que comenzó la conversión de la coexistencia belicosa dentro de la raza nativa, entre pueblos hermanos, muchas veces vecinos, hacia la preparación espiritual de las naciones aborígenes para organizar la gran confederación que alcanzaron a oponer al poder español.
Eso era lo que ahora estaban representando los veintidós caciques que habían seguido a Bohórquez hasta Pomán para negociar la libertad y la independencia de los valles calchaquíes. Pero de sus conversaciones nada podían saber hasta ese día los jefes calchaquíes -y ya estaba corriendo la segunda semana en la ciudad que había recibido al impostor con todos los honores de la realeza incaica, para quien incluso el gobernador Alonso de Mercado y Villacorta había mandado a hacer una corona de oro y plata y una túnica tejida a la usanza de quienes invocaba como sus antepasados de la monarquía inca.
El gobernante quilmeño tampoco quería dejarse caer por la pendiente de emociones negativas que a veces le nublaban definitivamente la esperanza y le llenaban razonablemente de cuidados, impotencias y un arrebato de cólera que lo transformaba hasta el umbral de la ira en contra del gran Titaquín. Sabía de qué echar manos cuando sentía esa peligrosa desestabilización de las pasiones que burbujeaban carne adentro de sus temores. De inmediato aparecía la imagen de su padre presidiendo la rueda de hermanos en los años de la infancia. El viejo curaca se había revestido de sabiduría con los años y la experiencia, que brillaban en esa mañana soleada bajo la grisura de su cabellera encanecida a los pies del cerro Alto del Rey. “Hay dos lobos dentro de mí que están librando una pelea mortal”, les repetía siempre a los niños para que el goteo tenaz de su insistencia cincelara los mantos de emociones y sentimientos que cubrirían y recubrirían con los años sus pequeños espíritus. “Uno -les volvía a explicar inmediatamente- representa a la mediocridad, la cobardía, la vanidad, el egoísmo, la insensibilidad y la falta de solidaridad, la vanagloria, la codicia y la sed insaciable de poder. La otra fiera -continuó- que choca a dentelladas con aquella simboliza a la grandeza de espíritu, el coraje, la humildad, la generosidad, la solidaridad y la búsqueda del poder para servir a los hermanos”. Los numerosos hijos del cacique escuchaban al padre con el mismo hechizo en los ojos que la primera vez y volvían entonces a preguntar: “¿Cuál vencerá, padre?”. Él contestaba lacónicamente: “El que alimente”.
De él dependía ciertamente alimentar el odio, la venganza y la violencia en contra del poder de los españoles que había irrumpido en los valles sagrados un siglo atrás. Pero del corazón del cacique dependía igualmente el destino de su gente y la madre tierra que había recibido de sus antepasados con toda la carga de espiritualidad que ella exudaba de sus entrañas, más allá de las riquezas que contenía y de los frutos que prodigaba trabajándola duramente bajo el padre Sol. Sin ese destino de pertenencia a la Pachamama y de libertad para vivirla y compartirla en paz entre su pueblo, sus hermanos tenían el futuro amputado de la existencia. ¿Cómo podrían vivir sin la Pachamama, ellos que eran parte de la Madre Tierra, que eran la tierra misma? ¿De qué valdría seguir viviendo así? ¿Qué debía hacer, entonces? El dilema le partía el corazón, aunque lo único que tenía por cierto era la decisión de defender ese destino y la historia que los unía. No vacilaría un instante en dar la vida por ello. Su pueblo tampoco. Siempre tuvo a flor de piel la ferocidad de la rebeldía para resistir a toda esclavitud, a la opresión que viniese de cualquier imperio. Pero debía estar muy seguro de que se trataba de defender la dignidad de la vida de los quilmes y las demás naciones de su raza y no caer deslumbrado por el espejismo del odio puro y duro como por las ilusiones que tal vez les estaba vendiendo este personaje que cada vez le parecía más un mercader filibustero de esperanzas falsas.
Para peor, las tratativas por la libertad, que había sido prometida para ellos, se llevaban adelante en el más castizo idioma español y nadie, absolutamente nadie, tenía la consideración de acercarles una síntesis de esos debates entre el gobernador del Tucumán y Pedro Huallpa. La sensación de ira comenzó a transmitirse peligrosamente en el acantonamiento de los jefes vallistos, al tiempo que se encarnaba el temor de que aquello fuera una burda maquinación destinada a asegurar su dominación y avasallamiento para destinarlos a la esclavitud de las minas.
