miércoles, 31 de octubre de 2012

Los Quilmes - VIII - La llegada del conquistador español (continuación)

"Derrotados por el asombro"


  El curaca de los quilmes sintió el mismo estremecimiento del guardia cuando conoció la noticia más extraña que sus oídos habían escuchado nunca. Carne adentro, un tráfico intenso de emociones se cruzaba y pugnaba por dominarlo de cuerpo entero. Sintió primero un susto paralizador, no los había visto todavía pero la imaginación pudo más que la realidad. Después siguió el miedo por su gente, por él y su familia, su gran familia de numerosas esposas y de incontables hijos. El temor creció más tarde hasta el pánico hacia algo más trascendente o divino encarnado en la mera presencia humana de estos extraños que venían del otro lado de los mares, sin que todavía pudiera saber qué cosa eran efectivamente y qué los traía hacia las tierras de sus ancestros. En realidad, el cacique no sentía nada diferente de lo que habían sentido algunas décadas atrás los reyes incas y aztecas, cuando hicieron contacto por primera vez con los conquistadores españoles. La primera información que recibió Moctezuma, por ejemplo, el emperador de los aztecas, fue que “un cerro grande se movía en el mar”. Eso era lo que veían los indígenas cuando divisaron el primer barco español en sus aguas. El cacique maya Tecum, por su lado, degolló al caballo de Pedro de Alvarado, porque creía que era una parte del cuerpo del adelantado de España. Desde luego, la reacción de Alvarado fue instantánea: se puso de pié y mató al jefe indígena. “Los indígenas fueron, al principio, derrotados por el asombro”, se convenció hace mucho tiempo Eduardo Galeano en su obra “Las venas abiertas de América Latina”. 
  Pero la esperanza escondida de Almagro y todos sus hombres -y la de los que le seguirían también- era encontrar en esta empresa la ciudad tan secreta como codiciada de El Dorado, la capital de los Césares de las Indias, una urbe resplandeciente de oro, construida con paredes del precioso metal que los incas atesoraban en la espesura de la selva de sus montañas lindantes con el Amazonas o en algún oculto valle de la gran cordillera, que les abastecía con riquísimos yacimientos del mineral tan preciado y tan buscado a lo largo de los siglos de la colonización americana. Nunca la encontraron porque su existencia no pasó de la leyenda, pero sí dieron con las vastísimas minas y canteras de oro, plata y cobre, entre otros metales, donde abrevaron las ambiciones y apetencias de la más diversa naturaleza. Pero El Dorado fue el pretexto ideal para acometer, por otra parte, la expropiación de las tierras y de todos los territorios para que cada uno de ellos formase parte efectiva del patrimonio personal que engrosaron los conquistadores, sobre todo de aquellos primeros adelantados, a cuyo favor quedaba sometida buena parte de las tierras de Indias. Así, por ejemplo, después de que Pizarro y Almagro conquistaron Perú, el Tahuantinsuyu quedó dividido, en 1534, por voluntad del rey de España en cuatro regiones: Nueva Castilla, para Pizarro; Nueva Toledo, para Almagro; Nueva Andalucía, para Pedro de Mendoza; y Nueva León, para Simón de Alcazaba. Pero esta partición del imperio de las cuatro regiones -que eso significaba justamente el Tahuantinsuyu- generó una disputa sangrienta entre Pizarro y Almagro por la posesión de setenta leguas donde se asentaba el Cuzco. Las guerras civiles que este enfrentamiento desató fueron brutales y arrastró a las primeras colonias de españoles como a las comunidades indígenas, que murieron por miles mientras duraron las refriegas. La precaria paz llegó con la derrota y ejecución de Almagro a manos de Pizarro, al regreso de aquel, en 1539, de la expedición a Chile. Pero el hijo mestizo del sentenciado conquistador, Diego de Almagro el Mozo, se ocuparía dos años más tarde de que la venganza desaguara sobre el juez de su padre.

