lunes, 5 de septiembre de 2011

Amaicha del Valle: historia de una auténtica comunidad indígena - Parte I


Dicen que los cardones que se yerguen inmóviles en la cuesta de Ampimpa, bajando hasta Amaicha del Valle, son indios convertidos en plantas, armados de largas espinas, que custodian los cerros y la vida de sus habitantes.
Pero el arma más poderosa que estos centinelas dormidos desenvainan en la primavera es su rotunda flor blanca, aunque más que armadura es una bandera del color inconfundible de la paz, como la vocación de su pueblo que después de resistir ferozmente a la invasión española en las tres sublevaciones de la gran nación calchaquí, que demoraron en 130 años la conquista definitiva de los españoles sobre estos altos valles, eligió rendirse ante el invasor para proteger la vida de los amaichas e intentar rescatar su territorio.
La comunidad indígena de los Amaichas es otro desprendimiento de la etnia matriz de los diaguitas, cuyos genes gobernaron toda esta región de los valles del noroeste argentino hasta la llegada del imperio inca, primero, y de la gran invasión europea, después, a partir de 1543. Sus orígenes se confunden, desde luego, con los de la nación de los diaguitas, de cuyo primeros pasos en estas tierras se tiene noticias desde mediados del siglo noveno de esta era, cuando aparecen los primeros rastros de la cultura Santa María, que, como se sabe, el arqueólogo argentino Rex Gonzalez ubica en lo que llamó el Período Tardío del nacimiento de las civilizaciones agroalfareras de esta tierra.
En la organización arqueológica que Gonzalez hiciera en 1962, esto significa que antes de la aparición cultural de los diaguitas hubo otras sociedades originarias que desarrollaron su existencia en los altos valles del NOA. Es decir: hubo un Período Temprano (desde los primeros asentamientos humanos en la zona hasta alrededor del año 650 dC) que incluye a las culturas Condorhuasi, Tafí, La Ciénaga, La Candelaria, Alamito, Las Mercedes y San Francisco. Entre los años 650 y 850 se desarrolló el Período Medio ocupado por las culturas de La Aguada y Sunchituyoc. Finalmente, en el Período Tardío (desde el año 850 hasta la llegada del imperio Inca, alrededor de 1450) tuvieron lugar las culturas Santa María, Belén, Humahuaca, Sanagasta o Angalasto y Averías.
La gran nación diaguita se expandió por todos los territorios valliserranos del noroeste, cuyas etnias más importantes se identificaron como los Pulares, en los valles salteños del Esteco y de Lerma; los Calchaquíes, que ocuparon los valles de los ríos Calchaquí y Yocavil; y los Diaguitas, asentados desde Catamarca hasta La Rioja. Sin embargo, la presencia de los Amaicha debió sus orígenes al apartamiento que hicieron de la comunidad principal calchaquí para asentarse a orillas del río que después tomaría el nombre de su pueblo, a unos dos mil metros de altura, en el extremo sudeste del valle del Yocavil, y construir así su propia identidad e independencia.

Su nombre

Pero en torno del significado de su nombre parece no haber paz entre quienes intentaron descifrar el sentido profundo del primer signo de su identidad. Incluso, su lengua -el kakán- no solo murió tempranamente, con relación a otros idiomas aborígenes, sino que además no quedaron ni vestigios de su uso ni de los intentos lingüistas de desencriptarlo. Lo que se sabe, sí, es que fue un dialecto casi inaccesible, muy difícil de comprender, que sin embargo unió a numerosas comunidades originarias de Sudamérica hasta, por lo menos, el siglo XVII.
De un lado están los que piensan que Amaicha se vincula con la palabra aymacha, cuyo significado en el aymara, idioma madre del kakán que se extinguió igualmente por la imposición del quechua como lengua imperial de los incas, alude a la noción de cuesta abajo. El historiador tucumano Manuel Lizondo Borda, por ejemplo, adhiere a esta corriente investigadora de la lingüística indígena y explica que así se identificaba a la pared que da al valle del Yocavil del cerro que lo separa del valle contiguo de Tafí, hacia el oriente. Esto es, aymacha o cuesta abajo sería lo que hoy se conoce como cuesta de Los Cardones y Ampimpa. Del otro lado, viniendo desde Tafí del Valle -según la ilustración Lizondo Borda-, estaba la cuesta arriba o lo que hoy se llama la cuesta del Infiernillo. Dice, incluso, que uno de los primeros asentamientos de los Amaicha fue la zona de Los Cardones, un lugar de pendientes escabrosas y abruptas hacia la planicie del valle del río Santa María, precedido en el ingreso a este amplio valle por el río Amaicha.
Pero existe otra versión que anuda sus orígenes al quechua, según el padre Pedro Lozano. Según el misionero jesuita, cronista y lingüista, además, en la ardua tarea de evangelizar estas culturas andinas y valliserranas, Amaicha es un vocablo que se desprendió del verbo amaichar o reunir en el idioma de los incas. Esta costumbre de reunirse o juntarse en grupos para deliberar o ejercer en los hechos la defensa de su territorio respondía precisamente a la invitación de nos amaichemos y coincide con la teoría del Lozano, según el testimonio de ancianos de la comunidad amaicheña recogidos por Mariana Vignoli para su tesis de la Licenciatura en Turismo.

