domingo, 4 de noviembre de 2012

Los Quilmes - IX - Las Guerras Calchaquíes

 La gran rebelión

   Martín Yquisi cabalgaba al sur del valle del Yocavil. Se dejaba llevar, en realidad, por el tranco lento de su caballo, que montaba naturalmente en pelo. Junto al amasijo de hojas de coca que machacaba en el costado de su boca para hacer con su saliva el akulliko que lo mantendría despierto en el viaje y le daría energías, rumiaba también la desconfianza hacia el proyecto que lo llevaba y al hombre que lo impulsaba hasta el encuentro con el poder español en Pomán, en la actual ciudad catamarqueña de Londres, sobre los últimos días de julio de 1657. 
   Iba en nombre de los Quilmes, de quienes era el cacique, pero la larga caravana de jinetes que escoltaba a Pedro Bohórquez estaba integrada por diecinueve curacas más de diferentes pueblos de la zona de los valles Calchaquíes y de Catamarca. Viajaba casi todo el tiempo callado, con la mirada perdida en las huellas de las cabalgaduras que se habían adelantado a él. A veces seguía algún comentario de sus compañeros en el áspero kakán de su tierra, otras veces medía el optimismo y la confianza de sus pares en Pedro Bohórquez, el hombre que había llegado en ese año para instalarse entre la tribu de los pacciocas, a la altura de Tolombón, con todos los honores del último descendiente del Inca Atahuallpa, de quien invocaba que era su nieto para demandar la sujeción de todas las naciones indígenas que habían pertenecido al gran imperio andino del Hijo del Sol, así como todas sus riquezas que dormían en el intestino de las montañas. 
   El cacique de Quilmes miraba el arenal y los algarrobales que el caballo iba dejando atrás, mientras su cabellera larga y renegrida caía sobre ambos lados de la cara como subrayando la inquietud que le tironeaba por adentro. Había acudido al llamado de ese nuevo Señor de los valles calchaquíes, que había prometido la independencia del poder conquistador de todos los pueblos nativos de la región. Primero, había convocado a la sublevación armada, pero ahora se comprometía a llegar a la libertad tan querida por los calchaquíes por la vía de la negociación pacífica con el gobernador del Tucumán, Alonso de Mercado y Villacorta. Los demás caciques habían respondido como él a la invitación, algunos resistiendo a eso que veían más como ilusión que beneficiaría sobre todo a las apetencias personales de Bohorquez, como los del norte de San Carlos, y otros más ingenuos y esperanzados, como sus vecinos del Yocavil. ¿Cómo despreciar entonces semejante tentación de libertad, cómo resistir a tamaña presión del conjunto de sus pares que de uno o de otro modo respondían a la convocatoria del nuevo conductor? 
   Si se negaba sería marginado de la suerte que esperaba en el porvenir de sus hermanos, si aceptaba sin reservas el llamamiento a volver a ser libres nunca dejaría de recriminarse el volumen imperdonable de su ingenuidad -de confirmar el presentimiento que le amargaba sus días- y se descalificaría para siempre como jefe de su pueblo. Pero una fuerza superior a él, lo llevaba en un empuje inercial detrás de la esperanza colectiva de sus pares, que cabalgaban siguiendo al Titaquín, el Gran Padre de su raza. 
   En el revés de los compromisos de Bohórquez, esto es, sus promesas con las autoridades españolas, resplandecían sobre todo la promesa de sometimiento de las veinte mil almas nativas de estos altos valles al poder del rey de España, hecho carne en estas tierras entre la pomposa vestimenta del gobernador Mercado y Villacorta. A cambio, Bohórquez, llamado a sí mismo Pedro Huallpa, demandaría el cargo de lugarteniente del gobernador, justicia mayor y capitán de guerra de Calchaquí y el permiso para hacerse llamar oficialmente Inca por los naciones nativas de los valles de los ríos Calchaquí y Yocavil. Más adelante, iría por los pueblos de los valles de Catamarca y La Rioja. 
   El curaca de los quilmes observaba que en el viaje al valle catamarqueño Bohórquez iba sumando caciques para su cortejo en cada pueblo por el que pasaba, a quienes le entregaba una flecha guerrera para sellar la unión y la obediencia hacia él. El séquito obviamente creció hasta casi la veintena de jefes aborígenes que acompañaron al Gran Padre hasta Pomán, donde esperaba el gobernador del Tucumán, que en esos años tenía jurisdicción sobre ocho de las actuales provincias argentinas, quien, por su parte, se había trasladado desde Córdoba, asiento natural de la gobernación, acudido por la cita del autoproclamado Inca de Calchaquí. Yquisi no podía comprender: iban a negociar la libertad en términos de paz, mientras Bohórquez preparaba a las tribus para la guerra. Esto lo llenaba de inquietud -y de un temor razonable-, porque ya tenía experiencia cierta de la superioridad de las armas españolas frente a la precariedad de sus pertrechos domésticos impulsados con la mera tracción de la sangre, que naturalmente no superaban el corto alcance de una flecha o una lanza. ¿Cómo sería posible vencer esa fuerza tecnológica que empequeñecía su poder bélico y desnudaba enteramente su ferocidad para dejarla en el más impotente voluntarismo? 

