lunes, 20 de febrero de 2012

La cultura Alamito - Parte II


El arte de Alamito 


 La evolución espiritual de la cultura Condorhuasi en Alamito demandó naturalmente satisfacer las necesidades de toda la utilería ritual, los objetos y el instrumental a través de los cuales las peregrinaciones de las diferentes sociedades manifestaban todo el poder de sus creencias religiosas y elevaban sus ruegos a los dioses de la mitología nativa. De ahí que allí se hayan establecido talleres artesanales para la elaboración de las esculturas de piedra, los productos de cerámicas y los instrumentos litúrgicos de metal. Por eso, estas piezas -que para Samuel Lafone Quevedo las piedras talladas, suplicantes, morteros e ídolos que provenían de Campo del Pucará eran las mejores que había encontrado en sus expediciones científicas por la región- fueron halladas en Balcozna, Andalgalá o el sur de Tucumán, ya que su distribución alcanzó toda esta zona de influencia cultural de Condorhuasi-Alamito. Otro tanto sucedió con la cerámica conocida como polícroma, tan típica de la fase Alumbrera de esta cultura, que tuviera su mayor desarrollo en Alamito, cuyos vestigios arqueológicos aparecieron incluso en San Pedro de Atacama, en el norte de Chile, dando cuenta del inmenso poder de irradiación cultural de esta sociedad. Eran vasijas ovoidales y cuello cilíndrico, que representaban figuras humanas o animales. Toda la producción artística, en definitiva, estuvo destinada a la función religiosa que cumplía el centro ceremonial de Campo del Pucará. Y todo, por esa misma razón, fue hecho con la mayor calidad artística y estética, porque precisamente estaba dedicado a las divinidades que protegían la existencia de las comunidades, cuyos ritos y ruegos se elevaban desde Alamito. Ese mismo arte sagrado mostró a los investigadores que uno de los mayores iconos de esa religión aborigen fue el jaguar, cuya figura preside casi todo el culto del lugar. En efecto, no sólo en los objetos de cerámica, las esculturas de piedra o los utensilios de metal, sino también en los instrumentos musicales se reproduce la imagen felina, como las ocarinas de arcilla o las quenas de hueso de llamas. La producción de toda la artesanía metalúrgica tuvo igualmente en Alamito uno de los talleres de la más alta calidad artística. Los arqueólogos encontraron en estos sitios de culto algunos recintos que tenían verdaderos hornillos de fundición de los metales con una chimenea de arcilla, en cuya base se mezclaba la leña encendida con el metal fraccionado para facilitar la licuación. Eso debieron hacer los artesanos con el cobre o el oro, los cuales cuando escurrían en altísimas temperaturas eran vertidos en moldes para la creación artística. 