Paso violento, devastador

 La corte del cacique de los quilmes y sus jefes militares apoyaron sin dudar la decisión del curaca de alistar y distribuir inmediatamente a los guerreros para una emboscada sobre aquellos seres extraños, cuya naturaleza todavía no alcanzaban a descifrar. Lo que sí sabían a ciencia cierta, por la información de los aborígenes que viajaba más rápido que los expedicionarios, era que su paso era, por lo menos, violento, cuando no devastador, dotados de armas que mataban con extraordinarias bolas de fuego de un poder insuperable. Se apropiaban de sus llamas para el alimento y la carga de sus vituallas. El jefe de Quilmes volvía a repetirse en silencio que, si eso era verdad, nunca podía ser una legión bajada del panteón de sus dioses, a quienes siempre ellos habían pedido su protección. El pensamiento entre mágico y religioso que dominaba la existencia de los nativos determinó, en efecto, que la primera reacción fuera identificar esta presencia tan extraña como nueva entre ellos como la corporización de sus mejores deidades. Pero muy pronto cayeron en la cuenta de que en todo caso serían enviados divinos para castigar sus días y su futuro, después de sentir el dolor de los pueblos indígenas por la esclavización y la muerte. Las tropas de los quilmes aguardaron agazapadas el paso de los españoles, ocultos entre las peñas de los cerros y en medio de la espesura del bosque de algarrobos y chañares. Calculaban que lo harían hacia el atardecer y que en algún lugar deberían acampar para pasar la noche y esperar hasta el amanecer para continuar al sur, hacia los valles de Catamarca y los desiertos de Cuyo, en busca del cruce más adecuado hacia el otro lado de la cordillera de los Andes y ocupar las costas del Pacífico. En ocasiones su estrategia era ofensiva: si las circunstancias demandaban el ataque sorpresivo se lanzaban masivamente en “guazabaras” sobre el enemigo, aterrorizando con el método de la confusión y el desconcierto y con la gritería de la tropa que aturdía y casi anulaba la reacción defensiva del adversario. Pero esta vez, la de los quilmes sería una maniobra puramente defensiva: no atacarían si no eran agredidos. 
  Hombres y caballos caminaban al ritmo de los músculos fatigados y de su espíritu desalentado. A la ruta agreste, y por muchos tramos inhóspita, se sumaba la dureza de los indígenas para prestar colaboración y en vez ofrecían una feroz resistencia para rendirse a la imposición que rezaba la norma imperial dictada por los reyes de España ordenando de inmediato el sojuzgamiento y, más aún, la conversión lisa, llana e inmediata al Dios de los cristianos. El canon imperial que mandaba someterse a los aborígenes y reconocer de inmediato como única divinidad a Jesucristo, era un mero formulismo que debían repetir como un ritual vacío ante los oídos sordos de los caciques. Era demasiada adversidad para la tropa de Almagro y con frecuencia le ganaba el desaliento y el deseo de renunciar a los proyectos del conquistador. Él, sí, no podía permitirse ninguna tentación de desfallecimiento, no aceptaba ni siquiera que la idea de regresar con el fracaso le relampaguease por su cabeza. Almagro tenía muy claro que su plan era efectivamente una empresa llevada adelante por la fuerza literal de la iniciativa particular de los expedicionarios que debía reportar riquísimas ganancias, a quienes la corona española sólo había prestado su autorización para acometerla y percibir naturalmente la renta que de cada una de ellas les correspondiese. Era, en fin, un botín fabuloso que cada noche acariciaba en su imaginación feraz y del que tenía clara conciencia que nunca más volvería a tener la oportunidad de asirlo. 
  Y, en efecto, las tropas conquistadoras no agredieron: trataron de aprovechar toda la luz del día que pudieron para cruzar lo más rápido posible el valle de Yocavil, advertidos como estaban de la bravura de las tribus que lo habitaban. Ya habían tenido demasiado ajetreo bélico en Chicoana y empezaban a conocer la reciedumbre de los indígenas. Sólo el silencio acompañaba el paso lento de los soldados de Almagro, sobre quienes a veces el sueño ganaba a la vigilia de los cinco sentidos de cada uno de los hombres del conquistador. Con la luna arriba, alumbrándoles el camino, decidieron descansar hasta que amaneciera, luego de que habían dejado bastante atrás la zona de Fuerte Quemado, que era más o menos el límite sur del territorio de los quilmes. Ellos, sin embargo, pasaron igualmente la noche en sus puestos de lucha, esperando entre la oscuridad la amenaza de ataque del invasor. El sol los encontró desconfiados y prestos al combate a un lado y al otro de los bandos opuestos. 
  El tiempo y la convivencia, a veces violenta, a veces pacífica, ayudaron a que los aborígenes desnudaran la humanidad de esos seres extraños que perturbó y trastornó definitivamente la vida de las civilizaciones nativas. Pudieron ver claramente que adentro de esas vestimentas metálicas y arriba de aquellos animales aterradores había nada más que hombres de carne y huesos, repletos de errores y aciertos, defectos, virtudes y limitaciones, como ellos mismos, gobernados, en muchos casos, por las ambiciones desmedidas, que cayeron sobre su gente como una nueva calamidad en la historia de las invasiones que debieron soportar. 
  Hay autores que sostienen que la conquista española del continente americano fue inclusivista, esto es, incluyó a las razas originarias en la nueva era que abrieron sobre el mundo ignoto que habían descubierto. Desde luego que la dominación estuvo a cargo del conquistador, pero es cierto que hubo esfuerzos de convivencia e integración entre ambas civilizaciones, tan diferentes una de otra como el cielo de la tierra, que se vieron expresados claramente en políticas y legislaciones que los reyes que se sucedieron en el trono de España a partir del siglo XV sancionaron con el propósito de contener a esa humanidad nueva que habían encontrado en la “terra incógnita”. No obstante, es verdad que fue la misión evangelizadora de la Iglesia Católica la que sobre todo ayudó a poner límites a la conciencia conquistadora. Cada uno reaccionó según los instintos de la naturaleza humana que los envolvía por igual. Los pueblos originarios resistieron a quienes vieron como un invasor de sus tierras y agresor de su gente. Y lo hicieron en muchos casos con una ferocidad épica frente al español, como la de los Quilmes. Otros se rindieron ante la superioridad tecnológica de los españoles y eligieron defender la vida aún a costa de su libertad y la pérdida de sus tierras. En ese horno, sin embargo, se amasaron culturas diferentes y opuestas, creencias contradictorias y antagónicas que de todos modos pudieron fundir partes de sus almas en el fuego que fue moldeando la vida nueva que nacía en el choque cultural de la Conquista. 
  Pero comparando con Octavio Paz la conquista americana que acometieron España e Inglaterra, no cabe duda, por supuesto, que la hispana tuvo, a pesar de todo, un sesgo humanizante y tolerante. No perdió de vista que delante de los ojos de los colonizadores había seres humanos. La conquista inglesa, en cambio, fue literalmente exclusivista. Su espíritu no admitió la convivencia y la interactividad cultural de las civilizaciones y avanzó con el rigor implacable del exterminio de las razas nativas. 

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(C) Hugo Morales Solá



 Bibliografía 

 * Piossek Prebisch Teresa: Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas – 1543-1546. Segunda edición de la autora. 1995. 
 * Piossek Prebisch Teresa: Pedro Bohórquez. El Inca del Tucumán. 1656-1659. Editorial Magna Publicaciones. Cuarta edición 1999. 
 * Piossek Prebisch Teresa: Los Quilmes. Legendarios pobladores de los Valles Calchaquíes. Edición de la autora. 2004. 
 * Torreblanca, H. de (2003): Relación histórica de Calchaquí, Buenos Aires: Ediciones culturales argentinas. Versión paleográfica, notas y mapas de Teresa Piossek Prebisch. 
 * Lafone Quevedo Samuel A.: Las migraciones de los Kilmes. Revista de la Universidad de Buenos Aires. Tomo XLIII, págs. 342 y sgtes., Talleres Gráficos del Ministerio de Agricultura de la Nación, Buenos Aires, 1919. (educ.ar). 
  * Turbay Alfredo: Quilmes. Poblado ritual incaico. La Fortaleza-Templo del Valla Calchaquí. Editorial María Sisi. Tercera edición póstuma. 2003. 
  * Galeano Eduardo: Las venas abiertas de América Latina. 
  * Revista Icónicas Antiquitas: Vol. 1, No. 1, 2003 - Universidad del Tolima - Colombia: Espacio y Tiempo de la Cultura de Santa maría – Análisis estructuralista de la iconografía funeraria en la cultura arqueológica de Santa María - Argentina - Los Quilmes del Valle de Yocavil. 
  * Tarragó, Myriam N. y Gonzalez, Luis R.: Variabilidad en los modos arquitectónicos incaicos. Un caso de estudio en el valle del Yocavil (noroeste argentino). Chungará (Arica), dic. 2005, vol.37, no.2, p.129-143. ISSN 0717-7356. 
  * Oliva Marta (Municipalidad de Quilmes - Pcia. De Buenos Aires): Evolución historiográfica de Quilmes.  
  * Reyes, Huaman Luis Alberto: Pachamama y los dioses incaicos – Pachamama agosto y la celebración - www.catamarcaguia.com.ar 
  * Quilmes a Diario.com.ar: La Reducción de la Santa Cruz de los Quilmes 
  * Quilmes legal: Breve reseña histórica de la ciudad de Quilmes. 
  * Russo Cintia: Universidad Nacional de Quilmes – Revista Theomai, número 2 (segundo semestre de 2000). 
  * Lorandi Ana María: Los valles calchaquíes revisitados. Universidad Nacional de Buenos Aires. 
  * Marchegiani, Marina; Palamarczuk, Valeria; Pratolongo, Gerónimo; Reynoso, Alejandra: Nunca serán ruinas: visiones y prácticas en torno al antiguo poblado de Quilmes en Yocavil - Museo Etnográfico “J. B. Ambrosetti” (Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires). 
  * Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa): Junto a los pueblos indígenas II 