Pedro Bohórquez, el gran timador 

   Él, como otros caciques, miraba y escuchaba al Inca y se preguntaba seriamente si en verdad era el nieto del legendario Atahuallpa, el último emperador incaico que dejó su vida en las puertas de Koricancha, el templo del Sol cuzqueño revestido enteramente de oro, donde la avaricia de Francisco Pizarro le tendió la última emboscada para apoderarse de todas sus riquezas. Era verdad la sensación de Yquisi: viajaban a tientas, hacia un encuentro desigual con el poder español -que si bien no lo percibían conscientemente, podían presentirlo-, lleno de promesas e ilusiones, de dudas, temores y desconfianzas. Todo a la vez. Ignoraban, por otra parte, que aquellas negociaciones por la independencia que habían alumbrado hasta aquí la ruta de sus esperanzas serían absolutamente ajenas y lejanas a sus voces y a sus voluntades. Algo, sin embargo, le impedía rebelarse ante el poder creciente del protector de su pueblo, de quien se había declarado, como todos los demás jefes y sus tribus, vasallo incondicional de la majestad que decía descender del poder incario abatido por el conquistador. 
   Para la restauración de aquella soberanía imperial en los huesos de Pedro Bohórquez sobre el horizonte de los valles de Calchaquí y Yocavil, habían ayudado sobre todo las misiones jesuitas de Santa María y San Carlos, quienes patrocinaron de buen grado el título incaico en la sangre del Titaquín. Ellas creyeron en la promesa del Inca Bohórquez: a cambio de su apoyo, cuya ascendencia sobre el poder virreinal era invalorable, todas las colectividades aborígenes de los valles calchaquíes se convertirían al cristianismo por obra de su autoridad y del período de evangelización que en consecuencia se abriría. Ambos conventos habían tenido hasta entonces poco -casi ningún- éxito en el adoctrinamiento católico sobre los pueblos indígenas de la zona, a pesar de los denuedos casi heroicos de los cuatro monjes que integraban las misiones calchaquíes, y vieron en esta oportunidad, que se presentaba con la irrupción de este personaje que repartía juramentos y promesas a cada poder que se levantaba en los valles, una posibilidad efectiva de cumplir con el compromiso que los había llevado hasta este confín del mundo que se estaba descubriendo. Eran décadas, en fin, de fracaso y atraso en los proyectos religiosos de la Compañía de Jesús, cuyo último propósito era sembrar todo el alto territorio vallisto de católicos y templos en alabanzas al Dios de los cristianos. Bohórquez olfateó rápidamente esa atmósfera de frustración y de inmediato lanzó la moneda tentadora de la conversión casi instantánea de los indios hacia el catolicismo. La contraprestación que demandaba, desde luego, serían jugosos beneficios para sus proyectos tan secretos como personales. Confiaba en el tiempo y en su astucia para exigirlos y utilizarlos. 
   En Pomán, si bien Mercado y Villacorta no era menos escéptico que algunos caciques de la corte del Inca recién llegado, se dejó llevar igualmente por esa mágica inercia que arrastraba Bohórquez y lo recibió con los honores del título que ostentaba, con todo el boato que fuese posible. Las conversaciones entre ambos comenzaron casi de inmediato, con puros rodeos e imprecisiones de quien se decía soberano entre los indígenas acerca de los yacimientos y tesoros que habría localizado en los altos valles, que eran desde luego de interés personal de Mercado y Villacorta, tras lo cual fue al meollo de su cometido, la motivación real que lo había llevado hasta ese encuentro. Requirió el título de lugarteniente del gobernador. 
   El cacique quilmeño sentía que la desconfianza socavaba cada día más la esperanza de libertad, como la marea inunda desenfrenada las playas de la noche. Veía que las negociaciones por la independencia de su pueblo pasaban muy lejos de su presencia y de la de sus pares, que habían sido traídos con la ilusión de liberarlos del poder conquistador pero ignoraban por completo el curso y la suerte de esas tratativas. ¿Sería solamente una ilusión? ¿Acaso estarían sirviendo él y sus hermanos curacas de mero escudo humano para la exclusiva protección física y de los intereses de quien se había erigido en el interlocutor válido y único portavoz ante el gobernador del Tucumán? 
   No eran descabelladas las dudas del jefe del cerro Alto del Rey, ni era desatinada su preocupación por el destino de su gente, después de que estuviese asegurada la suerte de Bohórquez. Le preocupaba, en primer lugar, la vida de los quilmes, por quienes además se sentía responsable como su caudillo natural, porque si el latido de sus recelos era una espina real que mortificaba la esperanza, el futuro entonces podría verse manchado no solamente con la sangre de su pueblo sino además con la de los acalianos, colalao, pacciocas, tolombones y las demás tribus hermanas de los valles, cuya madre tierra querían recuperar, así como la libertad, la vida y la convivencia natural. Reconquistar, en suma, el mundo que habían perdido con la llegada del europeo. 

