domingo, 11 de noviembre de 2012

Los Quilmes - XI - Las Guerras Calchaquíes (fin)

El temor al Gran Titaquín

Martín Yquisi, como ningún interlocutor del Inca, se atrevía a plantear alguna objeción a sus planes o dejar entrever siquiera la hendidura de las dudas que le corroían por adentro la fe en el supuesto nieto de Atahuallpa. Menos aún si la audiencia era con un cacique vasallo suyo, que le debía obediencia y reverencia. Aunque la misma inhibición sentían los españoles, sean estos monjes, militares o funcionarios del virreinato, incluido, por supuesto, el mismo gobernador Mercado y Villacorta, quien, por ejemplo, en su segundo encuentro, en el valle de Tafí, en enero de 1658, varios meses después del silencio de su lugarteniente una vez que había obtenido los poderes que buscaba, sintió igual parálisis para hacerle escuchar la suma de reproches a la falta de cumplimiento a los compromisos contraídos, y entregarle la nota de alto contenido admonitorio, además de unas cuantas limitaciones a sus facultades y su jurisdicción que había redactado. Nada de eso sucedió, sino sólo una recua de promesas cruzadas, desde ambos lados de la entrevista, que nadie cumpliría.
  Yquisi siguió callando y dispuso que su gente se preparase para la guerra. Incluso había aceptado la flecha que Bohórquez envió a cada uno de los jefes de las tribus de los valles calchaquíes en símbolo de unión para la hacer la guerra. Ellos también debían pertrecharse con las armas convencionales, con las que siempre fueron al enfrentamiento bélico, aunque supieran que ya no eran suficientes frente al poder de fuego del agresor español y que su armamento moderno, a la altura de los invasores, era una ilusión más que había hecho prender Pedro Bohórquez entre los guerreros indígenas. Además, casi todos los pueblos vallistos estaban en el mismo alistamiento y debían responder con el coraje de siempre a la ofensiva conquistadora que, según las versiones del Titaquín, estaba madurando en todas las ciudades coloniales recién fundadas en el llano, abajo de los valles del Calchaquí. La noche estaba cediendo al avance del día y el amanecer oscurecía al sol con espesos nubarrones de tormenta que habían llegado a cubrir la cresta del cerro Alto del Rey. La casa de Yquisi, a esa altura, estaba igualmente tapizada de niebla, y en la puerta el cacique trataba sin suerte de observar el valle y su gente refugiándose de la tempestad que se avecinaba, fortuita para ese clima aunque fuera verano. Le pareció una señal del cielo. Apenas unos segundos después, mientras la bruma del vendaval se resquebrajaba con el pesado ascenso del sol desde las cumbres calchaquíes de la altísima cadena montañosa que se enfrenta en el valle del Yocavil al cerro de los quilmes, un rayo descerrajó su furia sobre el monte de algarrobos con un estruendo todopoderoso que removió como un temblor de tierra al pueblo de Alto del Rey. De inmediato comenzó un fugaz incendio en el algarrobal, que se ahogó rápidamente con el aguacero. Yquisi sintió entonces que era la voluntad del trueno divino que siguiese los pasos del Inca Bohórquez, el Gran Padre de los calchaquíes.

