miércoles, 30 de enero de 2013

Operativo Independencia: la "Escuelita de Famailla"

El primer centro clandestino de detención del país. (Fragmento del libro inédito "Historia de Famaillá")


La escuela “Diego de Rojas” fue el gran centro de detención clandestino que funcionó en la provincia, el primero en el país, pero ese amargo puesto de privilegio no le restó trascendencia por ser además el de mayor capacidad operativa, a pesar de la precaria estructura del edificio que todavía estaba en construcción, hasta que fue trasladado por Antonio Bussi, en abril de 1976, al edificio ubicado al frente del Arsenal “Miguel de Azcuénaga”. En “La Escuelita”, como se la conoció luego para identificar al centro ilegal de detención que funcionaba allí, se concentraban todas las víctimas de los secuestros ilegales de la provincia, luego de que pasaran fugazmente por algún “chupadero”, como el de la Jefatura de Policía. Pero después de su clausura y traslado se descentralizó la congregación de prisioneros en numerosos campos de concentración de Tucumán. En las instalaciones del ex ingenio Nueva Baviera, que tanta vida y riqueza había derramado sobre los famaillenses, se centralizó entonces la sede del Comando de la Zona de Operaciones, que antes estaba instalado en la comisaría de Famaillá. Los oficiales de alto rango, al mando del teniente coronel Antonio Arrechea, que sucedió a Bussi cuando tomó el gobierno de la provincia, ocuparon las oficinas administrativas del ex ingenio y las mejores viviendas de su barrio, mientras que en los pabellones vivieron los soldados apostados allí. Al mismo tiempo, se dispuso que las dependencias donde había funcionado el laboratorio de la ex fábrica se destinasen para el funcionamiento del nuevo centro clandestino de detención. El viejo y desolado ingenio prestaba ahora su silencio para esconder a tantos secuestrados y torturados, cuando no directamente ejecutados. En los “conventillos” del ingenio La Fronterita, en sus viejas colonias, se instaló otro “chupadero”, donde iban a dar los “subversivos” antes de desaparecer. 
  Pero volvamos a “La Escuelita”. Era un establecimiento escolar desocupado, ubicado sobre la salida oeste de la ciudad, por el camino que lleva al ingenio La Fronterita. Diseñado para contener el aroma de inocencia y el perfume de la pureza de los niños que habrían de asistir a él, ahora albergaba a detenidos, muchos de los cuales pronto serían desaparecidos, no sin antes conocer uno de los peores sufrimientos de la existencia, como son los dolores de la tortura física y espiritual. Llegaban malheridos, inconscientes, luego de la atroz golpiza que soportaban desde el mismo instante del secuestro, que estaba a cargo de encapuchados o personal militar vestido de civil y otros colaboradores paramilitares que operaban casi siempre en la madrugada, abrigados por el anonimato. Según el propio Vilas, por allí pasaron 1507 personas detenidas, mientras él condujo el Operativo Independencia. En dos aulas se reunían a treinta o cuarenta “detenidos”, a lo sumo, desnudos y malolientes, vendados y esposados o atados con alambres de púas. Hacia el final de la línea de ocho salas de clase, había un cuarto que era conocido como el de los tormentos: allí se torturaba de día y de noche, mientras se apagaban los gritos desgarrados de dolor de los torturados con la música de la Misa Criolla (¡nada menos!) y otras canciones de folklore, según el testimonio de los propios sobrevivientes de aquel espanto e incluso de algunos soldados que debieron prestar servicio de guardia allí. Un gendarme recuerda, por ejemplo, que había también un “presunto oficial de la Policía Federal apodado “Miguelito”, quien expresó personalmente que él se encargaba de fusilar con su Remington a los detenidos”. Dicen otros testimonios que los condenados a muerte les colocaban una cinta roja en el cuello y que por la noche un camión los recogía para llevarlos hasta el campo de exterminio. Huesos rotos, cuerpos retorcidos de miedo y martirios interminables, gemidos y suplicios de muerte, aflicción por los seres queridos que no estaban y desesperación por ese testigo mudo que latía en el vientre grueso de la madre torturada, mujeres violadas y “repartidas como un botín”, como una variedad más de la inimaginable gama de torturas, ése era el paisaje cotidiano que los secuestrados sólo podían oler, tocar y escuchar desde la ceguera de sus ojos siempre vendados. El bramido de los helicópteros, que subían y bajaban muy cerca del LRD o Lugar de Reunión de Detenidos, nombre eufemístico con el que se identificaba en clave militar a estos auténticos campos de concentración, ayudaba también a ahogar, de día y de noche, los gritos del calvario. 
  Fue una máquina poderosa de terror que se apoderó de la vida de Famaillá, desde que se eligió montar allí el comando de las operaciones militares que llevaba adelante, a sangre y fuego, la Quinta Brigada de Infantería, con una capacidad destructiva muchas veces mayor que el horror que había impuesto la guerrilla, cuyas fuerzas no superaban los 200 hombres escondidos en el monte. El miedo, es cierto, fue un soporte imprescindible de la estrategia militar para legitimar el Operativo Independencia, cuyas características y postulados tuvo más que ver, en realidad, con un gran aparato de terror lanzado desde el propio Estado. El vecindario de la escuela Diego de Rojas fue tal vez el barrio famaillense que más sintió el espeluznamiento en su piel, todos los días. Sus habitantes no tenían permitido salir de sus casas después de las 22 o, peor aún, ni siquiera podían sacar el televisor en blanco y negro a los patios para refrescarse en las noches de verano para que no viesen lo que de todos modos saltaba a la vista, más allá de la envoltura de alambrado y telas plásticas que tenía el lugar. Desde sus dormitorios, en efecto, escuchaban como una rutina diaria los alaridos de las víctimas del terror o podían ver sus siluetas a trasluz del sol o de los reflectores nocturnos, cuando castigaban o bañaban a los “detenidos”, quienes muchas veces clamaban para que directamente los maten, vencidos frente a los tormentos insoportables. Con frecuencia retumbaban en sus viviendas los ecos de los disparos que llegaban en medio de la noche, cuando se practicaba la otra rutina de los fusilamientos. 