La revuelta de Chelemín 

 Temía ciertamente que se repitieran las cruentas guerras contra los ejércitos españoles, que habían causado la muerte de tantos nativos para mantener la independencia de estos valles y otros vecinos. Yquisi recordaba sobre todo la última rebelión del cacique Chelemín, que había significado su propia ejecución, a manos de Jerónimo Luis de Cabrera, nieto del fundador de Córdoba y lugarteniente de Felipe Albornoz, que en 1630, estaba a cargo de la Gobernación del Tucumán, además de la muerte abundante de tantos hualfines que lideró en la paz como en la guerra. La derrota aplastante trajo también el desarraigo de su pueblo del valle de Londres, en el noroeste catamarqueño. El conquistador había aprendido de los incas el infalible método de la separación drástica e inmediata de los solares nativos sobre los vencidos para reducirlos a la virtual esclavitud, que era el yanaconazgo, distribuirlos en tierras lejanas e imponer así la paz definitiva donde campeaba la rebeldía. 
   Chelemín había organizado la revuelta, que creció rápidamente hacia la sublevación por todos los valles calchaquíes, sumando incluso al cacique Viltipoco del pueblo de los Omagoacas, cuyo nombre serviría después para identificar a la gran quebrada jujeña que lleva al altiplano boliviano. El alzamiento brilló con toda su furia desde 1630 hasta que terminó en 1637, con la muerte del cacique hualfín, pero los brotes de insurrección venían multiplicándose desde casi una década antes. Por esos años, el encomendero Juan Ortiz de Urbina, una suerte de señor feudal del nuevo mundo, a quien se le confiaba el gobierno y el control de yanaconas, pueblos indígenas enteros que habían sido sometidos por la fuerza de las armas, y de mitayos, tribus que negociaban la sujeción al poder español a cambio de la paz y la vida, descubrió una mina de oro en la ladera del cerro Apacheta, al norte de Hualfín, ya en territorio de Salta. 
   El hallazgo sirvió de disparador para la desobediencia de los indios que vivían alrededor de la montaña y Chelemín aprovechó esa chispa para encender la rebelión, que se expandió inmediatamente por los valles y quebradas vecinos y quemó hasta los alrededores de las ciudades de Salta, San Miguel de Tucumán y La Rioja, que iban fundando los españoles a la manera de un gran semicírculo que apretaría a los indios sobre las montañas para controlarlos mejor. La resistencia de Chelemín arrasó también con la segunda fundación de Londres y barrió otra vez con su existencia. 
   En el campamento de los caciques en el acceso a Pomán, el líder de Quilmes veía crecer el malestar entre sus pares y se sumó casi como en un acto reflejo a esa atmósfera de desánimo que respiraban los jefes nativos. Es más: fogoneó ese disgusto para apuntalar a los curacas que comenzaban a liderar el descontento. Propuso además que se tuviese en cuenta su presencia en la mesa de conversaciones y que los negociadores escucharan sus reclamos, así como los derechos que necesitaban invocar para defender su libertad. Quería creer, en definitiva, en la posibilidad de recuperar la independencia de su raza sin ir al enfrentamiento armado y sangriento para ambos bandos, porque temía que su gente deba cargar otra vez con la derrota, la humillación, la esclavitud y la muerte. El cacique Yquisi sabía lo que hacía porque tenía muy claro también el horror de tanta violencia que desató la primera sublevación en los altos valles, liderada por Juan Calchaquí casi un siglo atrás, cuando su padre decidió seguir la rebelión del temible jefe tolombón, y detrás de él todos los pueblos vallistos, de Catamarca, La Rioja y por el norte hasta Jujuy. El cacique de los tolombones había ganado fama plantándose una y otra vez con temeridad y osadía ante el avance del conquistador que irrumpía en sus tierras sagradas. Protegidas por las montañas y las altas cumbres, estos valles fueron verdaderas fortalezas inexpugnables para los españoles como para los propios indígenas de la llanura del este del cordón montañoso calchaquí. 