La convivencia

A diferencia de la de Los Quilmes -una etnia migrante que había descendido desde las alturas de la puna chilena y era considerada usurpadora por las comunidades naturales de los valles calchaquíes- la sociedad de los Amaicha fue más bien pacífica y laboriosa hacia adentro y en la convivencia con los demás pueblos originarios de la región.
Como una buena comunidad sedentaria, dedicaba sus días y su gente a la agricultura y a la alfarería. El mismo Lizondo Borda llegó a resaltar sus creaciones artísticas en la cerámica, como una de las importantes, por su belleza estética, de la cultura Santa María, pero también aprendió a trabajar los metales que disponían en las montañas que lo envolvían, como el cobre, el oro y la plata de cuyas fundiciones desarrolló un abundante arte metalúrgico, a la vez que se sirvieron para fabricar sus armas, herramientas de trabajo y utensilios domésticos.
Con la agricultura, alcanzaron grandes producciones de maíz, quinoa, poroto, papa y zapallo, que eran depositadas en inmensos silos subterráneos, así como el producto de las cosechas recolectoras de algarrobas y chañares. Del mismo modo, el hecho de que vivieron en un territorio estable les permitió criar ganados de llamas -que le servían de alimento y carga-, y perfeccionar la producción a través del mestizaje de razas para obtener animales de importante porte para el traslado -como las quaras- y las otras destinadas a la alimentación.
Hasta la llegada del primer conquistador incaico, a mediados del siglo XVI, la vida de esta comunidad aborigen transcurrió bajo los códigos de la convivencia originaria de esos tiempos. Es decir: había algunos pueblos más agresivos que otros, algunos más expansionistas que otros, y unos más pacíficos que la mayoría, en la coexistencia entre las numerosas sociedades naturales de los valles calchaquíes, cuyos orígenes -salvo los quilmes- reconocían una sola identidad: la etnia diaguita, de donde desciende lo que después se conoció como cultura Santa María.
La de los Amaicha, fue una comunidad que ciertamente perteneció a quienes mostraron siempre una vocación de paz, tal vez porque su organización social, cultural y política fue una de las de mayor complejidad entre los grupos naturales calchaquíes. Pero lo cierto fue que eso le permitió crecer y evolucionar en las actividades comunitarias, aunque naturalmente supo defenderse frente a los intentos de invasión de territorio o usurpación de cosechas o ganado de algún pueblo vecino, que por cierto eran vicisitudes naturales de la convivencia entre los pueblos del mismo ecosistema que les dio a todos la misma identidad, una sola memoria y la historia única, diferenciada sólo por matices, para unos y otros habitantes de los valles de los ríos Yocavil y Calchaquí.
El espíritu comunero actual, incluso, hunde sus raíces en aquella intensa actividad comunitaria que irradiaba su influencia hacia el gobierno tribal, cuya conducción estaba a cargo del un jefe o cacique que recibía sus poderes por transmisión sanguínea, era el gobernante que heredaba el mando de su padre y lo ejercía hasta la muerte. Pero estaba acompañado siempre por una corte sacerdotal de hechiceros o chamanes y consejo de ancianos que cortejaba y compartía el poder sobre su pueblo, aunque la última decisión estuviese casi siempre en manos del cacique. En realidad, el gobernante estaba vinculado a la voluntad de los mayores, sólo por el respeto casi reverencial que en aquella cultura se tenía de sus opiniones y deliberaciones.
Por eso, igualmente, la agricultura y toda su actividad económica estuvo orientada hacia el bien común, hacia el ideal de la propiedad socializada, porque todo era de todos. Si bien las familias disponían de predios para la explotación agropecuaria, ellas sabían que la propiedad era de la comunidad y que ella era la que distribuía la tierra para el trabajo y su aprovechamiento. Tal vez a este espíritu pertenezca incluso el origen de su mismo nombre, por aquello, por ejemplo, de que para encarar los trabajos como su religiosidad había que amaicharse o reunirse, como un mandato de los dioses, de la tierra y de sus ancestros.