  Sin embargo, existió también un efectivo mecanismo de construcción del consenso social, que resultaba tan imprescindible como el miedo, para llevar adelante las operaciones militares. Todo esto se cumplió acabadamente, pero en beneficio del propio sistema militar, que a esa altura de los acontecimientos tenía vida propia y era un estado dentro de otro estado, hasta terminar volviéndose en contra del propio orden constitucional. El propio general Vilas resumía este propósito inconsciente, cuando declaraba públicamente que el Ejército se había hecho cargo virtualmente de la mayor parte de acción cívica que acompañaba a las operaciones militares, con fondos y mercaderías que enviaba el ministerio de Bienestar Social de la Nación, porque no podía permitir que “la propaganda política del peronismo aprovechase la pobreza tucumana para ganar votos o especular con los bienes que se entregaban en forma gratuita”. No sólo eso, de inmediato decía: “la imagen del Ejército y el éxito de las armas nacionales estaba de por medio”. 
  Se convirtieron en “subversivos”, tanto como la “subversión” contra la cual habían sido llamados a combatir. La sociedad civil y la política, muchos de sus dirigentes más notables, colaboraron, en efecto, a levantar el sólido andamiaje ideológico de identificación y condena de quienes consideraban el “enemigo”. Cuando llegó el golpe de Estado que destituyó a la presidente constitucional, María Estela Martínez de Perón, la “Perona”, como la llamaban popularmente, el trabajo de legitimación social y político de la actuación militar en la “lucha antisubversiva” estaba consumado. Sólo restaba dar el zarpazo final del asalto al poder democrático, que igualmente fue aprobado por importantes sectores de la sociedad. Eso le dio mayor impunidad, todavía, para trabajar desde el espacio exterior de la ley y descender a las atrocidades de la violencia, como plataforma operacional para combatir a la delincuencia como delincuentes y luchar en contra del asesinato y el terrorismo como asesinos y terroristas. Dice el escritor Guillermo Saccomanno que ‎"para muchos, la mayoría quizá, no pasaba nada. Si un operativo estremecía la noche con explosiones, tiros, alaridos y llantos de bebé, el vecindario se tranquilizaba pensando que por algo habría sido. Y mañana sería otro día". Así, tal cual, era la atmósfera social y cultural de esos años y el nivel de sustentación - a veces, teñido de indiferencia que dejaba hacer y dejaba pasar- que había atravesado a la sociedad. Mucho peor, claro está, fue desde la caída de la democracia, que todavía era capaz de fijar algunos límites legales, políticos y morales. 
  Una clara muestra de esta realidad fue la reacción en cadena que causó en la dirigencia civil, política y sindical el reemplazo de Vilas, en diciembre de 1975, al mando del Operativo Independencia por Antonio Bussi, quien pocos meses después no sólo concentraría el poder militar de la “guerra interior” y la comandancia de la Quinta Brigada de Infantería, sino que además se apoderaría del poder político, tras el asalto a la madrugada del gobierno democrático de Amado Juri. Masivas declaraciones de apoyo al jefe removido, muchas hechas desde la propia de ciudad de Famaillá, se descolgaron inmediatamente desde el universo empresario, sindical, político y cultural, como lo registran los diarios de la época. En realidad, lo mismo habían hecho desde la llegada de Vilas a Tucumán, quien personalmente contaba que inmediatamente convocó a toda esa dirigencia para pedirles su colaboración en el afianzamiento de este plan de “aniquilamiento de la subversión”, la cual salió de esa reunión a mostrar a voz en cuello, a veces en el “teatro de operaciones”, como eran Famaillá y Santa Lucía, su voluntad de sustentar la misión militar de Vilas. Se fue de Tucumán con un reconocimiento mayor que el de un político, ciertamente, mientras los montes tucumanos, aquellos generosos bosques que habían ofrendado su madera durante siglos para generar la riqueza de Tucumán, ardían como un polvorín, donde se combatía y daba muerte desde uno y otro bando en lucha. No había códigos ni límites, de un lado ni del otro, en la selva ensangrentada de tantas batallas. 
  A partir del golpe de Estado de marzo de 1976, Bussi se hizo cargo de la gobernación de Tucumán y del comando de la Quinta Brigada de Infantería. Con la suma del poder en sus manos, decidió dar la ofensiva final a la guerrilla rural y urbana de ese tiempo. Mandó internar y acampar en la espesura del monte a buena parte de sus tropas, mientras allanaba todos los hoteles, hospedajes y pensiones que había en San Miguel de Tucumán e irrumpía en casas y edificios buscando los pasos de los “subversivos”. Mientras tanto, el 20 de abril de ese año juró Carlos Martínez Santamarina, como interventor municipal de Famaillá, en una ceremonia en la que el secretario de Gobierno de la provincia, coronel José María Bernal Soto, puso en funciones al nuevo jefe comunal. En esa oportunidad, el funcionario municipal resaltó la juventud de Martínez Santamarina y señaló que tenía esperanza en que la gente joven “logrará lo que se propone”. “Famaillá, que es tan grata al Ejército, queda en buenas manos”, concluyó. En agosto de 1977, se levantó el campo de concentración de Nueva Baviera y fue disuelto el grupo de tareas que estaba asentado en sus instalaciones. Prácticamente, no quedaban rastros de los 300 “combatientes” que el Erp había declarado tener dispersos en la selva tucumana. El movimiento guerrillero, en efecto, estaba derrotado en la provincia.