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domingo, 28 de octubre de 2012

Los Quilmes - VII - La llegada del conquistador español

  El soldado nativo no podía creer lo que estaba viendo. En verdad, era muy extraño, casi inhumano aquello que se dibujaba en el horizonte, entre los cardones que se acercan a la lengua exánime del río Yocavil. ¿Serían los dioses encarnados en esos metales que desde la distancia del pucará de la cresta del cerro sagrado de los quilmes brillaban bajo el sol como luces resplandecientes de seres sobrenaturales? ¿Habrían salido de la galería exuberante de sus idolatrías? ¿Era una o eran dos criaturas que se movían, una sobre la otra, en el silencio del valle y obnubilaba ahora la cabeza del guardia?
  Algunos rumores habían llegado ya sobre esas presencias increíbles en las tierras de los incas, que estaban haciendo temblar su señorío entre todas las naciones indígenas. Pero otra cosa era poder ver esos cuerpos espectrales con los propios ojos, mirarlos y sentir que la sangre se enfriaba y paralizaba cada uno de los músculos del cuerpo, que la mente se adormecía con el opio del miedo y un impulso desconocido movía los instintos a reverenciarlos.
   Lo mismo habían sentido todos los pueblos del norte de los valles calchaquíes -y antes aún, de las demás regiones del Tahuantinsuyu- cuando esas imágenes extrañas impresionaron los ojos atónitos de cada uno de ellos. Pero después del shock, volvieron a la conciencia de que había que defender el territorio y su gente.   La sensación de los caciques era finalmente igual: la mirada amenazante de ese ser extraño no podía ser nunca de uno de los dioses a quienes ellos pedían protección para sus vidas, sus cosechas y sus animales. Un dios que los protege no podría nunca dañar su existencia y amenazar sus días por venir si no obedecían sus exigencias.
   Las noticias corrían en medio del oleaje de rumores, temores y desasosiegos, que deformaban la carnadura real del tráfico de informaciones, e iban y venían de una punta a la otra del Tahuantinsuyu, el “imperio de las cuatro regiones” de los incas. Esa presencia extraña tampoco podía ser de la misma carne que el dominador que hacía unos cincuenta años atrás los había conquistado, porque era evidente que él también había caído ante un poder superior y El Cuzco ya no era la gran capital que los sojuzgaba, aunque ellos no pudieran sentir efectivamente esa liberación porque presentían el peso aún mayor de la nueva dominación.
  Los quilmes, como las demás culturas indígenas, creyeron en el primer contacto que tuvieron con la presencia española que se trataba de una representación sobrenatural con encarnación humana que tal vez llegaba para desatar el yugo de la dominación incaica, si bien el propio inca profesó, en ese momento inicial del encuentro de ambas civilizaciones, el mismo culto equivocado a esos señores a quienes podía verle el aura de la divinidad que ellos también adoraban.

Un choque civilizaciones

  Pero no fue un encuentro sintetizador e integrador de culturas diferentes. Fue, en cambio, un choque violento de sociedades muy desiguales, de civilizaciones absolutamente incomparables, donde la más avanzada no se impuso por el camino de la razón a sus interlocutores más atrasados, según la cosmovisión del mundo que traían quienes habían cruzado el océano Atlántico, el temible mar del Norte. Se impuso por la vía rápida de la ocupación violenta de naciones enteras, con sus culturas y sus historias. Se impuso por el atajo de la voracidad sobre las riquezas de las comunidades originarias de este continente. Riquezas que para ellas tenían un profundo sentido espiritual, lejos en lo absoluto de lo económico.
  Definitivamente, había que defenderse de su presencia agresiva. Ahora sí, la historia cambiaría rotundamente. Si antes aquella civilización de su misma raza los había sometido y esclavizado, obligándolos a trabajar para sostener su interminable imperio, y había quebrado el futuro de su pasado, la convivencia a pesar de todo había sido posible. El tiempo pudo trenzar nuevos códigos comunes que fueron creciendo en el enramado de sus culturas que aprendieron a tocarse y alejarse, a mezclarse, a fundirse y volver a separarse, a respetarse y convivir en ese aprendizaje que sólo la misma sangre y los mismos orígenes, la misma tierra y el mismo cielo, dioses y credos que se parecían y sin embargo se diferenciaban, podían servir como un almácigo capaz de germinar una nueva era dentro de la misma historia.
  Ahora, en cambio, eran dos mundos, tan diverso uno del otro como la luz de la oscuridad, que se encontraban y chocaban, que en un principio se rechazaban y no se toleraban ni se respetaban, y que terminaron imponiéndose uno sobre el otro, un mundo sobre la vida del otro. Mundos, en fin, definitiva y enteramente extraños entre sí, cuyo encuentro trajo una cadena de conflictos que los siglos arrastraron hasta llegar casi a la extinción de las culturas y de los pueblos más débiles.
  Desde el mirador del pucará del cerro Alto del Rey, el centinela tenía una visibilidad perfecta de los horizontes del valle, pero en verdad no podía comprender lo que estaba viendo. ¿Qué era aquella masa informe de siluetas increíbles para sus ojos? Las crónicas de la red de chaskis, todavía vigente, que llevaba y traía la información del imperio inca que acababa de caer bajo el poder de estos seres extraños, habían reportado su presencia, pero nunca antes habían pisado el valle del Yocavil. Además, las noticias oficiales y oficiosas se manejaban siempre entre la clase política de la sociedad quilmeña, de modo que a los oídos de la gente más común, como el guardia que ahora los veía por primera vez, la información se diluía hasta la nada o hasta parecer una de las historias fantásticas que tantas veces entretenían a la soldadesca indígena de todas las tribus.
   Diego de Almagro había salido, en efecto, desde el palacio real inca del Cuzco, devenido ya en sede oficial del poder conquistador que era compartido entre él y Francisco Pizarro, detrás de nuevas conquistas para anexar pueblos enteros y nuevos territorios, pero especialmente le atraía el magnetismo de la leyenda de la ciudad perdida de El Dorado, aquella ciudad del César de los incas, y sus inagotables tesoros en metales preciosos, sobre todo en oro, que las leyendas habían tejido a la medida de las ambiciones de los españoles. Sabía además que a lo largo de todo el espinazo cordillerano existían yacimientos riquísimos de minerales preciosos. En busca de todo eso partió Almagro, alentado por Pizarro para enfriar las desavenencias que los separaban en la disputa insuperable por el reparto del imperio incaico y el control de su capital política, que llevó a la primera guerra civil entre ambos bandos en 1537. A sangre y fuego de arcabuces había entrado el Adelantado español al valle del río Calchaquí, luego de cruzar el altiplano. Con alrededor de quinientos hombres, había tenido la primera revuelta en Chicoana y después había arrasado con pueblos enteros de mitimaes, que los incas trasladaban de un lugar a otro del imperio para hacerlos trabajar como esclavos en las minas de oro y cobre de sus reinos. De ellos aprendieron los españoles, entre otras tantas cosas, la práctica del destierro de las comunidades rebeldes que no eran fáciles de controlar en sus propias tierras.
  Eso sí que había llegado a sus oídos: las noticias del paso violento de los conquistadores corrían más veloces que sus caballos y se adelantaban a su llegada. La imaginación de los nativos multiplicaba naturalmente el horror en los pueblos más dóciles y encendía el orgullo y la rebeldía en los más altivos. Ahora su cabeza estaba paralizada de consternación. Sin embargo, el guardia trató de advertir a los demás centinelas del pucará pero su boca había enmudecido y su sangre se había enfriado de pánico. El paso lento, a contramano del río Yocavil, de la tropa de Almagro se recortaba nítidamente con el trasluz del sol que empezaba a levantarse desde las cumbres calchaquíes. Su mirada podía recorrer, con las primeras luces del alba, los pies del cerro sagrado, al poniente del valle, los campos cultivados con tanto esfuerzo entre la sequía interminable de esos años, los bosques de algarrobos, el caserío de piedra de su gente y el descanso plácido de sus rebaños. “¡Qué será de todo esto!”, se sacudió de espanto y destrabó las piernas inmóviles en una carrera sin respiro hasta la guardia de los jefes militares para comunicar la mala nueva de los recién llegados.
  El valle no ardía como en otros eneros, pero el sol de la media mañana de aquel verano de 1536 abrasaba igualmente a los acorazados jinetes. Semanas atrás, habían salido del azote mortal del frío y la puna del altiplano, aunque ésta era una enemiga conocida a la que ya se estaban adaptando desde su residencia en el Alto Perú. De todos modos, la altura de los valles era un sosiego para sus cuerpos cansados y mal alimentados que buscaban una oportunidad para el reposo. No la encontrarían más allá, más al sur de Chicoana. La gran ciudad indígena, aproximadamente a la altura de la actual localidad de Molinos, en el yacimiento arqueológico de La Paya, donde verdaderamente se abre el valle del río Calchaquí, había servido efectivamente para que Diego de Almagro pudiera reponer los insumos más importantes de su expedición, al costo de sortear rebeliones nativas. Su meta era, ya se sabe, conquistar la costa del Pacífico y encontrar una ruta segura y lo más rápida posible, sin atravesar los interminables desiertos y salares de la puna chilena que obstaculizaban su paso por el litoral marítimo entre Perú y Chile. Pero en su largo viaje, que seguramente le habrá demandado por lo menos un año de su vida hasta el regreso al Cuzco, intentó sojuzgar los territorios y las naciones indígenas que encontraba sin conocer las particularidades de cada pueblo que le hubieran permitido echar mano de otros recursos políticos. Poco descanso encontraron -y encontrarán- hombres y caballos en estos bastiones calchaquíes.