Juicio al traidor

  La ira estaba siempre a flor de piel, transpirando entre sus poros, pero Bohórquez se cuidó siempre de no descargarla sobre los españoles. No quería que ningún descontrol de sus sentidos, ni de sus emociones pusiera en peligro el plan dorado que acariciaba cada mañana con su imaginación. Para eso servían también sus vasallos. Los caciques eran, en efecto, el destino invariable de toda su furia. Y ahora tampoco era la excepción, aun cuando sabía que los dos capitanes que había enviado Mercado y Villacorta estaban en su reino para asesinarlo. Al contrario, los trató con cinismo y los mandó de regreso a Choromoro, donde esperaba el gobernador del Tucumán. Ahí, justamente, el funcionario español le había propuesto a Pedro Bohórquez reunirse por tercera vez para conocer la marcha de las exploraciones mineras y del proceso de sometimiento voluntario de los indios a la corona de España. En realidad, todo era una trampa: la cita era una excusa para detenerlo y mandarlo a la Audiencia de Charcas para que fuera juzgado por el incumplimiento premeditado de los compromisos contraídos en ocasión de recibir el nombramiento de lugarteniente del gobernador del Tucumán en Calchaquí.
  Pero en los valles calchaquíes podía respirarse ya la atmósfera de insurrección. El trabajo del Inca sobre sus súbditos para crear ese medio ambiente ideal para el levantamiento era ya un fruto maduro, listo para morder su jugosa pulpa. Con todo, Bohórquez controló la tentación y no se rindió por ahora al apetecible bocado de la ofensiva guerrera. Debía sumar a los diaguitas, para lo cual viajó dos veces a Famatina con la intención de convencerlos de que dejasen sus tierras por unos meses, no sin antes llevarse los ganados y destruir los sembradíos en un éxodo que atraería a los españoles. Luego regresarían para atacar los asentamientos hispánicos y las ciudades de Pomán y La Rioja. Lo único que encontró fueron los oídos sordos de los caciques, a pesar de que volvieron a jurarle fidelidad antes de su regreso al Yocavil.
  De todos modos, el valle santamariano había comenzado a henchirse, desde varios meses atrás, de habitantes que llegaban de los valles vecinos atraídos por el discurso libertador de su líder, el Inca de Calchaquí. Martín Yquisi observaba este proceso y advertía a la vez que su pueblo, como casi todos los demás que eran naturales de estos valles -incluso los inmigrantes-, sentían un castigo nuevo: el hambre que clamaba desde los estómagos de niños, jóvenes y ancianos. No era el invierno que asediaba con la escasez de alimentos, porque tenían los hábitos incaicos de almacenarlos para cruzar la estación fría del año. Tampoco se trataba de un nuevo azote de la sequía que mataba hasta los mejores bastimentos. Era la superpoblación del valle y la desatención de los últimos tiempos a los trabajos naturales de cultivo y cría de ganado para convertir a los agricultores en combatientes imbatibles. Desde luego, las tareas de catequización de los jesuitas habían sido igualmente abandonadas ante la ausencia de los aborígenes a sus obligaciones cristianas. Además, se había volcado el ánimo indígena en contra de los monjes, a quienes se los acusaba de informadores del gobierno virreinal.
  Las misiones jesuitas sentían a esta altura la avalancha de violencia que se venía sobre los valles calchaquíes y tenían clara conciencia de que su presencia era peligrosa, tanto para ellas mismas como para el futuro de los aborígenes para quienes no querían el dolor de la guerra. Desde la superioridad habían sido instruidos ya para que abandonasen los conventos de Santa María y San Carlos, pero los religiosos de esta última delegación, entre los que estaba Hernando de Torreblanca, quien después sería el cronista de estos hechos, no se resignaban a retirarse de Calchaquí, después de tantos esfuerzos y tiempo que debían dejar allí. Hasta que el peligro empezó a oler demasiado cerca y mal, tanto que Pedro Huallpa decidió expulsarlos del valle, luego de interceptar una carta de un superior de los misioneros donde expresaba el presentimiento de la guerra como resultado de las ambiciones de Bohórquez. El andaluz embaucador invocó también que los monjes no sólo eran informantes del gobernador Mercado y Villacorta, sino que además estaban complotando con él en su contra.
  El cacique de Quilmes, mientras tanto, sentía que su corazón se desgarraba en dos hemisferios que se rechazaban. De un lado, le perturbaba que la sospecha sobre la legitimidad de las promesas del Inca -y aún la autenticidad de su misma sangre- era cada vez más razonable, abonada sobre todo por los rumores que crecían en los valles en torno de su figura de ficción que subían desde las ciudades españolas y de algunos indios mestizos que colaboraban con la campaña de desprestigio que se había lanzado para desestabilizar el reinado de Bohórquez en Calchaquí. Además, observaba cómo varios de sus pares del valle de Yocavil y otros diaguitas comenzaban a resistirse a profesar el vasallaje ciego a su autoridad. Pero del otro lado de su corazón, Yquisi sentía a la vez que dentro de él crecía también el sentimiento de rebeldía a las intenciones de los invasores extranjeros de ocupar y dominar el último bastión de libertad indígena que quedaba en pie todavía en esta región del viejo imperio inca. Estaban atenazados por el avance español, que ya controlaba los valles catamarqueños y el territorio riojano de los diaguitas, por el sur. En tanto que por el norte, el poder de la corona de España había llegado hasta la quebrada de Escoipe, en la entrada misma del valle del río Calchaquí, que era la zona habitada por los pulares. El espacio de su libertad se reducía cada vez más al espacio vital del valle de sus antepasados, sobre el río Yocavil donde querían dejar los días que quedaban de su existencia. Por lo demás, era demasiado fuerte la presión de Bohórquez sobre los caciques para predisponerlos al alzamiento armado, y su poder era todavía superior a los focos de resistencia que pudieran encenderse en los ánimos de los jefes vallistos. Nadie aún se atrevería a rechazar el llamado a defender la libertad, la vida y su liderazgo. No había opciones, entonces: Martín Yquisi se dejó llevar por la marea de los acontecimientos que controlaba el Inca de Calchaquí y continuó con los aprestamientos de su gente para la gran rebelión. De inmediato, mandó las mejores quaras de su pueblo, llamas de gran porte para el transporte de carga, para sumarlas a las que ya estaban destinadas en Tolombón transportando la materia prima de los armamentos que estaban fabricando en grandes escalas para abastecer a todos los pueblos calchaquíes. Cantidades de lanzas y flechas, además de arcos, hondas y hachas de diferentes tamaño. Los talleres metalúrgicos trabajaban de sol a sol para fundir el bronce y el cobre que serviría para modelar los brazaletes y corazas que protegerían el pecho de los guerreros.