(C) Hugo Morales Solá

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Fuentes:
·  Archivo Histórico de Tucumán.
·  Archivo de La Gaceta.
·  Archivo de Indias. Portal de archivos españoles en red (PARES). www.pares.mcu.es
·  Instituto de investigaciones históricas “Prof. Manuel García Soriano” de la Universidad delNorte “Santo       Tomás de Aquino” (UNSTA).
·  Biblioteca Provincial.
·  Biblioteca de la H. Legislatura.
·  Biblioteca del Museo Histórico de Tucumán.
·  Municipalidad de Famaillá. 

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lunes, 28 de enero de 2013

El Operativo Independencia. A propósito del reciente fallo judicial en la causa sobre el "Operativo Independencia".

  
Una gigantesca maquinaria bélica en Famaillá. (Fragmento del libro inédito "Historia de Famaillá")

  Apenas comenzó el año de 1975, en febrero más precisamente, desembarcó el Operativo Independencia en la provincia e hizo inmediatamente su cuartel general en Famaillá, porque era la puerta de entrada a la espesura de los montes de las laderas orientales de las montañas que encierran a los valles calchaquíes. Desde la selva de yungas, los combatientes, alzados en armas en contra del gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón, bajaban a la ciudad de los famaillenses y a los pueblos menores que dependían de ella, como Santa Lucía. Se abastecían, interactuaban con su gente, incursionaban en algunas acciones violentas, como tomas de comisarías y otros edificios públicos de la zona, y volvían a perderse en el manto boscoso, donde eran casi inatrapables. A veces, incluso, sus incursiones se extendían hasta la capital provincial, donde perpetraban algún atentado para desafiar a las autoridades democráticas establecidas. Asesinatos, bombas y un reguero de terror era el camino que habían abierto entre la sociedad de los primeros años de 1970 aquellos movimientos armados de clara adhesión al trotskismo que imperaba con fuerza en la época, no menos diferentes de la adhesión peronista de la otra agrupación armada que se conoció en esos años como Montoneros. Uno y otro, claro está, intentaban golpear con fuerza al orden constitucional. El Erp perseguía la utopía de instalar la revolución cubana que desde la isla caribeña Fidel Castro quería exportar a los países subdesarrollados de Sudámerica y Africa, pero Montoneros había nacido, en realidad, para asediar y desestabilizar a los regímenes militares que desde 1955 intentaban eliminar al peronismo y mantener a Perón en el más lejano exilio. Sin embargo, siguió desafiando al poder del mismo Perón, cuando no sólo había regresado a la Argentina, sino que además había vuelto a gobernarla constitucionalmente. 
  Ese orden constitucional fue el que la presidente Isabel Perón ordenó resguardar y defender cuando mandó organizar este operativo represivo, que le encomendó ejecutarlo a las fuerzas armadas. El general Acdel Vilas fue el primer comandante de estas operaciones militares, quien ejerció un virtual gobierno de la provincia en las sombras, a la vez que concentró la suma de facultades castrenses que necesitaba para la aplicación efectiva y sin márgenes de error de las operaciones de persecución y represión de las fuerzas insurgentes que desde el lenguaje militar se calificaba como “delincuencia subversiva”, porque pretendían justamente “subvertir” el orden establecido. 
  Una gigantesca maquinaria bélica se posó desde entonces en Famaillá. Era una ciudad ocupada por las fuerzas militares, literalmente sitiada por varios miles de soldados y policías de la provincia, en un operativo conjunto, en el cual participaban algunos cuadros de oficiales y suboficiales de las otras fuerzas armadas. Como refuerzo al monumental espectáculo bélico, se sucedían interminables desfiles de camiones, jeep y demás vehículos aptos para trasladar hombres, armamentos pesados y logística. Entre la mirada atónita de los vecinos de Famaillá, los niños eran los únicos que se regocijaban con esta colosal presencia militar. Se sentían protagonistas de alguna película de guerra, mientras saltaban, saludaban e interactuaban con los soldados y oficiales que pasaban en la marcha de los automotores. Para los ojos de la infancia, era un gran juego de guerra y nada más. En fin, una invasión de uniformes y cascos verdes y azules que se apropió de sus calles, edificios públicos o instituciones deportivas y escolares para establecer allí el comando general de las operaciones militares, que desde entonces desplegarían con toda la furia sobre el “enemigo”. Un ejército que ocupó pueblos y rutas dominaba todo el escenario provincial, sobre todo a lo largo de la ruta 38, entre Monteros y