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 (C) Hugo Morales Solá




Bibliografía


 * Piossek Prebisch Teresa: Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas – 1543-1546. Segunda edición de la autora. 1995.
 * Piossek Prebisch Teresa: Pedro Bohórquez. El Inca del Tucumán. 1656-1659. Editorial Magna Publicaciones. Cuarta edición 1999.
 * Piossek Prebisch Teresa: Los Quilmes. Legendarios pobladores de los Valles Calchaquíes. Edición de la autora. 2004.
 * Torreblanca, H. de (2003): Relación histórica de Calchaquí, Buenos Aires: Ediciones culturales argentinas. Versión paleográfica, notas y mapas de Teresa Piossek Prebisch.
 * Lafone Quevedo Samuel A.: Las migraciones de los Kilmes. Revista de la Universidad de Buenos Aires. Tomo XLIII, págs. 342 y sgtes., Talleres Gráficos del Ministerio de Agricultura de la Nación, Buenos Aires, 1919. (educ.ar).
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 * Galeano Eduardo: Las venas abiertas de América Latina.
 * Revista Icónicas Antiquitas: Vol. 1, No. 1, 2003 - Universidad del Tolima - Colombia: Espacio y Tiempo de la Cultura de Santa maría – Análisis estructuralista de la iconografía funeraria en la cultura arqueológica de Santa María - Argentina - Los Quilmes del Valle de Yocavil.
 * Tarragó, Myriam N. y Gonzalez, Luis R.: Variabilidad en los modos arquitectónicos incaicos. Un caso de estudio en el valle del Yocavil (noroeste argentino). Chungará (Arica), dic. 2005, vol.37, no.2, p.129-143. ISSN 0717-7356.
 * Oliva Marta (Municipalidad de Quilmes - Pcia. De Buenos Aires): Evolución historiográfica de Quilmes.
 * Reyes, Huaman Luis Alberto: Pachamama y los dioses incaicos – Pachamama agosto y la celebración - www.catamarcaguia.com.ar
 * Quilmes a Diario.com.ar: La Reducción de la Santa Cruz de los Quilmes
 * Quilmes legal: Breve reseña histórica de la ciudad de Quilmes.
 * Russo Cintia: Universidad Nacional de Quilmes – Revista Theomai, número 2 (segundo semestre de 2000).
 * Lorandi Ana María: Los valles calchaquíes revisitados. Universidad Nacional de Buenos Aires.
 * Marchegiani, Marina; Palamarczuk, Valeria; Pratolongo, Gerónimo; Reynoso, Alejandra: Nunca serán ruinas: visiones y prácticas en torno al antiguo poblado de Quilmes en Yocavil - Museo Etnográfico “J. B. Ambrosetti” (Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires).
 * Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa): Junto a los pueblos indígenas II


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viernes, 26 de octubre de 2012

Poemario: "Vuelvo"


Sabes a la lágrima de los sauces sobre el río,
a la gota de agua que lame el ardor de los desiertos.
Suenas como el silbido de los álamos de la tarde,
como el bramido del tiempo sobre la memoria.
Hueles al aroma cruzado de dos nostalgias,
a los almendros de la noche.
Me habitas como un eco de la infancia,
como una semilla que guardará los frutos.
Me inundas como un viento de estambres
sobre el pistilo de los alelíes.
Tu presencia es inmensa como una luna de altamar.
Y vuelvo. Siempre vuelvo,
como vuelve sin remedio
el silencio de los pájaros del atardecer.


