miércoles, 28 de noviembre de 2012

Poemario: "Amo"


Amo tus ojos de noche.

Amo tus cabellos de nácar

y amo tu cuerpo de dríada.

Amo los años que te amé.

Amo los años que te amaré.

y amo el amor con que te amo.

Amo el placebo de tu sonrisa.

Amo la quietud de tu dolor

y amo la tibieza de tus lágrimas.

Amo amanecernos cada día.

Amo la respiración de tu sueño

y amo tu llanto de madre.

Amo el árbol al que perteneces.

Amo pertenecerte

y amo que me pertenezcas.

Amo el mar de ondinas que habitas.

Amo navegar su fragilidad

y amo que me pueblen sus seres.

Amo el amor con que me amas.

Amo el recuerdo de este amor

y amo el bosque de tus caricias.


(C) Hugo Morales Solá.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Los Quilmes - XIV - El destierro

  Rendición, éxodo y exterminio

  El gobernador Alonso de Mercado y Villacorta aceptó su rendición tan pronto lo tuvo enfrente suyo, en el llano del cerro Alto del Rey. En realidad, la estaba esperando. La capitulación debía ser el resultado lógico de la estrategia de sitio y bloqueo a las montañas con un costo menos cruento para su ejército. Ahora comenzaba a cosechar la siembra de sed, hambre y desnutrición que había esparcido pacientemente sobre el pueblo que vagaba por última vez entre los cerros antes que entregarse a la servidumbre de los españoles. Con un discurso parco, Yquisi comunicó la subordinación de su pueblo al poder hispano. Sólo exigió respeto por la vida, sobre todo la de los más débiles, después de lo cual debía volver a buscar a su gente, escoltado por los soldados del gobernador del Tucumán. Las negociaciones entre ambos jefes fueron breves. Mercado y Villacorta se comprometió a respetar la vida de los quilmes sobrevivientes, pero impuso el castigo de la expulsión del territorio que históricamente les pertenecía. El funcionario español y el cacique Yquisi firmaron el tratado de paz, una paz que disfrutaría naturalmente el vencedor. En noviembre de 1665 comenzó la marcha del destierro sin regreso del pueblo de Quilmes. 
  La humedad era ahora su enemiga. El gran Paraná los acompañó, después de dejarlos absortos frente a su majestuosidad, por algunos kilómetros y durante los dos primeros meses del invierno. Una llovizna obstinada mojó casi todos los días de su pasaje al lado del inmenso río. Los pies de los quilmes se hundían con frecuencia en los humedales de los terrenos anegados, los cienos ajustaban sus piernas hasta las rodillas. El litoral del río que se parecía cada vez al mar se hacía insoportable con tantos lodazales que impedían literalmente cualquier descanso. Los cuerpos comenzaron mancharse de hongos de toda especie y la piel enferma abrió las puertas para que entrasen enfermedades nuevas que fulminaban con virulencia. El último chamán que había sobrevivido al éxodo cayó impotente con todos sus hechizos para conjurar el ataque mortal de estos males desconocidos. A su lado, se fue más de un centenar de hermanos que consumió el abanico de epidemias. 
  Cuando el caudal inconmensurable del río empezó a inundar más y más sus riberas -a la altura de lo que hoy sería el Paraná Guazú- y adentro del cauce aparecían puntas elevadas del terreno que formaban islas e islotes, los españoles advirtieron que estaban acercándose ya a la ciudad de La Trinidad y al puerto de de Santa María de los Buenos Aires. La llanura atropellada de cenagales por el ensanchamiento del río se volvió una hermosa y fecunda pradera donde pudieron alimentarse mejor.  Los jóvenes y adultos jóvenes -más hombres que mujeres- que pudieron sobrevivir estaban llegando al nuevo destino de la comunidad indígena vencida por el poder conquistador. Los ancianos ya no estaban, habían quedado en el paisaje mortal de las salinas -antes aún, muchos habían caído bajo la fiebre del paludismo, apenas comenzaron el viaje del destierro. Los niños igualmente, muchas veces seguidos de sus madres y hermanos, habían entregado sus vidas en la gran epidemia que se llevó hasta al último hechicero de Quilmes. En fin, el presente era de los más fuertes y sólo superaban en algunas decenas el millar de indígenas, algo más de la mitad de habitantes de la ciudad sagrada de Calchaquí que habían partido casi un año atrás en el éxodo forzado. 