El plan perfecto
El plan parecía perfecto: el aventurero andaluz contaba con la información de que en la zona de Calchaquí había grandes minas de oro y que en medio de su inmensidad los aborígenes habían escondido las riquezas minerales que debían entregar en tributo al imperio inca, aunque su caída no les había permitido llegar a concretarlo. Por otra parte, tenía muy clara ya la decisión de utilizar la gran devoción que había entre los pueblos nativos que habían sido gobernados por el emperador Atahuallpa. En tercer lugar, le parecía que encajaba como anillo a un guante el cuadro geopolítico de la región calchaquí. Luego de la primera rebelión indígena de 1562, liderada por Juan Calchaquí, los pulares, que habitaban, en realidad, la Quebrada de Escoipe, entre los valles Calchaquí y de Lerma, pactaron su rendición incondicional y se entregaron al control español en una encomienda de indios mitayos. La opción de los pulares les valió, desde entonces, la enemistad con los calchaquíes. El segundo gran alzamiento aborigen de los valles calchaquíes, que tuvo origen en 1630 con la insurrección del cacique diaguita Chelemín, dejó fuera de toda resistencia a este pueblo repartido en diversas encomiendas de indios yanaconas. La única zona liberada todavía del control del avance conquistador era la central, que abarcaba los valles de los ríos Yocavil y Calchaquí. La diversidad de comunidades aborígenes que la habitaban, había aprendido de la experiencia del imperio inca a unirse en confederaciones para sumar fuerzas ofensivas y defensivas ante cualquier agresor y optimizar, a la vez, el funcionamiento de la burocracia imperial. Todo lo cual, desde luego, serviría como un gran soporte para levantar la megaestafa, facilitaría la adhesión de las etnias indígenas locales como vasallos de la presencia mítica de Bohórquez y consolidaría su gobierno sobre esos pueblos. Por lo demás, el encajonamiento de estos territorios por las grandes cumbres y su difícil acceso hacían de estas tierras un ámbito casi ideal, aislado del asedio español y libre, como lo había sido antes, del hostigamiento de los revoltosos indios de la llanura tucumana. El mismo encierro geográfico, sumado a la altura promedio de dos mil metros sobre el nivel del mar, había permitido generar en estos valles una suerte de ecosistema óptimo para la vida de sus habitantes. ¡Qué duda podía caber! Ese era, en suma, el lugar ideal para que Pedro Bohórquez montase el escenario y levantase el telón del último gran fraude.
Bohórquez logró una vez más lo que se había propuesto. “Cuando estuvo en Pomán con los españoles, ya su ánimo era traicionar”, se convenció después el sacerdote jesuita Hernando de Torreblanca, cuando en 1696 escribió la “Relación Histórica de Calchaquí”, cuya versión paleográfica se ocupó de transcribir, anotar y comentar la investigadora Teresa Piossek Prebisch. No había sido fácil el trámite del fraudulento proyecto, el cual dependía de los títulos y honores que había ido a buscar a Pomán, cuya concreción lenta y farragosa estaba demorando el regreso al valle de su reinado. Después de varias reuniones, de sucesivos cabildeos y vacilaciones de la junta de representantes de vecinos de varias ciudades involucradas en los alcances de la función solicitada por el Inca, el gobernador Mercado y Villacorta firmó la resolución que le confería las facultades de lugarteniente del gobernador, justicia mayor y capitán de guerra de Calchaquí, además de la expresa autorización para utilizar el titulo de Inca, como descendiente de la nobleza incaica.
Ahí quedó sellada, en general, la suerte de los valles que todavía eran libres del dominio del conquistador y, en particular, el sino fatal de los quilmes sobre quienes pesaría unos años después el más cruel y mortal de los destierros que ejecutó el invasor español. Apenas llegó a Calchaquí, la sede natural de su fraude, Pedro Huallpa comenzó a descorrer el terso velo de la traición a los compromisos que había adquirido con cada uno de los actores del escenario de la conquista de esta región independiente.
La traición de Bohórquez
Se estableció esta vez en los alrededores del convento de San Carlos y de inmediato inició las exploraciones para encontrar las minas de oro y plata. Estaba convencido de que Calchaquí llegaría a ser, a partir de su desbordada obsesión, otro manantial inagotable de oro y plata como lo eran las minas de El Potosí. Encomendó esta tarea a Luis Enríquez, un mestizo diaguita de Fuerte del Pantano, cerca de Pomán, que llegó a convertirse en el hombre de confianza del general Bohórquez y a quien nombró finalmente capitán de guerra de las fuerzas armadas indígenas. Luego de barrer los valles calchaquíes sin encontrar ni el brillo de algún metal precioso, el Inca mandó buscar las zonas de posible explotación minera en los valles de Londres y Famatina. Pero Bohórquez sabía igualmente que la decisión de acelerar esos sondeos geológicos correría rápidamente entre los pueblos nativos y para amortiguar su reacción comenzó a permitir el relajamiento de la disciplina católica que había impuesto entre ellos como un modo de asegurar la colaboración de los sacerdotes, quienes, en efecto, estaban deslumbrados por la transformación casi milagrosa que había operado su presencia en las almas de los indígenas calchaquíes.