(C) Hugo Morales Solá

jueves, 25 de octubre de 2012

Los Quilmes - VI - La invasión inca (final)

Una cultura tributaria 

   Los quilmes, como todos los demás pueblos sometidos, debieron crear una rigurosa cultura tributaria, ya que el delegado local del Inca, recaudaba implacablemente los impuestos que debían rendir con una cuota parte de todas sus actividades productivas. Mientras el tributo se cumplía normalmente, la vida de la comunidad podía transcurrir con igual normalidad, casi como en los tiempos previos a la llegada del conquistador del Cuzco. Lentamente, sin embargo, el pueblo fue construyendo una nueva rutina para sus días. No eran los mismos, por supuesto. Ahora debían trabajar para ellos y para el ocupante extranjero: debían buscar los metales preciosos o abrir y mantener los caminos del incario, por donde los ejércitos sumaban nuevos territorios para el emperador. Pero la nueva realidad trajo un beneficio nuevo: los pueblos del valle estaban atados ahora por el cordón imperial al trono de Tupac Yupanqui y, si bien la ocupación no había sido tan cruenta como pronosticaban los orejones del rey, no se permitiría ningún movimiento de sublevación entre ellos. El imperio del miedo favoreció, de paso, la paz entre estas comunidades, porque cualquier enfrentamiento entre sí podía ser visto como un intento levantisco en contra del gran Inca. 
  La guardia militar del delegado imperial era la que bajaba y se mezclaba con los quilmes en las tareas cotidianas. No era numerosa, pero su presencia entre ellos todos los días imponía el orden y la paz que como en el imperio romano se acataba en silencio. Sin integrarse a la vida social, estos soldados caminaban junto a todas las tareas cotidianas, supervisaban el trabajo diario de cada sector de la comunidad, prestaban oído a todas las reuniones, a cada uno de los rumores y penetraban, a veces, la intimidad de la vida familiar para conocer el entramado complejo de la lengua de los quilmes y de los pueblos de todo el Yocavil, como del resto de sus vecinos que hablaban el duro kakán hacia el norte, hasta las comunidades lejanas del altiplano, y el diaguita hacia el sur, hacia las comunidades de los valles riojanos. Pero había oportunidades en que, a pesar de todo, los militares incas debían infiltrar la confianza de las comunidades sometidas y olfatear los hedores subterráneos de conspiraciones y sublevaciones que pudiesen tejerse y destejerse secretamente entre ellas. 
   El castigo, en esos casos, era ejemplar. Aunque fueron escasas, por lo menos en la zona de los valles calchaquíes, las sanciones que se aplicaban era ciertamente extremas y alcanzaban a la comunidad entera. No se trataba de condenar sólo a los conspiradores, aún con la pena de muerte -que sin duda cupo igualmente-, sino de infligir con la mayor dureza el escarmiento sobre todo el pueblo: el estado cuzqueño tenía previsto el destierro liso y llano de toda la sociedad indígena en cuyo seno había sido detectado cualquier conato de alzamiento contra el poder imperial. El “mitimaes” inca era el desarraigo de su tierra y de sus raíces culturales hacia geografías lejanas de la comunidad rebelde, adonde era trasladada definitivamente con un destino de perpetuo trabajo forzado. Esa ruptura súbita y violenta era fatal para la vida colectiva y su muerte era una suerte lenta e inapelable para sus hombres. Este castigo fue imitado después por los conquistadores españoles y una de sus víctimas emblemáticas fue precisamente la comunidad quilmeña, a quien le cayó el goteo irremediable de la pena de muerte colectiva ante la rebeldía ingobernable del espíritu que opusieron al conquistador blanco y desconocido. 
  Pero en general los pueblos vallistos se sometieron pacíficamente al dominio incaico y dejaron que esa cultura que resplandecía sobre ellos se incrustase imperceptiblemente en el espíritu de sus sociedades. Entre los quilmes, por ejemplo, el embajador del Cuzco que vivía en las alturas del cerro del Alto, cerca de la sede del rey del pueblo, pero con la suficiente distancia para imponer su autoridad, no tenía un contacto directo con la gente, aunque un poco más con las autoridades tribales, sobre quienes descendía su poder a través de la guarnición militar. No se mezclaba ni, mucho menos, intimaba con ellos. Sus soldados, en general, tampoco compartían la convivencia y las costumbres locales. Pero la marcha de las obras imperiales, las nuevas costumbres para construir, para urbanizar, para refortificar las ciudades, la magnífica ingeniería que aplicaron en la red vial o la intensiva explotación de las minas, toda la legislación del imperio, que permitió levantar el andamiaje de un estado organizado a los largo y ancho de todos sus dominios, y sobre todo la poderosa herramienta cultural de dominación que fue la lengua oficial del Cuzco, transmitida a los sectores más elevados de las sociedades indígenas sometidas para que de ellos bajase el quechua a las grandes mayoría de la población, fueron inoculando la identidad de los pueblos -en los quilmes también- hasta transfigurar definitivamente su espíritu. 
  Fue, en verdad, una mutación invisible e intangible, deletérea y sutil, porque la invasión inca no intentó eliminar por la fuerza de las armas las culturas propias de cada territorio que llegó a controlar. Es más: respetó su pasado, sus costumbres, sus creencias, aceptó la organización social y política y las jerarquías del poder local. Incluso, fue permeable a la influencia de cada pueblo sobre sí mismo, esto es, rescató de cada uno -o de muchos, en todo caso- los códigos que regían la convivencia, la historia y sus culturas. De hecho, el delegado inca de los quilmes solía observar desde lo alto de su albergue personal, los ritos cotidianos y periódicos que ofrecían a sus dioses para pedir por la buena fortuna de sus trabajos y emprendimientos, a sabiendas, por supuesto, que parte de todos los cuales debía destinarse al tributo del trono del gran Inca. Lejos de esas costumbres y esos credos, los aceptaba, sí, pero no los compartía, aunque se parecían mucho a las divinidades de su religión, cuyas idolatrías más importantes, como la Pachamama e Inti, eran incluso comunes con la de los quilmes. 
  Esa mañana, el orejón llegó de sorpresa al asiento que el representante inca tenía en el cerro sagrado de los quilmes. La vivienda estaba -está- dispuesta al sudoeste de la ciudad, con un ambiente rectangular amplio que evidencia notablemente la arquitectura incaica para diferenciarse y separarse del resto de las construcciones urbanas. La llegada inesperada del enviado imperial, que también oficiaba de recaudador, le hacía saber al procurador de los asuntos del soberano incaico en ese pueblo que debía viajar inmediatamente al Cuzco para elevar su informe al emperador sobre la marcha de la economía en su jurisdicción y un pormenorizado detalle de las utilidades que debía rendir ante el palacio real. 
  Ese fue uno de los motores más poderosos de todas las conquistas del incanato y, aunque no había un calendario riguroso para el cumplimiento de esta obligación, los delegados imperiales debían acudir periódicamente a la gran capital inca para formalizar la rendición de cuenta debida. Cuando éstos se demoraban, como había sucedido en el caso del administrador de Quilmes, llegaba primero la intimación urgente y luego enviaban al kipukamayo, que era esa suerte de contador inca, para hacer la auditoria de los números del funcionario que no había cumplido con su obligación. 
  Lo cierto es que la expansión del imperio hacia estas regiones del territorio argentino, uno de cuyos centros más importantes fueron los valles calchaquíes, no pudo durar más de medio siglo. La llegada de los españoles terminó con el señorío del Inka sobre los pueblos del Tahuantinsuyu que llegó a irradiarse por casi todo el macizo cordillerano de Sudamérica, desde las alturas del Ecuador hasta los límites del río Maule, en el sur de Chile donde empezaba la Araucanía. 
 Corto tiempo, ciertamente, para el esfuerzo titánico de la conquista del gobierno del Alto Perú. Pero suficiente para imprimir su marca imborrable sobre las culturas tan diversas donde rigió el poder de Tupac Yupanqui, hijo de Pachacútec, el Conquistador que acometió la gran expansión de los dominios del incario y le llamó Tauhuantinsuyu al imperio que gobernó, y nieto de Viracocha, el aborigen más venerado del incanato. Tiempo necesario, al fin, para que las culturas y los pueblos interactuasen entre sí, batiendo en ese vértigo sus modos de ser, sus maneras de sentir, sus formas de creer, sus estilos de vivir y de convivir. Sobresalió, por supuesto, la cultura dominante, porque naturalmente era superior, pero creció igualmente y se enriqueció con los signos que fue dejándole cada nación sojuzgada. Un juego de impresiones de uno sobre otro -de uno más que otros- que pintó una idiosincrasia nueva y diferente en la evolución inca y una personalidad definitiva, a la vez, en las comunidades que dominó. 