Dueños de nada

  ¡Qué fragilidad, cuánta debilidad! ¡Tanto desamparo! La luz del porvenir estaba nublada de sufrimientos, de angustias, de la muerte que los rodeaba y apretaba como un tiento húmedo: cuanto más se seca al calor del sol más ajusta hasta la desesperación. La luz interior de la Madre Tierra era una candela cuya llama se debatía entre el viento huracanado del destino de los quilmes. Pero era su energía la que daba fuerzas para seguir adelante. Hacia adelante, precisamente, esperaba el Dios todavía incomprensible de los cristianos. A lo sumo, ellos habían adorado a dioses que trajeron los incas, como el rey Pachacutec, que siendo hombres, la mitología los había endiosado después de muertos como a todos los emperadores. Pero ahora debían creer en un ser que siempre había sido Dios y que en un momento de la historia se había encarnado en un hombre, después de cuya muerte había resucitado, en virtud de su naturaleza divina. En verdad, era muy complejo para ellos el proceso espiritual de esta creencia, aunque el poder evangelizador vencería finalmente esa resistencia, tras una larga tarea de sembrar fe en los espíritus de los aborígenes. Ahí se fundió la Madre Tierra con el culto nuevo al Dios resucitado. Sólo así pudo crecer la religiosidad nueva, mezclada en los espíritus de devociones antiguas. 
  En ese par de meses que estuvieron acantonados en las praderas del norte bonaerense, Martín Yquisi salía de caza y exploración por la zona que todavía estaba habitada por diversas etnias de la región, sobre todo la de los querandíes. Tenía un grupo de cazadores que lo acompañaba siempre y con él partía en busca de carne fresca para su gente, porque aunque los ganados pastaban cerca de ellos, su consumo naturalmente les estaba prohibido, bajo pena de castigos de alta crueldad. Tenían todo al alcance de la mano y no eran dueños de nada: animales rebosantes de carne e interminables sembradíos, además de numerosas quintas frutales. Pero todo estaba vedado para su pueblo. El cacique de los quilmes sentía con frecuencia que esta tremenda fatalidad era un castigo del cielo. Que desde esas alturas celestiales se había derramado sobre ellos esta colosal calamidad que los estaba exterminando, literalmente. Sentía que era el fin de la historia de su pueblo y que ahora los orígenes de su etnia se unían con el ocaso de la estrella que los había guiado durante tantas centurias. ¿Era el tiempo del cierre irremediable del círculo de la historia, el momento en que el principio y el fin se fundían en el mismo sino migrante de los quilmes? Y él -ni nadie de los quilmes- podía hacer nada para evitarlo. En ocasiones, en medio de la llanura verde, Yquisi se arrodillaba en la mullida pastura y con las uñas rasguñaba la tierra para abrir en ella el pozo ritual a la Pachamama. Sus hombres trataban de consolar la desesperación del cacique, pero los esfuerzos eran inútiles y se hincaban con él para ayudar a cavar el suelo de las pampas. Un quilmes en la inmensidad de estas planicies aterciopeladas de pastos tiernos era un pez obligado a vivir afuera del agua. Su tierra, la altura de sus tierras, sus montañas, sus lunas y sus soles habían quedado tan lejos como la dicha de aquellos días. Allí estaba su medio ambiente natural, su habitat, su elemento, la voz interior que los sostenía cada día, cuyas raíces estaban tan hundidas en aquellos arenales que ahora era un hombre derribable por cualquier ventisca que el destino meciese en contra suyo. Era un rito fugaz y doliente. En aquel agujero sagrado ofrecía a la Pachamama todos los dolores de su gente, todas las ausencias que había dejado el interminable destierro... y todas las que vendrían todavía en los años que llegarían. La Madre Tierra lo comprendía en cualquier lugar, lo volvía a envolver en su regazo como al lado de los dioses de piedra tan lejanos. Sus amargas ofrendas era el abono fuerte y nuevo para esta geografía que desconocía la intensa espiritualidad de los quilmes. 