La última rebelión

  Luego del segundo intento de asesinarlo, esta vez con veneno dosificado por su cocinero, Pedro Bohórquez declaró las hostilidades sobre los españoles y responsabilizó a Mercado y Villacorta por las consecuencias de lo que él calificaba como un acorralamiento que ahora invocaba para defenderse, tras la propia confesión del cocinero sobre los planes fallidos del gobernador del Tucumán para ejecutar la sentencia de muerte ante la desobediencia del impostor y como consecuencia de haberlo declarado traidor al rey de España, ya que había violado las disposiciones del nombramiento de ceñir su territorio a Calchaquí e incumplir premeditadamente con las obligaciones que el mismo documento real le había impuesto.
  Uno y otro emisario, que iban y volvían de Calchaquí, le recomendaban invadir el valle frente a la peligrosidad de los movimientos de Bohórquez para organizar la sublevación indígena. Pero Alonso Mercado y Villacorta cuidaba la paz, aun en esa instancia casi extrema en que se encontraban. Sabía que esos pueblos eran sanguinarios cuando se desataba la guerra y temía que otra vez desaparecieran las vidas y ciudades que tanto esfuerzo demandaba fundarlas y hacerlas crecer. Una y otra se acordonaban alrededores de los valles calchaquíes desde Salta hasta Tucumán y Catamarca. Pero también le preocupaba la espesa urdimbre de traición, codicia y muerte que tejía sórdidamente el falso rey inca de Calchaquí. En diversas cartas al virrey del Perú y al mismo rey de España, el gobernador del Tucumán intentaba serenar los ánimos caldeados que había en el más alto nivel de gobierno sobre las Indias, pero él estaba convencido a esta altura de que Bohórquez era un rotundo farsante que sólo buscaba su propio beneficio y que para eso estaba dispuesto a ir hasta la misma guerra, aún a costa de la vida de los propios pueblos sobre los que reinaba ficticiamente. Sin embargo, sabía perfectamente que el poder de fuego y los hombres que disponía en su ejército eran francamente escasos para una ocupación militar de los valles calchaquíes y si bien ya había pedido ayuda a Lima, todavía no tenía ninguna respuesta. Lo que estaba intentando ahora era reunir fuerzas desde las ciudades cercanas de San Miguel de Tucumán, Pomán y La Rioja, aunque este trámite llevaba su tiempo. Incluso, un informe de los frailes jesuitas sobre la destrucción y saqueo de las dos misiones calchaquíes -primero el convento de San Carlos y luego el monasterio de Santa María- y la expulsión de los monjes que las ocupaban notificó a Mercado y Villacorta que las hostilidades habían comenzado, que Pedro Bohórquez había pegado primero y que, en consecuencia, pegaría de nuevo, en cualquier momento más allá de las fronteras de Calchaquí. Ordenó de inmediato que los hombres que había para organizar la ofensiva a los valles se replegaran en las ciudades que podrían ser objetos de las incursiones indígenas para preparar la defensa de ellas. Él mismo, que estaba apostado en la entrada de la quebrada de Escoipe, decidió retroceder con sus soldados para protegerse de un eventual ataque de Bohórquez.
  El invierno de 1658 había terminado y los españoles esperaban desde hacía más de un mes la primera penetración del andaluz sobre los asentamientos urbanos coloniales. Pero apenas comenzó la primavera, tuvieron noticias suyas. Pedro Huallpa estaba bajando de Calchaquí por la quebrada de Escoipe con unos mil hombres, entre calchaquíes y pulares, a quienes el falso Titaquín había logrado sublevar de sus yanaconazgos. Era un ejército poderoso por su superioridad frente al centenar de soldados del gobernador del Tucumán. La gran rebelión de los calchaquíes había sido echada a rodar con el motor de la pura ambición y la avidez de poder de Pedro Bohórquez.
  El nieto falsificado de Atahuallpa, en efecto, sólo quería conservar el poder sobre Calchaquí, como un refugio inexpugnable donde no pudiera llegar la justicia del rey de España, porque sabía que caería sobre él todo el peso de la ley y que debería responder además por todas las felonías y fraudes habidos y por haber que supo urdir en los largos años de su estancia en América. El oro empezaba a ser sólo el recuerdo de un fracaso largamente temido y vanamente rehuido.