La revuelta de Juan Calchaquí 

 La primera fundación de Londres, precisamente, había sido borrada violentamente de los mapas de los conquistadores en el valle catamarqueño del río Quimivil, en 1562, durante aquella rebelión de Juan Calchaquí. La guerra tuvo la brevedad de unos pocos meses, pero bastó para que en el fragor de tanta crueldad desaparecieran igualmente las ciudades de Córdoba de Calchaquí, en el extremo norte del valle del río Calchaquí, y Cañete del Tucumán. Incontables indios y menos españoles cayeron en el levantamiento y se destruyeron las primeras estancias que intentaban asentarse en la zona, así como los ganados que comenzaban a multiplicarse en esas tierras fértiles del valle verde de Tafí. Los valles de Yocavil, Calchaquí y Tafí fueron territorios libres, por la ferocidad de sus habitantes naturales, hasta mucho después -exactamente ciento treinta años- de que las naciones aborígenes de los llanos del este fueran avasalladas por el avance del invasor español. 
   Yquisi no quería desconfiar y, al contrario, hubiera deseado fervientemente dejarse llevar por la esperanza de muchos de sus compañeros de campamento en Pomán. Pero la lógica de su observación le sembraba de dudas el corazón, como un almácigo donde crecía exuberante la sospecha sobre el Inca que había aparecido apenas unos meses atrás en su tierra santa. 
   Y sí: la verdad se colaba entre sus palabras, sus gestos, entre sus pensamientos y sobre todo entre sus ambiciones. El Inca Pedro Huallpa era, en realidad, un andaluz que a los dieciocho años había desembarcado en el puerto peruano de Pisco con una sola meta delirante que movería la suma de sus días, hasta la muerte: encontrar y apoderarse de los grandes yacimientos de oro y plata en las montañas del Gran Paitití, otro territorio de los sueños de los conquistadores que como El Dorado o la mítica Ciudad de los Césares, guardaba, en la imaginación de los invasores, las mejores riquezas minerales y los tesoros que los incas habrían escondido de la usurpación colonial. Pedro Chamijo era su nombre verdadero e instituyó su nueva identidad arrebatando el apellido Bohórquez a un anciano sacerdote jesuita, Alonso Bohórquez, a quien había sacudido de sus días apacibles, después de haberle despojado los ahorros de toda la vida, embaucándolo como sobrino suyo y depositario del mejor secreto de los incas: le aseguró que conocía el camino hacia el país más rico del incario, pero carecía de fondos para organizar una viaje para recoger esos tesoros que le esperaban en el Gran Paitití. Al viejo misionero le prometió la más alta vicaria en el reino de estos sueños, tras lo cual le pidió el dinero y nunca más volvió a verlo. 
   Desde que llegó a América, Chamijo sobrevivió con el oficio de embaucador. Según relata Teresa Piossek Prebisch, en el libro “Pedro Bohórquez. El Inca del Tucumán”, su primera víctima fue Ana Bonilla, la joven hija de un pequeño criador de caballos de buena sangre, con quien se casó y de quien se sirvió para salir, en primer lugar, de esa espantosa condición de “pobre blanco” en la que había quedado atrapado a poco de desembarcar de España. El estatus de esos europeos que caían en la indignidad de la pobreza hasta depender la subsistencia diaria de la ayuda de esclavos, indios, negros o mestizos, era uno de los peores castigos de la incipiente sociedad virreinal de esa época. Lo cierto fue que un día el aventurero andaluz desapareció de la quinta de la familia de su esposa con todos los animales de su suegro y huyó a los valles cordilleranos. Allí descubrió la veneración de la memoria colectiva de los incas, cuyo imperio ya había caído en desgracia bajo la incontenible fuerza conquistadora, la devoción por sus emperadores, quienes después de muerto se elevaban a la jerarquía de los dioses de la espiritualidad de su pueblo.