Famaillá, y la ruta de ascenso a Tafí del Valle. Tropas, camiones y pertrechos militares del más variado calibre se convirtió en un paisaje cotidiano en la estática vida de esas localidades, cuyo espíritu se mostraba ahora igualmente atónito frente a semejante escenario de combate que en pocos días habían sido transformados sus hogares. Apenas se lanzó este operativo, el gobierno nacional anunció que apoyaría su ejecución con “obras concretas de asistencia social que pongan freno por sí sola a cualquier intento de subversión”. Esto significaba una “acción cívica” de refuerzo a la operación militar, como entrega de alimentos, reparación de calles y edificios públicos, inauguración de escuelas y construcción de dispensarios sanitarios, como un camino hacia la efectiva integración de las fuerzas militares en cada uno de los pueblos donde había penetrado la guerrilla para conseguir la aceptación de la nueva presencia militar, así como la de sus tareas. En mayo de ese año de 1975, inclusive, la propia presidente Martínez de Perón visitó Famaillá y toda la zona de operaciones militares para conocer personalmente las tareas y el territorio adonde había enviado a las tropas del Ejército y estimular a sus hombres. Al mismo tiempo, la presencia presidencial daría más confianza en el plan militar de “aniquilamiento” del movimiento rebelde. Meses más tarde, en setiembre, el nuevo comandante general del Ejército, general Jorge Videla, visitó igualmente la jefatura del Operativo Independencia, en Famaillá. Lo haría otra vez en la próxima Navidad, en cuya oportunidad se atrevió a emplazar al gobierno de la presidenta Perón y le concedió tres meses para que pudiese corregir el rumbo errático de su administración, no ya en lo atinente a la lucha contra la sedición extremista, sino con relación a la grave situación social y económica que padecían los argentinos, cuyas movilizaciones y un escenario de inflación descontrolada, luego del “rodrigazo”, daban ciertamente un marco de caldo ideal para el crecimiento de la sublevación guerrillera y el alzamiento militar en contra del orden constitucional.
 En la última sesión del Senado provincial de ese año, la aflicción por la inestabilidad institucional que se respiraba en el mundo de la política de Tucumán y del país se dejaba entrever claramente en los debates parlamentarios. Rumores de golpe de Estado, aventados virtualmente desde la voz del mismo jefe del Ejército durante la vigilia navideña, coronaban un año crucificado de traumas hiperinflacionarios y el hostigamiento guerrillero, lo cual movilizó a los legisladores a buscar el compromiso de los militares con el respeto a la legalidad. Dardo Molina, presidente de ese cuerpo legislativo, aprovechaba, por ejemplo, aquella reunión de la Cámara Alta para realzar la vocación legalista del Ejército, que había sido proclamada por el comandante de la Quinta Brigada de Infantería, general Antonio Bussi, según recordaba el senador justicialista, quien a la vez resaltaba el “firme alineamiento del Senado junto con las fuerzas enfrentadas a la subversión”. En nombre de la bancada del Frejuli, finalizaba saludando a las tropas y oficiales, con motivo de fin de año, que combaten el extremismo y defienden “lo surgido desde los comicios de 1973”. Tres meses, precisamente, debieron transcurrir para la caída de la democracia a los abismos de la ilegalidad. Era la misma sesión en que los senadores remitieron al estudio de comisiones el proyecto de ley del PE por el que impulsaba la remoción del intendente famaillense, Julio Saracho. En la misma iniciativa del gobierno provincial se proponía a Miguel Ángel Méndez como sucesor del funcionario que pretendía separar. 
  En aquel marco de coordinación de políticas civiles y militares, el ministerio de Bienestar Social de la Nación, a cargo de José López Rega, enviaba cuantiosos cargamentos de mercaderías para distribuir entre esas poblaciones y asegurar el apoyo popular. Pero el comandante Vilas pronto centralizó el manejo de estos trabajos y desde su base de operaciones repartía las mercaderías, útiles escolares y frazadas, por ejemplo, en la zona del operativo castrense. De modo que articuló una suerte de estructura de trabajo social con personal militar que relevaba las necesidades de cada comunidad y luego llegaban con la ayuda que recibían desde el gobierno nacional. Fue una estrategia segura que, en efecto, le garantizó la adhesión generalizada de la población del interior de la provincia -el apoyo de la mayoría de los habitantes de la capital provincial estaba descontada-, con lo cual obtuvo lo que se había propuesto: legitimar socialmente el Operativo Independencia. 