La Reducción de los Quilmes

  Entre octubre y noviembre de 1666 llegaron a los Pagos de Magdalena. El lugar, sobre un barranco alto del río de la Plata, a unos 20 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, tenía ahora un nuevo nombre. Se llamaría “Reducción de la Exaltación de la Santa Cruz de los Quilmes”. Ese sería el nuevo hogar de la comunidad vencida de los indígenas del valle del Yocavil. El gobierno bonaerense había donado ese predio para confinarla después del destierro forzado. De inmediato se construyó allí un templo y se destinó al cura párroco Bartolomé de Pinto, descendiente de Juan de Garay, fundador de Buenos Aires en 1580, para atender su evangelización. Al principio, la reducción funcionó como una encomienda real cuyos límites se extendían desde el sur del Riachuelo hasta las cercanías del río Samborombón. Una planicie templada y fértil, de alta pastura que carecía de población indígena o española. En verdad, la elección de las autoridades coloniales había sido benigna para ubicar al pueblo desterrado. Allí podrían trabajar la heredad y vivir de sus frutos como de la producción de diferentes ganados. Tan aptas eran estas tierras que en el siglo siguiente comenzaron a llegar otros pobladores para asentarse en las vecindades de la reducción indígena con el ánimo de establecer chacras y nuevas estancias. Eran comerciantes y contrabandistas que darían impulso económico a la zona. Cuando el gobierno de Buenos Aires advirtió en 1766 el crecimiento social, urbano, demográfico y económico del lugar, dispuso la creación de una autoridad local bajo el título de Alcalde de la Hermandad, que gobernaría precisamente sobre todas las comunidades vecinas, tanto sobre la aborigen como sobre la española y la criolla que ya habían echado raíces allí. Se creó también un cabildo, donde los quilmes tenían su representación, como una muestra de respeto del derecho al autogobierno de los indígenas, a la vez que se fueron abriendo nuevas capillas para sostener el servicio espiritual de la Iglesia Católica. 
  Pero entre los ganados que criaban a orillas del río de la Plata, no había llamas ni vicuñas, ni en el horizonte se levantaba algún cerro. Al contrario de la sequedad de su medio ambiente natural, la llanura que ahora habitaban era demasiado húmeda para los pulmones y la altura de casi dos mil metros sobre el nivel del mar que sus cuerpos habían adoptado para vivir desde siempre se evaporaba hasta la nada en esa pampa que se desplegaba justo frente al río que se parecía mucho al mar y que un poco más allá desaguaba precisamente en él. El desarraigo, por su parte, socavaba cada molécula espiritual. En los quilmes había, a pesar de los años transcurridos, desánimo y angustia, y la desolación interior era ya un surco profundo en cada espíritu. Las miradas, los cuerpos enfermos, la entrega sin resistencia a la muerte de muchos daban testimonio palmario, en todas estas décadas, de la decadencia del pueblo. En cuerpo y alma, seguía literalmente arrasado por el destierro. ¿No habría sido mejor la muerte en la montaña? La pregunta a veces martillaba la cabeza de los que heredaron la misión de Yquisi, pero se reponían de inmediato porque rechazaban casi instintivamente esa elección para su nación de estirpe indomable y altiva. Sabían que su antecesor había decidido a favor de la vida y que, en consecuencia, no podía haberse equivocado. ¿Cómo encontrar ahora un estímulo nuevo, un aliento fresco que reconstruya las fuerzas de lo que quedaba de este pueblo? Esa era la responsabilidad de la nueva conducción, aún en el sojuzgamiento que estaba abriendo una historia nueva y dolorosa para Quilmes. 
  Casi al mismo tiempo que el cacique Yquisi llegaba con su pueblo a las costas del río de la Plata, los acalianos, sus vecinos más cercanos en el valle del Yocavil, del que habían sido desterrados en la campaña militar de 1659 hacia la llanura salteña del Esteco, decidieron huir de ese confinamiento. El 12 de setiembre de 1666, en efecto, regresaron a su tierra utilizando accesos montañosos que muy pocos conocían para evitar el apresamiento de la comunidad, que en la fuga sumaba alrededor del millar. Cuando llegaron al valle inmemorial, encontraron vacía la ciudad sagrada de los quilmes. Sus hermanos del cerro Alto del Rey ya no estaban y decidieron entonces ocupar la fortificación de piedra. La sensación de libertad ya no era sólo una amarga nostalgia, sino una experiencia viva que podía percibirse por cada uno de los poros del alma. 
  Contra las normas de las leyes de Indias, la reducción bonaerense de Quilmes fue siendo penetrada de habitantes extraños a su raza y a su idiosincrasia. Aquellos comerciantes y contrabandistas, además de nuevos pobladores blancos y la inclusión de otras comunidades indígenas en la misma reserva natural fueron aplastando la cultura del pueblo calchaquí. Pero el progreso social de la zona determinó que en 1784 el virreinato del Río de la Plata convirtiese en partido a la parroquia de Quilmes. Su población crecía, ciertamente, pero el pueblo quilmeño languidecía como identidad aborigen. A esa altura de los hechos, sobrevivían menos de la mitad de los casi mil doscientos nativos que habían llegado en el siglo anterior. La presencia de los europeos y criollos en la convivencia contaminó su espíritu y sus cuerpos. El mestizaje trajo después debilidades, enfermedades y el exterminio gradual de su cultura, que comenzó a ser ocultada en las costumbres, en los ritos y en la lengua por la fuerte influencia de los vecinos blancos. La mezcla de sangre se dio siempre en términos de sumisión, a través de servidumbres de diferentes naturalezas. Los hombres fueron sometidos a trabajos forzados y las mujeres a cumplir tareas de servicio doméstico para los grandes terratenientes locales. La nación de Quilmes fue extinguiéndose ante la resistencia a proyectarse en nuevas generaciones. Fue un suicidio largo y lento, interminable y brutal, consciente e inconsciente, masivo e inexorable. 