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(C) Hugo Morales Solá



 Bibliografía 

 * Piossek Prebisch Teresa: Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas – 1543-1546. Segunda edición de la autora. 1995. 

 * Piossek Prebisch Teresa: Pedro Bohórquez. El Inca del Tucumán. 1656-1659. Editorial Magna Publicaciones. Cuarta edición 1999. 
 * Piossek Prebisch Teresa: Los Quilmes. Legendarios pobladores de los Valles Calchaquíes. Edición de la autora. 2004. 
  * Torreblanca, H. de (2003): Relación histórica de Calchaquí, Buenos Aires: Ediciones culturales argentinas. Versión paleográfica, notas y mapas de Teresa Piossek Prebisch. 
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 * Turbay Alfredo: Quilmes. Poblado ritual incaico. La Fortaleza-Templo del Valla Calchaquí. Editorial María Sisi. Tercera edición póstuma. 2003. 
  * Galeano Eduardo: Las venas abiertas de América Latina. 
  * Revista Icónicas Antiquitas: Vol. 1, No. 1, 2003 - Universidad del Tolima - Colombia: Espacio y Tiempo de la Cultura de Santa maría – Análisis estructuralista de la iconografía funeraria en la cultura arqueológica de Santa María - Argentina - Los Quilmes del Valle de Yocavil. 
  * Tarragó, Myriam N. y Gonzalez, Luis R.: Variabilidad en los modos arquitectónicos incaicos. Un caso de estudio en el valle del Yocavil (noroeste argentino). Chungará (Arica), dic. 2005, vol.37, no.2, p.129-143. ISSN 0717-7356. 
  * Oliva Marta (Municipalidad de Quilmes - Pcia. De Buenos Aires): Evolución historiográfica de Quilmes.  
  * Reyes, Huaman Luis Alberto: Pachamama y los dioses incaicos – Pachamama agosto y la celebración - www.catamarcaguia.com.ar 
  * Quilmes a Diario.com.ar: La Reducción de la Santa Cruz de los Quilmes 
  * Quilmes legal: Breve reseña histórica de la ciudad de Quilmes. 
 * Russo Cintia: Universidad Nacional de Quilmes – Revista Theomai, número 2 (segundo semestre de 2000). 
 * Lorandi Ana María: Los valles calchaquíes revisitados. Universidad Nacional de Buenos Aires. 
 * Marchegiani, Marina; Palamarczuk, Valeria; Pratolongo, Gerónimo; Reynoso, Alejandra: Nunca serán ruinas: visiones y prácticas en torno al antiguo poblado de Quilmes en Yocavil - Museo Etnográfico “J. B. Ambrosetti” (Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires). 
  * Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa): Junto a los pueblos indígenas II 

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