 * * *


(C) Hugo Morales Solá
Bibliografía 


 * Piossek Prebisch Teresa: Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas – 1543-1546. Segunda edición de la autora. 1995. 
 * Piossek Prebisch Teresa: Pedro Bohórquez. El Inca del Tucumán. 1656-1659. Editorial Magna Publicaciones. Cuarta edición 1999. 
  * Piossek Prebisch Teresa: Los Quilmes. Legendarios pobladores de los Valles Calchaquíes. Edición de la autora. 2004. 
 * Torreblanca, H. de (2003): Relación histórica de Calchaquí, Buenos Aires: Ediciones culturales argentinas. Versión paleográfica, notas y mapas de Teresa Piossek Prebisch. 
  * Lafone Quevedo Samuel A.: Las migraciones de los Kilmes. Revista de la Universidad de Buenos Aires. Tomo XLIII, págs. 342 y sgtes., Talleres Gráficos del Ministerio de Agricultura de la Nación, Buenos Aires, 1919. (educ.ar). 
 * Turbay Alfredo: Quilmes. Poblado ritual incaico. La Fortaleza-Templo del Valla Calchaquí. Editorial María Sisi. Tercera edición póstuma. 2003. 
  * Galeano Eduardo: Las venas abiertas de América Latina. 
  * Revista Icónicas Antiquitas: Vol. 1, No. 1, 2003 - Universidad del Tolima - Colombia: Espacio y Tiempo de la Cultura de Santa maría – Análisis estructuralista de la iconografía funeraria en la cultura arqueológica de Santa María - Argentina - Los Quilmes del Valle de Yocavil. 
  * Tarragó, Myriam N. y Gonzalez, Luis R.: Variabilidad en los modos arquitectónicos incaicos. Un caso de estudio en el valle del Yocavil (noroeste argentino). Chungará (Arica), dic. 2005, vol.37, no.2, p.129-143. ISSN 0717-7356. 
  * Oliva Marta (Municipalidad de Quilmes - Pcia. De Buenos Aires): Evolución historiográfica de Quilmes. 
  * Reyes, Huaman Luis Alberto: Pachamama y los dioses incaicos – Pachamama agosto y la celebración - www.catamarcaguia.com.ar 
  * Quilmes a Diario.com.ar: La Reducción de la Santa Cruz de los Quilmes 
  * Quilmes legal: Breve reseña histórica de la ciudad de Quilmes. 
  * Russo Cintia: Universidad Nacional de Quilmes – Revista Theomai, número 2 (segundo semestre de 2000). 
   * Lorandi Ana María: Los valles calchaquíes revisitados. Universidad Nacional de Buenos Aires. 
  * Marchegiani, Marina; Palamarczuk, Valeria; Pratolongo, Gerónimo; Reynoso, Alejandra: Nunca serán ruinas: visiones y prácticas en torno al antiguo poblado de Quilmes en Yocavil - Museo Etnográfico “J. B. Ambrosetti” (Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires). 
   * Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa): Junto a los pueblos indígenas II 

 * * *

miércoles, 24 de octubre de 2012

Los Quilmes - V - La invasión inca (nuevo)

 La invasión inca 

Los orejones habían sido muy claros con Tupac Yupanqui: los hombres de las montañas del sur del continente eran aguerridos y dispuestos a defender su territorio hasta con sus vidas. Pero la tentación del emperador inca era más fuerte que la advertencia de los enviados del monarca para explorar y evaluar los pueblos, los climas y la calidad de las tierras que había más allá del límite austral del imperio, que había llegado hasta 1480 a las alturas de la puna boliviana, en el corazón de la cultura Tiahuanaco.
 ¿Qué había en estos valles? ¿Cuál era su valor tan importante que había llevado incluso al Inca a pactar con las comunidades indígenas del Tucma, en la llanura del naciente de esas cumbres, un tratado de exclusión de los dominios del imperio incaico? Teresa Piossek Prebisch señala en su obra “Los hombres de la entrada” que sus territorios, por ahora, no formaban parte del plan de expansión y sólo pretendía de esos pueblos que no interfiriesen el avance imperial por la zona montañosa que estaba a sus espaldas, por donde el sol caía rendido entre los picos más altos de los valles calchaquíes. Desde el llano, los lules y tonocotés, entre otros, sólo debían defender esa frontera del imperio andino en contra de cualquier intento extraño de penetrarla. 
 En verdad, la marcha de los ejércitos incas intimidaba. A su paso, desde que entraron al gran cañón de los valles calchaquíes, uno tras otro pueblo vallisto fue sometiéndose con menos resistencia hostil que la que esperaban, según el informe de los exploradores enviados por el trono de Cuzco. Algunas de estas comunidades se resistieron más que otras, sus pucarás fueron incluso fortificados en esa época de avance inca por los valles del río Chicoana, al cual después del paso del invasor se lo conocería como Calchaquí, que en quechua quiere decir precisamente “tierra arrasada”, y el Quiri-Quiri, nombre original del Yocavil, rebautizado después como Santa María por el español. Pero, en realidad, el peso aplastante de las tropas imperiales los amedrentaba y empequeñecía. Poca resistencia podían oponer pueblos ciertamente pequeños, divididos entre sí y sin tiempo para reaccionar detrás de una estrategia común que los uniese para practicar una defensa fuerte y a la altura de la potencia del invasor. Esa experiencia atroz y asimétrica les servirá, de todos modos, para intentar definitivamente la unión entre ellos cuando llegase el otro invasor, más peligroso que el que ahora pisaba su tierra y la de sus padres e igualmente la asolaba. 
 Los orejones eran delegados que pertenecían a la nobleza incaica y oficiaban como adelantados del imperio que además de llevar un estudio pormenorizado de las condiciones políticas, geográficas y económicas de los territorios apetecibles por el monarca para expandir sus dominios, tenían la misión de promover verdaderas campañas de miedo al poderío inca en el imaginario colectivo de los pueblos donde se infiltraban como comerciantes extranjeros. Tal vez habían exagerado, a su regreso al palacio imperial, sobre la belicosidad y la fiereza de estos pueblos de montaña al sur del Kollasuyu. Pero sobre todo parecían haber magnificado la capacidad minera de aquellos valles, que se abrían esplendorosos en las puertas de la gran planicie de altura que corría a los pies del gran nevado del Acay, cuya cumbre horadaba el cielo a los seis mil metros. Tal vez aquellos hombres, cuyo nombre derivaba de los gruesos adornos de piedras preciosas que colgaban de sus orejas, habían imaginado incontables tesoros de oro y plata que encendían la ambición de Tupac Yupanqui, adicto naturalmente al inmenso poder que simbolizaba la propiedad de estos yacimientos de minerales tan valiosos. Pero ellos habían convivido largo tiempo con estos pueblos de los altos valles ubicados al poniente del territorio del Tucma y habían estudiados minuciosamente su suelo y subsuelo y averiguado muy bien sobre las riquezas que yacían en estas montañas. Para la gente nativa de esas alturas, en cambio, tales yacimientos eran indiferentes en los términos que eran codiciados por el imperio del Tahuantinsuyu. El oro y otros metales preciosos, así como los demás minerales que explotaron los vallistos sirvieron, sí, para desarrollar las artes y la producción metalúrgica en general destinada al uso cotidiano y religioso, así como en lo defensivo y en lo social. 
 Lo cierto fue que el avance de la ocupación inca en la zona calchaquí fue arrollador. La superioridad numérica y la promoción de su poder militar invencible, inoculado sobre las conciencias de los calchaquíes, fueron los motores reales de la dominación por encima, incluso, del ejercicio efectivo de la potencia bélica sobre estos pueblos. 