El combate de Manchalá 

 A poco de echarlo a rodar, el imponente operativo militar tuvo su bautismo de fuego, que fue a la vez el enfrentamiento armado de mayores dimensiones que tuvo en todo su desarrollo. El 29 de mayo de 1975, tuvo lugar lo que se conoció como el “Combate de Manchalá”. Algo más de cien hombres del Erp se encontraron con las fuerzas del Ejército a la altura de la Escuela de Manchalá, a unos 18 kilómetros al oeste de Famaillá, lo cual impidió que el escuadrón sedicioso pudiese cumplir con su plan: atacar el comando del Operativo Independencia. Según declaró el propio Vilas, el plan preveía fusilar a la alta oficialidad y hacer prisionero al jefe de las operaciones; después, liberar a los detenidos en la Escuelita y a los soldados, luego de desarmarlos. En otras palabras, tomar la ciudad de Famaillá. No se sabe si la estrategia habría incluido todo lo que describió el jefe militar, hubo documentación secuestrada a los guerrilleros en esa oportunidad que sirvió para avalar esa hipótesis, pero lo cierto fue que el Erp pretendió desde siempre tomar gran parte del interior de la provincia, en cuyos pueblos operaba para declararla “zona liberada” y así conseguir el reconocimiento internacional de “bando beligerante”. En toda la zona que llegó a cubrir con sus actividades, el movimiento guerrillero llegó a cobrar peaje para transitar por sus rutas. Era un territorio virtualmente ocupado por los combatientes erpianos. En realidad, el fenómeno de la guerrilla rural, más tarde extendida a las áreas urbanas, fue un duro acicate que debió soportar el gobierno de Juan Domingo Perón, desde que asumió la Presidencia, el 12 de octubre de 1973. Ataques a regimientos y comisarías en todo el país, mientras en Tucumán crecía la presencia facciosa, sobre todo en los pequeños poblados y montes de las áreas rurales del oeste provincial. Hasta que, tras la muerte de Perón y la asunción de María Estela Martínez de Perón como presidente de la Nación, el Erp decidió intensificar sus atentados y vuelve a atacar a regimientos de Catamarca y Córdoba, a cuyos prisioneros anunciaba que no le aplicaría el tratamiento de las convenciones internacionales de guerra, en respuesta a los caídos de sus filas en la represión de Catamarca. La atmósfera social y política se iba caldeando y se redoblaban entonces las operaciones aisladas en los montes tucumanos, a través de tareas conjuntas de las policías provincial y federal, que tenían un refuerzo militar, todavía de alcance limitado. Desde el Erp, cumplieron con la promesa y desataron una escalada de asesinatos en contra de oficiales y soldados del Ejército, incluyendo el atentado a la familia del capitán Humberto Viola, el 1 de diciembre de 1974, en el que murieron el militar y su hija de tres años de edad. Había sido un golpe demasiado duro, de cara a la conciencia de la sociedad, y los mismos guerrilleros advirtieron de sus excesos e hicieron pública su decisión de suspender las ejecuciones individuales de los representantes de las fuerzas armadas. A pesar de todo, los militares todavía seguían a distancia el conflicto que mantenía el gobierno nacional con la espiral de violencia que había desatado la irrupción guerrillera en el país. 
  Pero la gota que colmó el vaso fue la muerte del comandante de la Quinta Brigada de Infantería, el general de brigada Ricardo Muñoz, que cayó, el 5 de enero de 1975, junto a otros diez altos oficiales de esa arma, en un avión militar que sobrevolaba la zona de operaciones. El informe oficial del Ejército explicó el hecho como un accidente que sucedió a la altura del ingreso al valle de Tafí, pero siempre se sospechó que fuera un atentado extremista el que derribó la aeronave. Lo concreto fue que al mes siguiente se lanzó el gigantesco Operativo Independencia, al mando del general Acdel Vilas, quien a la vez se hizo cargo de la región militar que dependía de la Quinta Brigada de Infantería. 
  En fin, el tablero del combate estaba claramente definido, así como cuáles eran los bandos que se enfrentaban y una clara identificación y reconocimiento de quién era el “enemigo apátrida” que debía ser exterminado. Los dos demonios estaban claramente definidos en el campo de batalla. Pero cada uno de ellos tenía, desde luego, sus pies hundidos en el barro social, en el consenso y en el rechazo de la gente común. Desde que se iniciaron las operaciones y las tropas se instalaron en las ciudades del interior tucumano, Vilas cuidó de que sus soldados se mezclasen con las comunidades y las movilizaran en su apoyo y participación, a través de la organización de actos civiles y militares, como fechas patrias y otros aniversarios comunitarios. Incluso, se organizaban eventos deportivos donde competían y confraternizaban militares y civiles. Mientras tanto, se llevaba adelante el plan de secuestros, torturas y desapariciones de numerosas personas que eran seleccionadas sin ningún fundamento que diese racionalidad a las tareas.
 Manchalá, primero, donde el Ejército se adjudicó el triunfo ante la caída y toma de prisioneros de numerosos hombres del centenar de guerrilleros que participaron del combate, y la muerte, más tarde, de Juan Carlos Molina y Manuel Negrín, jefe y subjefe de la Compañía de Monte “Ramón Rosa Giménez”, que había abierto los primeros caminos de la guerrilla rural en Tucumán, fueron las plataformas más importantes para el avance arrollador del operativo militar en las selvas y pueblos de la provincia, durante ese año de violencia extrema en todo su territorio. A fines de octubre, incluso, entran en escena los aviones de la Fuerza Aérea, traídos a bombardear las laderas boscosas de las montañas tucumanas, en apoyo de las acciones del Ejército.

(C) Hugo Morales Solá

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Fuentes:
·  Archivo Histórico de Tucumán.
·  Archivo de La Gaceta.
·  Archivo de Indias. Portal de archivos españoles en red (PARES). www.pares.mcu.es
·  Instituto de investigaciones históricas “Prof. Manuel García Soriano” de la Universidad delNorte “Santo       Tomás de Aquino” (UNSTA).
·  Biblioteca Provincial.
·  Biblioteca de la H. Legislatura.
·  Biblioteca del Museo Histórico de Tucumán.
·  Municipalidad de Famaillá. 

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sábado, 26 de enero de 2013

Primeros brotes de la guerrilla en Tucumán. A propósito del reciente fallo judicial en la causa sobre el "Operativo Independencia".