El cacique Yquisi, precisamente, sabía con certeza que no había minas en ningún cerro calchaquí, no sólo en las montañas de Quilmes. Pero más claro tenía que si hubiera oro en algún lugar de los valles -y aún de Pomán o Famatina- serían sus hermanos de quilmes y de las demás comunidades indígenas de la región quienes tendrían a su cargo el durísimo trabajo de extraerlo. Precisamente, en las gargantas profundas de las montañas de El Potosí habían ido a dar por última vez con sus huesos pueblos enteros de hermanos de Calchaquí. Más aún, muchos hermanos quilmeños irían a morir en ese destino oscuro y polvoriento, después del destierro final de su historia, aunque eso, desde luego, todavía no podía siquiera presentirlo. No era suficiente, en consecuencia, el estímulo que inoculaba casi diariamente el Titaquín, prometiéndoles que con las ganancias de esa explotación adquiriría grandes cantidades de armas de fuego para pertrechar a todas las naciones indias de su reino -que por cierto estaba dispuesto a ampliarlo desde el altiplano boliviano hasta La Rioja- y poder enfrentar con igualdad de condiciones a los españoles para liberarse de ellos. Les repetía siempre que esos yacimientos eran de los nativos y no del conquistador y que era su derecho aprovechar esas riquezas.
Pero el jefe de la ciudad sagrada de Quilmes presentía que todo era una gran pantomima, su discurso le sonaba a espumosos argumentos destinados a elevar la autoestima de los indígenas y poder entonces controlarlos mejor. Detrás de lo cual, de tan vanas ofrendas, solo quedaba el vacío de la nada. En cambio, los cofres del impostor -eso sí- se cargarían rebosantes del dinero obtenido con el sacrificio de su gente y la muerte oscura del socavón para tantos que dejarían sus vidas en esas profundidades. Lo único cierto, entonces, era la historia: contra todo eso justamente habían luchado hasta morir sus antepasados, primero rebelándose a los incas y mucho después al invasor europeo. En contra de esa injusticia, el cacique Chelemín había sublevado a los hualfines, cuya rebelión se propagó durante años por todo el territorio calchaquí.
Del otro lado, fray Melchor Maldonado y Saavedra era una de las pocas voces españolas que llamaban a la sensatez y llegó casi a clamar que no había minas en Calchaquí. Pero la obnubilación que sentían los sacerdotes de las misiones calchaquíes por el magnetismo de Pedro Bohórquez era más fuerte que la advertencia del obispo del Tucumán, cuya seducción prendió con igual virulencia en las ambiciones de riquezas del gobernador del Tucumán. En esa lucha interior justamente se debatía ahora Mercado y Villacorta. Se había dejado narcotizar demasiado por el hechizo de Bohórquez, no sólo por el espejismo del oro y la plata que prometía hallar en los valles calchaquíes, sino también porque veía en su oferta la posibilidad de evitar las guerras tan temidas con estos aborígenes, cuya ferocidad y rebeldía habían trascendido largamente los límites de su territorio. Creía, en suma, que con la mediación del falso Inca sería posible someter a los indios de estos valles al poder de la corona española y convertirlos al catolicismo, como mandaban las leyes de Indias. Pero resonaban en su cabeza las palabras del obispo jesuita que desde su asiento en Córdoba machacaba cuantas veces podía sobre la falsedad de los compromisos de Bohórquez, esto es, de tributar los cuantiosos beneficios de la explotación minera. Maldonado y Saavedra conocía sobre todo el prontuario frondoso de fraudes, chantajes y pillajes que el Inca de Andalucía había acopiado en su vida desde que puso los pies en América, y con esa historia restregaba los ojos de Mercado y Villacorta y de cuanta autoridad virreinal con competencia en Calchaquí cruzase su camino. Su clamor pareció inútil durante casi toda la ilusión del reinado de Pedro Huallpa, hasta que la perseverancia horadó la estafa colectiva del gran simulador. Una carta suya marcó efectivamente el comienzo de la caída sin retorno del trono del Titaquín.