Un conflicto entre pares

 Desde la mirada de las comunidades de estos valles, estos hombres, capaces de dominarlos, eran ciertamente poderosos. Es cierto que hubo, como se dijo, intentos individuales, y hasta la reedición de las confederaciones de los pueblos naturales de la zona, para resistir con violencia a la llegada de los ejércitos incas. Es cierto, en definitiva, que al poder incaico no le resultó fácil esta conquista en el extremo sur del imperio. No fue, en suma, una estrategia de dominación que se aplicó con la rutina de otras regiones. Pero, en primer lugar, la que llegaba a los valles del noroeste era una nación de la misma raza y de la misma sangre originaria que la de los quilmes, que había llegado de la misma tierra, aunque lejana, para extender su señorío sobre su gente y su territorio. Además, cuando resistían luchaban contra armas que no eran más poderosas y capaces de matar que las suyas. Sin embargo, eligieron finalmente la paz antes que rebelarse indefinida e inútilmente a su autoridad y se sometieron. Se trató, en definitiva, de un choque de naciones y de razas iguales entre sí, unidas por la misma matriz étnica y el mismo misterio de sus orígenes. Básicamente, fue un conflicto entre pares, aunque mostró, claro está, el desarrollo más avanzado de una cultura sobre otra, pero sobre un piso de conocimientos más o menos comunes, cuyas diferencias nunca llegaron a plantear la magnitud de una confrontación entre dos mundos absolutamente diversos, donde uno dominaba por el progreso ostensible de su ciencia y su conciencia sobre el otro. Eso pertenecía a una historia que se escribiría más tarde. 
 De todos modos, la historia de los quilmes cambió rotundamente. Con la llegada del inca invasor, llegó otro tiempo, otra convivencia, nuevos códigos culturales y, en suma, una nueva existencia amanecía en el valle inmemorial del Yocavil. Después que pasaron los ejércitos y se impuso el gobierno del poder incario, quedó el representante del trono de Cuzco, una suerte de virrey inca, con una pequeña guarnición militar, a cargo del pueblo con quien viviría pero no conviviría. 
 Los quilmes supieron siempre que nada sería como había sido hasta entonces, que nada volvería a ser igual a partir de la llegada de los ejércitos dominadores. Lo presintieron con una sensibilidad extrema. Por eso, sintieron la invasión como una conmoción en el alma de todo el pueblo, un terremoto que sacudió su historia, su presente y su futuro. Las noticias iban y venían de un pueblo a otro. Los vallistos, en efecto, habían multiplicado y acelerado sus canales de comunicación. La misma gente que antes se miraba con recelo y desconfiaba una de otra, las mismas comunidades que eran capaces de hacer la guerra entre sí ahora estaba aprendiendo a creer mejor en las posibilidades de acercamiento entre todos los habitantes de los valles, cuyo territorio era el patrimonio más preciado que habían legado de sus ancestros. Pero naturalmente no podían borrar una antigua historia de celos e intrigas con la misma velocidad que avanzaban las milicias que estaban ocupando ya el norte calchaquí. Era un dilema envenenado que los partía en dos: dudaban y temían entre sí y continuaban vigilándose y preparándose siempre para la defensa y la guerra doméstica que había signado durante siglos sus vidas y sus espíritus; y al mismo tiempo debían prepararse para resistir el asedio imperial, hasta que tomasen una decisión definitiva para hacer frente a esta nueva realidad que imponía el invasor. La dominación inca trajo entonces, como una consecuencia no buscada, esa paz que, aunque por separado, preparó los ánimos para la unión que solamente llegaría con el otro invasor, superior al que conocían. 
 Después que cayó Chicoana, en la puerta norte del valle Calchaquí, la suerte de todos los pueblos vallistos estuvo echada. Luego de la aridez mortal del altiplano, el Abra del Acay separaba -separa- generosamente las montañas hasta las profundidades del valle del Chicoana, y un poco más abajo, se levantaba la gran ciudad de piedra, cuyos campos fértiles y la ubicación geopolítica ideal atrajo con avidez el interés de los incas. Desde allí, en efecto, el imperio controlaría casi todo el Kollasuyu y ramificaría las rutas secundarias de su extensa red caminera hacia la expansión del Tahuantinsuyu por el sur del continente. 
 Si esta capital ya estaba en manos de los incas, Tolombón, la población más importante del Quiri-Quiri, al sur de Chicoana, sería el próximo bocado importante en los planes de la conquista. Y si caían estas grandes ciudades vallistas, capitales de las dos nuevas provincias que se anexaban a la provincia del Kollasuyu, ¿tenía sentido resistir el avance inexorable del imperio? ¿Era sensato oponerse a su paso y entregar en esa pueblada, tal vez solitaria, la vida de guerreros y tantos habitantes del cerro Alto del Rey? 
 El curaca de Quilmes convocó de inmediato al concejo asesor, que estaba generalmente integrado por los ancianos de la tribu, los mejores oficiales militares y el cuerpo sacerdotal. Quería consultar el mejor criterio, buscaba la sensatez y el discernimiento más sabios entre los hombres de su corte, y se inquietaba visiblemente por saber la respuesta del oráculo de los hechiceros. Encontró sólo pequeños matices de diferencia entre la mayoría de ellos, quienes aconsejaban preservar la vida del pueblo. Un viento helado que traía los rumores de la gloria de todas las batallas y todas las dominaciones del incanato se adelantaba siempre a su llegada y bañaba a las almas de sensatez y precaución. Habían visto caer la beligerancia más tenaz de sus vecinos del norte calchaquí ante esa realidad nueva y descarnada y era mejor acomodarse a los tiempos del gran Inca, quien casi siempre se valió de la leyenda gloriosa de su ejército que precedía a todas las ocupaciones de nuevos territorios para evitar precisamente el choque letal de las guerras que podían significar un alto costo de vidas entre sus tropas. 
 Salvo casos excepcionales, los pueblos calchaquíes se fueron sometiendo irremediablemente al poder de Tupac Yupanqui. Pero a este emperador indígena le atraían sobre todo los grandes yacimientos de oro y plata que dormían en las profundidades de las montañas de los valles al sur del Kollasuyu y los hombres de aquellas tierras para que entregaran la mano de obra esclavizada a los pies del yugo imperial. Por eso, permitió preservar las identidades de cada comunidad sojuzgada, aunque impuso, eso sí, el quechua como lengua oficial del imperio con la intención de que sirviese como una herramienta más de dominación. 