Los "aparecidos" (Fragmento del libro inédito "Historia de Famaillá")


  Esa cuña de muerte y terrorismo que se inició en los primeros años de 1970, con las primeras apariciones de entrenamientos de grupos guerrilleros en los montes tucumanos, ahogaría en poco tiempo a la reconquistada democracia de 1973, cuya caída desataría el desmadre de la razón y el desenfreno de la violencia. Fueron ellos los primeros que sembraron el terror y el miedo en la gente común, que en el campo les llamaban “aparecidos” a las primeras incursiones de estas tropas ilegales, aunque es cierto que pudieron conquistar después algún apoyo, que nunca llegó a ser masivo, entre los campesinos. Al terrorismo se replicó luego con más terrorismo desde el Estado. Se mató a mansalva y por doquier, sin saber a quién. Una siesta interminable de muerte y horror se enseñoreó en las calles, en los montes y en los cañaverales del interior tucumano. Y Famaillá fue una víctima central de aquella peste violenta y esa exaltación de la sinrazón. 
  A pesar de las inyecciones keynesianas que el gobierno democrático de ese año intentó aplicar sobre el ardor de una economía de mercado del régimen militar, que siempre favorecía a los sectores del capital, Tucumán no podía despegar y se quedaba en el carreteo de sus penurias. En el interior estaba el huevo de la serpiente, allí anidaban los males de la mortalidad infantil y las otras plagas que había traído el fatal decreto de Onganía. El intendente constitucional de Famaillá, Julio Saracho, insistía en noviembre de 1974 en llevar adelante un plan urbanístico para la ciudad. La intención del jefe comunal era crear puestos de trabajo, a la vez que se encaraba un modelo de desarrollo urbano que se tradujese en la modernización y el progreso de su pueblo. Un azote nuevo, en efecto, se había metido en la dinámica de la reactivación económica de la provincia, que igualmente generaría nuevas olas de cesantías y paro laboral: la tecnificación del agro, sobre todo de los cañaverales que habían quedado activos en el campo tucumano. Este progreso tecnológico, claro, arrastraba más desocupación y miseria en Tucumán. Para el año 1972 la Revolución Argentina podía estar satisfecha: había conseguido su propósito de reducir la industria azucarera y acometer el desguace literal de esta actividad en la provincia, sin medir, claro está, el costo social y humano elevadísimo que todo eso supuso. En otras palabras, los 16 ingenios que había sobrevivido y molían en Tucumán, eran capaces de producir más que las 27 fábricas que funcionaban antes de 1966. 
  En 1974, precisamente, hizo su debut la Compañía de Monte “Ramón Rosa Giménez”, un batallón armado de entre 50 y 100 miembros que había adiestrado y entrenado el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Esta organización guerrillera fue quizás la de mayor presencia en las áreas rurales de la provincia, mientras que la peronista de Montoneros, asediaba con violencia en la ciudad, en operativos que a veces coordinaba con el Erp. Pero el discurso de este movimiento extremista era justamente acompañar a las demandas de los campesinos y trabajadores rurales y de ingenios desocupados del interior tucumano. En un primer momento, la gente de a pie recibió con algún grado de simpatía el mensaje subversivo, en medio de la desesperación y la confusión que padecían desde 1966, mientras era una preocupación para los grandes terratenientes e industriales de la zona donde hacia foco la actividad guerrillera. Santa Lucía, Famaillá, y toda la región del pedemonte se poblaban cada vez más de combatientes guerrilleros que se abastecían en estos pueblos. Pero cuando la escalada de violencia fue creciendo hasta explotar en medio de la convivencia social rural y urbana, esos primeros gestos de aceptación se transformaron de inmediato en un rechazo generalizado a cualquier discurso que descansara en la muerte y la eliminación de los adversarios. El repudio social tenía, por otra parte, la tracción del miedo que ahora los atentados y la actividad guerrillera había sembrado entre la gente común. Se trataba, en definitiva, de la intensificación de las luchas sociales que se habían iniciado en la década de 1960 con las revueltas y las rebeliones callejeras, como los cordobazos y los tucumanazos, y ahora pasaban a la etapa armada, a través de cuerpos orgánicos que daban una respuesta violenta a la hegemonía tradicional de aquellos centros de poder económico que, salvo en los períodos peronistas y radical, podían detentar a la vez el poder político y ponerlo a su servicio. 
  A fines de aquel año de 1974, el gobierno municipal de Julio Saracho seguía con no menos preocupación esta nueva realidad que los envolvía entre los hedores de la pólvora de la violencia y gestionó en el Senado de la provincia la sanción de una ley que permitiese la colonización de 800 hectáreas de la finca La Fronterita, que había pasado a propiedad del Estado provincial, para transferirlas a sus tenedores precarios. La iniciativa perseguía dar seguridad y estímulo a los agricultores que trabajaban esas tierras sin que les perteneciese en propiedad. En la Cámara Alta, impulsaron el proyecto de ley los senadores justicialistas Dardo Molina y María Luisa Díaz de Soria. El loteo debía prever terrenos de 10 a 30 hectáreas, cuya compra podía ser formalizada a través de créditos blandos que previesen una tasa de interés razonable y una larga amortización. Hacia el este de la ruta 38 existía también una gran cantidad de tierras que habían sido parceladas entre pequeños productores de hortalizas, verduras, plantaciones de citrus, que se extendían a ambos lados de la ruta nacional, y formaban parte de la política de diversificación agrícola que había sobrevenido con el lanzamiento del Operativo Tucumán, luego del cierre de los ingenios en 1966, cuya aplicación permitió a la vez la radicación de un parque industrial en la zona de Famaillá. Pero toda esta nueva realidad demandaba de nuevas infraestructuras, como la vial. Con lo cual, en junio de 1974 el gobierno de Amado Juri llamó a licitación la obra de pavimentación de la ruta 323, que une Famaillá con Río Colorado, porque el tránsito se había intensificado notablemente en los últimos tiempos sobre ese camino que conecta la ruta nacional 38 con la 157, la otra ruta nacional que cruza de norte a sur, desde la Capital, toda la llanura del este provincial, y servía entonces para transportar la abundante producción frutihortícola y cañera de la zona. Con los años, llegaría el cultivo del arándano, que se extenderá como un producto de alta calidad por la zona de la ruta que comunica a los pueblos que fundó el Operativo Independencia, entre Monteros y Famaillá, como parte de la estrategia de la lucha antisubversiva.