Mientras tanto, Mercado y Villacorta esperaba impaciente el informe que el impostor Inca, ahora también flamante lugarteniente suyo en Calchaquí, se había comprometido en elevar tan pronto iniciara la campaña de dominación de los calchaquíes y las exploraciones de oro y plata en la región. Las semanas eran como meses y los meses como años y lo único que brillaba era el silencio del andaluz. Comenzó a recriminarse la decisión de transmitir semejante poder en nombre del rey de España a quien no gozaba de buena fama en el virreinato del Perú ni era digno de confianza en los compromisos que había dejado a cambio de la tan deseada designación, que le valía la suma del poder en Calchaquí. Sin embargo, le había dado su confianza, aunque no sin manchas de dudas, le había entregado su amistad y, más aún, había persuadido en su favor ante la junta de representantes de las diferentes provincias que se había reunido en Pomán para discutir la cesión del poder real a Bohórquez.
Era verdad, el fenómeno parecía tan inexplicable como un misterio. ¿Cómo era posible que tanto poder acumulado en una sola persona haya podido reunirse sólo con el recurso mágico de su palabra? ¿Qué otro título, qué otros blasones respaldaron alguna vez la desnudez de su discurso, sin embargo, hermético y compacto para convertir en fe la desconfianza de sus interlocutores de toda raza y de todas las latitudes? Ni el blanco conquistador y evangelizador, ni el moreno nativo de las Américas pudieron resistir al encanto de sus embustes. A un lado y al otro de la trama estaba la misma cara de la mentira, perfectamente simétrica, acomodada a la medida de las apetencias de sus víctimas.
Entre los indígenas de Calchaquí, por ejemplo, las dudas habían perforado sus esperanzas, tanto como al mismo gobernador del Tucumán, pero nadie de todos modos se atrevía a tocar el hueso de la verdad y todos merodeaban siempre la carne a veces tumefacta de las ficciones que pintaba y despintaba la fábula perfecta que llegó a construir el Gran Padre de los calchaquíes. Paralizados por el temor a la guerra y el espanto a la muerte ineluctable, desde ambos bandos preferían rendirse a sus honores y anestesiar así el horror a la violencia.
Ahora que empezaban a descorrerse las máscaras de Bohórquez, varios caciques del Yocavil sentían que les crecía por adentro el descontento hacia el líder, cebados en ese sentimiento sobre todo por algunos jefes diaguitas que recelaban de la misión del Inca, en especial desde que había recibido los poderes reales de España. Pensaban que toda su estrategia era una farsa para hacer caer a las naciones aborígenes todavía libres bajo el dominio esclavizante de los españoles.
Pero Bohórquez, que había sabido construir una compleja red de espionaje cuyos informadores se infiltraban y delataban unos contra otros, conocía este estado de malestar de las tribus que empezaban a conspirar en su contra. A cada uno le dio lo suyo. A éstos curacas le hizo sentir el mazazo de su autoridad y los amenazó incluso con la muerte ante cualquier intento de traición o desobediencia, así como cualquier delación de sus planes a las autoridades españolas. Sobre los demás, inició una insidiosa campaña de insurrección asegurándoles que Mercado y Villacorta planeaba matarlo y matar a todos los caciques calchaquíes para poder consumar el sometimiento de sus pueblos, mientras que ante el gobernador se había comprometido a entregar en paz a los pueblos nativos bajo la autoridad de la corona española. Los monjes de Calchaquí, por su parte, estaban desconcertados por la indisciplina religiosa de los indígenas después de que el Inca les abrió las compuertas de su espíritu hacia la relajación de las conductas. Ante ellos, sin embargo, Bohórquez no cambió sus hábitos de concurrir a misa con la misma aplicación de siempre, como un seguro de impermeabilidad de sus planes secretos, y para que esta costumbre sirviese como escudo en defensa de las acusaciones en su contra, que podía prever ya de las autoridades virreinales. Pero en los conciliábulos con los jefes indígenas exaltaba su ánimo en contra de los jesuitas, sobre quienes dejaba caer una lluvia de ácidas imputaciones, cuyo menor calibre era calificarlos de espías del gobernador del Tucumán y traidores sin remedio a la confianza de los pueblos nativos. La conclusión a la que Bohórquez los llevaba inevitablemente era una y siempre la misma: no había otro camino que el de la guerra en contra de los españoles y, en consecuencia, también en contra las misiones religiosas en los valles calchaquíes. No había mucho tiempo y todos los actores, de uno y otro lado, podían percibir esta asfixia de la paz que el falso rey de los calchaquíes perpetraba con sus propias manos. Le urgía, además, encontrar los yacimientos de metales preciosos que le obsesionaban y exigía de los caciques su colaboración cada vez más absoluta.
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