Los malones de Bohórquez

  Bohórquez dirigía los malones, pero se quedaba atrás, lejos de la contienda, a buen resguardo de las confrontaciones. El primer fuerte que recibió el asedio de los indios fue el que protegía a Mercado y Villacorta, a los pies del cerro San Bernardo, muy cerca de la ciudad de Salta. El ataque brotó masivamente sobre el acantonamiento militar, luego de haberlo rodeado en el amanecer del tercer día de aquella primavera. No había sorpresa porque el gobernador los estaba esperando, naturalmente, aunque la embestida fue igualmente efectiva, hasta que un cacique pudo llegar a las espaldas mismas de Mercado y Villacorta para asesinarlo, pero un subordinado se adelantó y dio muerte primero al curaca. Su cabeza se elevó por sobre la fortificación para exhibirla ante los indios que atacaban en medio de la gritería y el clamor de sus cuernos de combate y el asalto llamó, entonces, a quietud y espanto. Los indígenas sentían que la voluntad de los dioses de la guerra estaba en su contra y el coraje, entonces, se llenó de temblor. Para peor, una pequeña partida de soldados que regresaba al fuerte, ignorante de la irrupción indígena, se anunció con disparos de arcabuces, lo cual fue efectivamente aprovechado por el gobernador que respondió con otra andanada de tiros para que Bohórquez creyera lo que precisamente creyó: que estaba sitiado por un ejército numeroso y ordenó inmediatamente la retirada. 
  Los meses que siguieron, hasta que terminó el año aciago de 1658, golpearon más duro al reinado del Inca de Calchaquí, cuyo poder se derrumbaba como un alud de piedras por la ladera de la montaña en la noche del temporal. Más acorralamiento, más angustia y dolor mojaron los días del Titaquín. Volvió a atacar los fuertes de Andalgalá y San Miguel de Tucumán, de donde otra vez tuvo que huir cobardemente ante los ojos atónitos de los caciques que seguían fielmente su engaño. Pedro Chamijo volvió a pensar en su vieja identidad, porque en realidad empezaba a buscar desesperadamente una vía de escape de esta situación y el valle de Calchaquí, que había sido la biosfera ideal para sembrar las mejores artes de su astucia y toda la red de artimañas para que creciera frondosa la estafa de su reinado, ahora era una cárcel que se estaba volviendo irrespirable y había que salir de allí cuantos antes pudiera con su compañera, la colla inseparable, y todo lo que pudiera reunir de hacienda y bienes para asegurar el futuro en alguna ciudad importante del virreinato o, mejor aún, de regreso a su Andalucía natal. Decidió entones pedir un indulto personal ante la Audiencia de Charcas, para lo cual negaba, por supuesto, cada una de las traiciones al rey que le imputaba el gobernador del Tucumán y, mucho más, que tuviera alguna responsabilidad en la sublevación de los indios calchaquíes. Al contrario, repartía culpas de esta situación en los valles sobre los monjes jesuitas, Mercado y Villacorta y hasta sobre el obispo del Tucumán, fray Melchor de Maldonado y Saavedra.
  Los jefes indígenas comenzaron a abrir los ojos y sus conciencias y fueron abandonándolo uno tras otro. Entre ellos estaba también Martín Yquisi, quien se reprochaba a sí mismo la media confianza que le había entregado al que estaba dejando de ser el Gran Padre de Calchaquí, así como la falta de valor para no haber advertido más a tiempo a sus pares sobre los riesgos de que esta esperanza colectiva terminase en un rotundo fracaso y se descubriese finalmente la miserable viscosidad del fraude de Bohórquez, que ahora podría llevarse lo peor: la vida de su gente. Pero, por otro lado, rescataba la media desconfianza que desde hacía tiempo sentía por la figura de su liderazgo. En alguna medida había servido para frenar decisiones que, con entera ingenuidad, hubiera puesto en mayor peligro a su pueblo. De todos modos, todavía había tiempo para abandonarlo. Y eso hizo.