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(C) Hugo Morales Solá


Fuentes:
·  Archivo Histórico de Tucumán.
·  Archivo de La Gaceta.
·  Archivo de Indias. Portal de archivos españoles en red (PARES). www.pares.mcu.es
·  Instituto de investigaciones históricas “Prof. Manuel García Soriano” de la Universidad delNorte “Santo       Tomás de Aquino” (UNSTA).
·  Biblioteca Provincial.
·  Biblioteca de la H. Legislatura.
·  Biblioteca del Museo Histórico de Tucumán.
·  Municipalidad de Famaillá. 



jueves, 24 de enero de 2013

Ascenso y caída de la democracia antes del "Operativo Independencia". A propósito del reciente fallo judicial en la causa sobre el "Operativo Independencia"

El Operativo Tucumán (Fragmento del libro inédito "Historia de Famaillá")


  Las primeras luces del Operativo Tucumán traían algo de sosiego al agobiado espíritu de los famaillenses. Un proyecto de radicación de un parque industrial distribuido en toda la provincia, en las zonas más castigadas por el desempleo de los trabajadores azucareros, que tentaba a los inversionistas con el anzuelo de la desgravación impositiva, permitió el establecimiento de plantas fabriles de pequeño y mediano porte, salvo en el caso de la instalación de Saab Scania y, en menor medida, Grafanor, que de ninguna manera fue capaz de recoger la enorme masa de trabajadores y obreros que había quedado atada a su tierra y deambulaba entre el hambre y la miseria. Por lo demás, esa mano de obra desplazada de sus fuentes naturales de trabajo era poco o nada capacitada para emprender tareas que en los primeros años de 1970 habían incorporado la tecnología más moderna de su tiempo. Grafanor, por ejemplo, anunciaba que en la planta, que comenzaría a producir en 1972 en el paraje de Agua Blanca, casi a las puertas de Famaillá, habría una sección de hilandería, con 29 mil husos; una tejeduría de 382 telares y un sector de terminación para tejidos de algodón, tejidos mezcla con polyester, teñido de hilados y una línea de confección de toallas. Finalmente, prometía que la planta absorbería un total de 850 empleados, cuando estuviese en pleno funcionamiento. 
    Para esa misma época, desde el gobierno nacional se anunciaba con bombos y platillos la radicación en Famaillá de una fábrica de encendedores electrónicos, de la firma Magiclick, una conocida marca de aquellos años. La planta también iniciaría su producción en enero de 1972 destinada al mercado nacional e internacional. Calculaba una producción de 400 mil unidades en el primer año, para lo cual utilizaría 60 empleados de la zona. Tal vez, esos intentos de reactivación económica de la zona motivaron a las autoridades del Banco de la Nación Argentina a abrir una sucursal en Famaillá, cuyas puertas se abrieron en julio de 1972, luego de las gestiones que había impulsado la Comisión de “Promoción Socioeconómica de Famaillá”, que lideraba Roque Semma. Desde esta institución financiera oficial se prometía también el lanzamiento de líneas especiales de crédito para agricultores locales destinadas a estimular la reconversión agrícola de la zona, a través del equipamiento de maquinarias o la adquisición de semillas y, en fin, toda la variedad de inversiones que demandase la actividad de siembra, cultivo y recolección. 
    Pero el mal de fondo, el golpe mortal que se le había asestado a la economía provincial, no alcanzaba a tratarse con meras medidas paliativas. La cura no llegaba, y no llegaría a casi cincuenta años de distancia: Tucumán, en verdad, no pudo nunca volver a ponerse de pie, después de aquel disparo certero al eje de su actividad económica matriz. Pero los famaillenses esperaban y desesperaban, mientras se disparaban los registros de desnutrición infantil y la pobreza extrema se propagaba como una mancha de petróleo en el mar. El mismo intendente Domingo Zelaya, que había asumido en diciembre de 1970, designado por el interventor provincial Carlos Imbaud, en un acto donde recibió todo el apoyo popular y de algunos dirigentes notables de esos años, como el mismo Pololo Villafañe, presentaba su renuncia apenas cinco meses después, luego de “haber sufrido en carne propia el continuo peregrinar humillante, haciendo prolongadas antesalas por pasillos, golpeando de puerta en puerta los despachos y al ser atendido escuchar el clásico ‘vuelva…’, con muy escasos resultados, en su mayoría negativos”. Hacía, sí, un balance de todas las obras que había podido realizar en su corta gestión y se mostraba satisfecha, pero la evaluación profunda resultaba patética con elocuencia”. Las obras más importantes de su plan de obras públicas quedaban pendientes, como la reparación del puente sobre el río Famaillá, que una y otra vez, desde siempre, embestía con sus crecientes a las riberas y puentes de la ciudad, o la red de cloacas y agua corriente, el balneario municipal y el pavimento de acceso a la ruta nacional 38. Zelaya, que había sucedido a César Martínez Santamarina, se fue en silencio, tras una gestión fugaz, cuyo sucesor Gerardo Santiago Coria, recibió un “camino erizado de dificultades”, como describía el secretario de Gobierno provincial, Augusto González Navarro, quien volvía a pedir el apoyo del pueblo de Famaillá para el “representante del PE en esta ciudad, que asume el compromiso de regir los destinos de la comunidad”. 