El Campo del Pucará, un sitio de culto 

 Efectivamente, el centro ceremonial de Campo del Pucará estuvo habitado por pequeñas poblaciones altamente especializadas en la fabricación de toda la logística religiosa que demandaban las comunidades -o sus representaciones- de los valles intermontanos locales. Desde luego, estos grupos de familias de artistas estaban conducidos por un sacerdote o chamán, que era la autoridad soberana de cada sitio de culto en Alamito. Pero, ¿qué era un sitio de culto en Campo del Pucará? ¿Cómo estaba diseñado? ¿Respondió a una planificación o fue, en todo caso, una construcción espontánea y gradual de las comunidades que fueron sumándose con el tiempo a las peregrinaciones regionales hacia este santuario nativo del Noa? Hubo, efectivamente, una planificación arquitectónica de cada sitio de ceremonias. No fue una improvisación ni el producto de pulsiones místicas, sino el resultado de un diseño claro que debía responder a las necesidades espirituales que requerían las creencias concretas que allí llegaron a reunirse. Pero puede decirse, siguiendo las conclusiones de Víctor Núñez Regueiro y Marta Tartusi, que estaban dispuestos a la manera de las antiguas aldeas: alrededor de un patio central, donde las habitaciones se desplegaban casi como un círculo que ajustaba a ese espacio central común. En general, estaban orientados de este a oeste. Es decir: las construcciones estaban enfrentadas, patio de por medio, con un gran montículo, que era una elevación natural del terreno que comenzaba ya escarparse hacia la montaña, naturalmente ubicada hacia el oeste. Esa pequeña colina, que siempre presidía cada sitio y hacia la cual se construyeron y orientaron todos los recintos que la rodeaban, era el resultado de una cuidadosa selección de la topografía del lugar para aprovechar cada uno de sus relieves. Tal vez cumplió la función de una suerte de altar mayor o gran escenario, sobre el cual el sacerdote dirigía los ritos y los sacrificios que allí deben haber tenido lugar, incluso llevados adelante con seres humanos, según las presunciones científicas que surgen de los restos y rastros que fueron hallados en estos yacimientos arqueológicos. Inmediatamente debajo del montículo mayor, los arquitectos nativos habían levantado dos plataformas rectangulares de piedra de cara al patio del sitio, a partir de las cuales se abría el anillo de recintos que ceñía a este espacio central. Las primeras construcciones que se alineaban, a un lado y otro del área común, dos o tres por cada orilla, eran ambientes más o menos cuadrangulares, de paredes bajas y notablemente más pequeñas que las edificaciones que se oponían directamente al montículo mayor, de dimensiones ciertamente mayores y formas alargadas y ovaladas. Estos últimos edificios, que se agrupaban en núcleos de hasta seis unidades, estaban semienterrados en el terreno y eran sostenidos por contrafuertes de piedra que, además, soportaban la estructura del techo, una especie de cobertizo de paja, cañas y barro. Casi todo el espacio de estos sitios era destinado a la actividad ritual. Desde la gran colina, las plataformas, hasta las primeras construcciones, cuyo servicio tal vez haya sido el de talleres de los artesanos, donde fabricaban toda la variedad de piezas ceremoniales -especialmente las metalúrgicas-, todo estaba dedicado a honrar a las divinidades, a quienes cada pueblo venía a rendir culto. Es posible que los recintos mayores del fondo, esto es, aquellos que estaban enfrentados al altar mayor hayan sido destinados para habitaciones, donde se alojaban los peregrinos. Así como su construcción fue cuidadosamente planificada, si bien el más alto desarrollo de estos centros ceremoniales se alcanzó luego de la superación de diferentes etapas de crecimiento cultural, espiritual y social, que permitió la regionalización de su uso, la presencia toda, en definitiva, de este santuario en Campo del Pucará responde cabalmente a las necesidades que trajo el progreso cada más vertiginoso de las sociedades de los valles y quebradas del noroeste, liderados tal vez por la cultura Condorhuasi que dejó allí los primeros rastros. 

 Una síntesis de identidades 

 No cabe duda que este fenómeno espiritual interactivo de la región, es decir, de las distintas comunidades entre sí y de éstas con los dioses que, del mismo modo, comenzaron a fundirse en cultos comunes a todas ellas, configuró un avance trascendental en las culturas nativas, llamadas, a partir del motor religioso, a sintetizarse en un juego recíproco de identidades. Ese fue seguramente uno de los beneficios más notables y valiosos de la demanda espiritual de las colectividades regionales de compartir un espacio religioso común, como umbral tangible de la evolución hacia un espíritu que los hermanase e igualase en una gran nación, formadora de la diversidad de pueblos que habitarían la región. Los centros ceremoniales llegaron, en verdad, a atraer, coordinar y administrar la comunicación y la interacción entre los pueblos que intervinieron en este gran proceso integrador. Comenzó, es cierto, con el diálogo religioso, pero este encuentro abrió las puertas del intercambio económico y social, cuyas transformaciones, lentas e imperceptibles, a través de largos períodos de tiempo, exigió la concentración del poder político que favoreció, a su vez, el sincretismo de las ideas y las creencias y la consolidación de un modelo regional de administración política que fue llevando las costumbres hacia lo que finalmente se impuso en la región como un sistema de gobierno en casi todo el Noa: las jefaturas o señoríos políticos, que gobernaron grandes territorios habitados de diversos ecosistemas culturales, pero unidos por una superestructura ideológica que los enhebraba a todas por igual.

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Fuentes:
* “Los mecanismos de control y la organización del espacio en los períodos formativo y de integración regional”. Víctor A. Núñez Regueiro - Marta R. A. Tartusi. Cuadernos de la Facultad de Humanidades y ciencias Sociales de la Universidad de Jujuy. Noviembre de 2003. Número 020. Pp. 37-50.
* “El período formativo inferior en la provincia de Catamarca (desde el 450 a.C. hasta el 600 d.C.). Víctor A. Núñez Regueiro - Marta R. A. Tartusi. Catamarca Guía: www.catamarcaguia.com.ar


(c) Hugo Morales Solá

 Mi columna en El Corredor Mediterraneo. Revista cultural de Río Cuarto. Córdoba.  https://acrobat.adobe.com/link/review?uri=urn:aaid:scds:U...