  Después de algunos devaneos, la Audiencia de Charcas resolvió otorgarle el indulto que solicitaba Pedro Bohórquez, pero el beneficio lo hacía extensivo a todos los jefes indígenas que habían sostenido la insurrección en apoyo al plan del Inca con la condición, eso sí, que ellos también abandonasen Calchaquí junto a su líder. ¿Cómo lo haría? ¿Cómo podría salir del valle de su reinado efímero con la compañía de los caciques, si sabía que ellos lo habían abandonado y renegado de su autoridad y que sólo los pulares aceptaban estas condiciones para la paz? Lo cierto fue que en abril de 1659 debió aceptar públicamente la falsedad de su mesiánica misión entre los calchaquíes y declararse vasallo de la corona española, para poder dejar estas tierras del engaño. Más tarde, llegó a Lima pobre de toda pobreza y con un destino inevitable de rejas por nuevos delitos de fuga y reincidencia en la tentativa de rebelar a los indígenas del Potosí y todo el altiplano peruano que fue perpetrando en el viaje, después de que perdiese toda la fortuna cuantiosa que llevaba consigo.
  En verdad, la gran rebelión de los calchaquíes era a esta altura un camino sin retorno. Nadie, luego del abandono de Bohórquez, podía regresar a la quietud de la rutina de los pueblos nativos que precedió a la llegada del impostor a Calchaquí. Unos porque estaban tan convencidos de que la defensa de su libertad era, aún sin Pedro Huallpa, una motivación por la que valía la pena luchar hasta dar la vida. Otros porque podían prever razonablemente que la reacción española que este alzamiento había desatado no se detendría ni con la caída del falso Inca, sino al contrario: los ejércitos de la conquista de los valles calchaquíes embestirían con más fuerza para acometer el asalto definitivo sobre su territorio. Yquisi estaba convencido de que ése sería el camino de los acontecimientos por venir y que había actuar para defender con uñas y dientes la libertad. Otra vez deberían mostrar sus garras de guerreros ante el avance conquistador.
  Luis Enríquez, un mestizo cacique diaguita, hombre de suma confianza y lugarteniente de Bohórquez, que se sentía el heredero de la causa que el líder caído en desgracia había encendido en los valles de Calchaquí, aprovechó el ánimo enardecido y la firme -y furiosa- decisión preventiva de unos y otros y enarboló de nuevo la bandera de la independencia que unía a todos los aborígenes del Yocavil. La sublevación -más rabiosa que antes- siguió en pié bajo su prédica y su liderazgo.
  El 3 de diciembre de 1666 la Audiencia de Lima dictó la sentencia de muerte en contra de Pedro Bohórquez, cuya ejecución se cumplió un mes después a fuerza de garrotes. Efectivamente, los temores y las prevenciones de los jefes indígenas de Calchaquí se habían cumplido. Apenas Bohórquez salió de allí, en el invierno de 1659, el gobernador del Tucumán, Alonso de Mercado y Villacorta penetró en los valles a sangre y fuego y dominó el sector norte, a lo largo del río Calchaquí -llegó, incluso, hasta las cercanías de Tolombón-, ya que su ingreso a la región había sido por la quebrada de Escoipe, una vez que pudo rehacer sus fuerzas -sobre todo, multiplicarlas- en el fuerte salteño de San Bernardo. Pero en medio de la campaña sobre los valles calchaquíes, en el verano de 1660, bajó de Lima su designación de gobernador del puerto de Buenos Aires. La mayoría de las tribus del Yocavil continuarían libres unos años más, hasta que en 1664 Alonso de Mercado y Villacorta regresó al Tucumán para asumir por segunda vez la gobernación. Una sola obsesión habitaba en su cabeza: terminar la conquista de Calchaquí que había iniciado cuatro años antes.



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 (C) Hugo Morales Solá



 Bibliografía


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 * Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa): Junto a los pueblos indígenas II



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