    Mientras tanto, los cañeros de todo el departamento famaillense y de zonas adyacentes gestionaban un comité de venta de sus cosechas para conseguir precios más justos al mercado y a sus necesidades. Habían decidido reunirse, porque la experiencia individual dejaba el amargo de sentirse avasallado por su debilidad. El compromiso colectivo de los productores cañeros ofrecía un paquete de 170.000.000 kilogramos de materia prima, con lo cual su capacidad de negociación era ya una poderosa herramienta de persuasión frente a la resistencia de los industriales azucareros. El Instituto Agrotécnico “Departamento Famaillá”, que había sido justamente un viejo reclamo de agricultores de la zona de influencia de ese distrito administrativo se inauguró en Lules, en marzo de 1972, con un pantel de 90 alumnos que estudiarían las técnicas de explotación de granjas y otras actividades agropecuarias. 
    El cuadro crítico que exhibía la sociedad de Famaillá, así como todo su departamento, desatado por la desocupación masiva, generaba a su vez otros males sociales como el salto alarmante de los índices de alcoholismo en la zona. Incluso, el gobierno municipal de esos años llegó a prohibir el histórico desfile de las agrupaciones tradicionalistas locales, que se conocía como las “Patriadas Gauchas”, en las calles del casco urbano. La medida se apoyaba en la verificación del “triste espectáculo que ofrecen personas ebrias, sin observar las más elementales normas de buenas costumbres y sin que los organizadores tomasen intervención frente a esos bochornosos hechos”. El costo de la vida era particularmente alto en Famaillá, los artículos básicos de la canasta familiar aumentaban en un promedio mayor que en otros pueblos del interior de la provincia, o tal vez así era la sensación de la gente que naufragaba en aquel mar de desempleo y súbito empobrecimiento, en uno de los epicentros de la catástrofe social que vivía Tucumán. Lo cierto fue que esa situación movilizó a los vecinos, en marzo de ese año, a pedir al gobernador Emilio Sarrulle que removiese de su cargo al intendente Gerardo Coria por su “incapacidad e inoperancia”. El planteo vecinal argumentaba “la falta de preocupación del intendente para resolver problemas de importancia, relacionados con cuestiones laborales y ante el elevado costo de los artículos de primera necesidad”. 
    Lo concreto fue que se aplicaron todos los planes, los gobiernos se sucedían, como una tras otra se apoyaba a las iniciativas que intentaban resucitar al tejido social y económico de Famaillá, de todo su departamento, cualquiera fuese su origen y el color político de una actividad que comenzaba a despuntar de nuevo en los meses agónicos de aquel 1972, cuando el último gobierno militar de la Revolución Argentina decidió convocar a elecciones, abatido por el incendio de su economía y bajo la inmensa presión del primer regreso de Juan Domingo Perón, después de 17 años de exilio en España. Perón fue, en efecto, el último proscripto, aunque ya no su partido político, para participar de los comicios de recuperación democrática que tendrían lugar el 11 de marzo de 1973. La democracia volvía, sí, luego de algunas sublevaciones sociales, como los Tucumanazos, que fueron los últimos actos de rebeldía de los trabajadores azucareros en esos apoyos al movimiento estudiantil sesentista. Después, vendría el debilitamiento de las filas sindicales y, peor aún, el disciplinamiento militante, que dejaba atrás un largo período combativo y de conquistas laborales. Pero comenzaba a abrirse un tiempo de violencia sin control en los campos y ciudades del interior de la provincia con la aparición de focos guerrilleros que, montados en la ola de desesperación y clamor de una sociedad castigada por el hambre y la desocupación, blandía las armas, mientras auspiciaban ilusiones de un mundo inalcanzable y de ideologías inaplicables. Las primeras presencias de dirigentes que comenzaban a plantear ideas vinculadas con la “cuestión social” y a sacudir el sopor de la gente que todavía no podía salir del shock mortal de 1966 con movilizaciones que olían más bien ya a sublevaciones, se remontan a los últimos años de la década del ’60. No había aún actividad armada, salvo algunos hechos encapsulados en revueltas muy puntuales, pero se podía sentir el merodeo de debates sobre la opción comunista de quienes se infiltraban sobre todo en los sindicatos para hacer un verdadero apostolado del ideario marxista-leninista. Eran discusiones de alto voltaje social y doctrinario que excedía largamente, por supuesto, la militancia y la lucha de la resistencia peronista. El cierre de los ingenios de Tucumán, y su reguero de miseria, hambre y desesperación, fue, en definitiva el mejor caldo de cultivo para que prendiese en las cabezas más débiles, que eran sobre todo las que habían quedado atadas sin otra alternativa al destino fatal que se cernía sobre ellas, todo ese discurso utópico, recargado de tantos odios que finalmente desaguó en la violencia.

(C) Hugo Morales Solá

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 Fuentes:
·  Archivo Histórico de Tucumán.
·  Archivo de La Gaceta.
·  Archivo de Indias. Portal de archivos españoles en red (PARES). www.pares.mcu.es
·  Instituto de investigaciones históricas “Prof. Manuel García Soriano” de la Universidad delNorte “Santo       Tomás de Aquino” (UNSTA).
·  Biblioteca Provincial.
·  Biblioteca de la H. Legislatura.
·  Biblioteca del Museo Histórico de Tucumán.
·  Municipalidad de Famaillá. 

 Mi columna en El Corredor Mediterraneo. Revista cultural de Río Cuarto. Córdoba.  https://acrobat.adobe.com/link/review?uri=urn:aaid:scds:U...