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(C) Hugo Morales Solá



Bibliografía 

 * Piossek Prebisch Teresa: Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas – 1543-1546. Segunda edición de la autora. 1995. 
 * Piossek Prebisch Teresa: Pedro Bohórquez. El Inca del Tucumán. 1656-1659. Editorial Magna Publicaciones. Cuarta edición 1999. 
  * Piossek Prebisch Teresa: Los Quilmes. Legendarios pobladores de los Valles Calchaquíes. Edición de la autora. 2004. 
 * Torreblanca, H. de (2003): Relación histórica de Calchaquí, Buenos Aires: Ediciones culturales argentinas. Versión paleográfica, notas y mapas de Teresa Piossek Prebisch. 
  * Lafone Quevedo Samuel A.: Las migraciones de los Kilmes. Revista de la Universidad de Buenos Aires. Tomo XLIII, págs. 342 y sgtes., Talleres Gráficos del Ministerio de Agricultura de la Nación, Buenos Aires, 1919. (educ.ar). 
 * Turbay Alfredo: Quilmes. Poblado ritual incaico. La Fortaleza-Templo del Valla Calchaquí. Editorial María Sisi. Tercera edición póstuma. 2003. 
  * Galeano Eduardo: Las venas abiertas de América Latina. 
  * Revista Icónicas Antiquitas: Vol. 1, No. 1, 2003 - Universidad del Tolima - Colombia: Espacio y Tiempo de la Cultura de Santa maría – Análisis estructuralista de la iconografía funeraria en la cultura arqueológica de Santa María - Argentina - Los Quilmes del Valle de Yocavil. 
  * Tarragó, Myriam N. y Gonzalez, Luis R.: Variabilidad en los modos arquitectónicos incaicos. Un caso de estudio en el valle del Yocavil (noroeste argentino). Chungará (Arica), dic. 2005, vol.37, no.2, p.129-143. ISSN 0717-7356. 
  * Oliva Marta (Municipalidad de Quilmes - Pcia. De Buenos Aires): Evolución historiográfica de Quilmes. 
  * Reyes, Huaman Luis Alberto: Pachamama y los dioses incaicos – Pachamama agosto y la celebración - www.catamarcaguia.com.ar
  * Quilmes a Diario.com.ar: La Reducción de la Santa Cruz de los Quilmes 
  * Quilmes legal: Breve reseña histórica de la ciudad de Quilmes. 
 * Russo Cintia: Universidad Nacional de Quilmes – Revista Theomai, número 2 (segundo semestre de 2000). 
  * Lorandi Ana María: Los valles calchaquíes revisitados. Universidad Nacional de Buenos Aires. 
 * Marchegiani, Marina; Palamarczuk, Valeria; Pratolongo, Gerónimo; Reynoso, Alejandra: Nunca serán ruinas: visiones y prácticas en torno al antiguo poblado de Quilmes en Yocavil - Museo Etnográfico “J. B. Ambrosetti” (Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires). 
  * Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa): Junto a los pueblos indígenas II 

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martes, 23 de octubre de 2012

Poemario: "Soledad"


Sangra de niebla la mañana.
Los años sangran de olvido.
Miro tu ausencia
y sus manos son hiedras
que me abrazan y me ahogan.
Hay nieves de ira en tu memoria.
Es que nunca se fueron tus pasos de fuga,
se quedaron aquí, a tientas y sin perdón.
Miro ahora tu presencia
y la memoria se desviste de recuerdos.
Es una amnesia errante
de sombras que se extravían en el silencio,
de silencios que se aturden sin sosiego.
Es inútil, las escamas de la noche
nunca podrán devolvernos
el sueño que ha pasado.
Todavía respiro tu temblor a mi lado
y siento sangrar a los lapachos
su sangre violeta de setiembre.
Luego vuelvo a tu costa
como una suave marea y
te olvido y te recuerdo.
Te recuerdo y te olvido.
Duermo y despierta tu presencia.
Despierto y se duerme tu permanencia.
Estoy solo, sangrando tu recuerdo,
mientras la luna sangra su amanecer.



(C) Hugo Morales Solá

miércoles, 17 de octubre de 2012

Poemario: "Arenas"



La tarde duerme en el arenal
donde mueren los soles del valle
que lentamente revivirán
en las uvas del verano.
Hasta aquí han llegado tus pies de azahares,
traen las espinas del naranjal,
secos de tristezas,
desangrados de lloviznas.
Han venido a matar las uvas
que tragaron las luces del frío.
La muerte debe vivir en otras vidas.
Siempre. Una y otra vez,
hasta volver a morir.
Y tú. Me pueblas de silencios
y germinas el aire de palabras.
Algún día el vino que muere en otras sangres
renacerá en tus pies y en tus uvas.
Y en tus soles.
Entonces, el arenal despertará
el sueño de la tarde.
Como un remolino de tibieza,
entre el polvo de silicio
haremos la zafra de tus desdichas.



(c) Hugo Morales Solá



 Mi columna en El Corredor Mediterraneo. Revista cultural de Río Cuarto. Córdoba.  https://acrobat.adobe.com/link/review?uri=urn:aaid:scds:U...