La religiosidad

Esa complejidad cultural también se manifestó en el alto grado de espiritualidad de su gente, si bien nunca desconocieron los orígenes diaguitas de sus creencias. Del mismo modo, la religiosidad tuvo un fuerte sesgo comunitario, sus ritos y sus mayores celebraciones religiosas estaban siempre acompañados de la presencia colectiva de los amaichas. De ahí, por ejemplo, que el culto a la Pachamama, la mayor deidad de su cosmogonía, reconozca su misterio en el acto de que el amaicha, como ser comunitario, podía ver descubrir su identidad más profunda reflejada en las raíces de la madre tierra, que todo lo daba y todo lo quitaba, en la medida en que era también el orden que gobernaba al universo.
Pero había, claro está, otras divinidades menores en el panteón religioso de los amaichas que compartían con los demás pueblos de la región -incluso, con las demás comunidades andinas- como el rayo, el trueno, la lluvia y algunos animales propiciatorios de ella en esta tierra seca de toda humedad, donde hasta una partícula de agua era valorizada como el más preciado tesoro que recibían de los dioses. El Sol -el padre Inti- fue un culto especial que tuvo su momento de mayor tributo en el período de dominación incaica, que si bien fue breve, fue igualmente poderoso para imponerlo como la divinidad mayor de una nueva espiritualidad de los indígenas del imperio, desplazando -aparentemente, por lo menos- a la ceremonia de la Pachamama como el rito que presidía la cosmogonía andina. El inca pudo además uniformar los cultos menores que se diferenciaban entre las diferentes regiones por una variedad de matices, un sistema prevalencias de las divinidades por debajo, desde luego, de la Pachamama, según fuera la prioridad de los intereses comunitarios y económicos de cada lugar, que podía estar determinada, por ejemplo, por el clima o la geografía.
Pero era el culto a la Pachamama, como se dijo, el mayor tributo religioso de los amaichas. En realidad, la Madre Tierra nunca dejó de ser su mayor divinidad, sólo debió ceder una parte del espacio espritual de esta comunidad para recibir la creencia impuesta por el inca hacia Inti, una deidad que tampoco fue resistida por los diaguitas, en general, y que incluso nunca fue abandonada después del incario, así como también fue cierto que éste fue del mismo modo respetuoso de las religiosidad local de cada pueblo, por abajo del Padre Sol.
Sin embargo, no hay otro culto que identifique más acabadamente a los aborígenes del noroeste y, en especial, a los amaichas de los valles calchaquíes que el de la Pachamama. Ella es la madre que los contiene y los sostiene, que les de la vida y la subsistencia, adonde van a hundirse los muertos en el largo viaje a las estrellas, hacia la Gran Luz. Ella es el universo que envuelve, en definitiva, toda la existencia y la convivencia entre los hombres. Por eso, ella también es la que gobierna la paz y la guerra, la aventura y las desventuras de todas sus empresas, y rige sobre todo la sucesión de la vida, ella quien auspicia la buena suerte en cada parto, así como la salud y la enfermedad de hombres, animales y sembradíos.
Se explica, entonces, que las ceremonias en su honor hayan sido -y todavía lo sean- interminables, que se hayan extendido por varios días porque incluían diferentes ritos, siempre comunitarios, que iban desde bailes rituales como La Ramada, los topamientos y pechadas a pie -hoy lo hacen también a caballo- hasta los juegos con harina y albahaca, mientras los primeros cánticos ceremoniales, precursores de las coplas, se encendían, a un solo tiempo, de dolor y alegría en la garganta aguardentosa de las mujeres -las copleras actuales- que lloraban sus chayas, como un lamento de adoración a la gran madre de la comunidad. El licor, precisamente, fue el elemento ceremonial que acompañó -y presidió- desde los tiempos remotos la devoción de los amaichas por la Pachamama. Era -y es- la chicha sagrada, producto del sacrificio de las algarrobas, que por esos días y esas noches gobernaba la sangre de los amaichas.

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 Fuentes:
* Teresa Piossek Prebisch: “Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas. 1543-1546”. 1995
* Teresa Piossek Prebisch: “Pedro Bohorquez, el Inca del Tucumán. 1656-1659”. Ediciones Magna Publicaciones. 1999.
* Octavio Paz: “Tiempo Nublado”.
* Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy: "Ritual de la Pachamama, el 1° de agosto".
* Huamán Luis Alberto Reyes: Tesis doctoral. www.catamarcaguia.com.ar.
* Comunidad indígena de Amaicha del Valle: “Amaicha: ceremonia de vida”. Editorial Neptuno. 1996.
* Mariana Vignoli: Tesis de la Licenciatura en Turismo.
* Sitios web: www.nortevirtual.com - www.naya.org.ar -www.identidadaborigen.com.ar - www.lagaceta.com.ar - www.enteculturaltucuman.gov.ar


* La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires - Argentina

(c) Hugo Morales Solá

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