La tragedia de los acalianos

  Pero la rutina recobrada de la libertad de los acalianos se diluyó rápidamente en una ilusión. Apenas cinco días demoró la caballería del capitán de guerra Alonso de Mercado y Villacorta en abrirse en un abanico frente al cerro Alto del Rey. La tribu fugitiva los vio venir por el camino del Inca y huyeron también a las montañas. Otra vez la urbe consagrada a la Pachamama quedaba despoblada y las deidades que yacían en sus grandes rocas volvían a sentir la ausencia de sus devociones. El silencio definitivo ahogó para siempre el eco de la mística que desde allí se elevó una y otra vez, como una rutina milenaria, a los cielos del Yocavil. El gobernador se valía, por supuesto, de la experiencia que había tenido con éxito frente a los quilmes en el mismo lugar, de modo que repitió la maniobra. La desesperación de los acalianos en el escape a las cumbres de las sierras de El Cajón permitió que apenas pudiesen cargar con los frutos generosos del algarrobal para alimentarse. El militar español sabía que debía esperar de nuevo, que otra vez el hambre y la sed harían su trabajo sin que la sangre fuera derramada, mientras los nativos creían que la primavera los ampararía con su tibieza. El cerco militar, entretanto, se multiplicó con la llegada de más soldados al lugar. Mercado y Villacorta contaba ya con 120 hombres y los dividió en batallones para asegurar el resultado del sitio al monte sagrado de Alto del Rey. Pero esta vez la astucia de sus oficiales sería más cruel que con los quilmes. A pesar de las instrucciones sobre el trato humanitario que debían dar a los indígenas cuando fuesen capturados, aplicaron igualmente toda clase de tormentos sobre las mujeres y niños que tomaban prisioneros para obligar a los hombres a bajar de la montaña. 
  Algunas versiones de la historia dicen incluso que en la defensa de las costas rioplatenses y de la ciudad de Buenos Aires en contra de las invasiones inglesas de 1806 y 1807, actuaron también los quilmes de la reservación indígena ribereña. Lo cierto fue que el 14 de agosto de 1812 el Primer Triunvirato "declara extinguida la antigua Reducción de la Exaltación de la Santa Cruz originándose en su lugar el Pueblo de Quilmes, cabeza del partido del mismo nombre". Un poco más de tres familias quilmeñas sobrevivían allí para esa época. Los otros pocos sobrevivientes se habían entremezclado con el resto de la sociedad local borrando su identidad. Nada quedaba del rostro de una etnia entera que justificase la continuación del funcionamiento de la reducción aborigen. Sus integrantes se habían esfumado entre las nubes de una historia fatal, cuyo nombre sobreviviría para identificar a una importante ciudad que acordonaría a Buenos Aires. 
  En las cumbres del Yocavil, el hambre volvía a hacer estragos, esta vez con los acalianos. Sobre las últimas semanas de 1666, algunas madres desesperadas cargaron con los hijos en sus pechos y consultaron al abismo. Era un grupo de alrededor de cincuenta mujeres que desfilaron en las cornisas de diferentes cerros y vacilaron entre el instinto de madre o la visión aterradora de imaginar a sus hijos entregados desde niños a la esclavitud. La imitación de la desesperanza se propagó como una epidemia. Una y otra vez, las madres arrancaban a los niños de su regazo y los tiraban al vacío. Después de un intervalo de llanto sin consuelo, ellas también se lanzaban rodando por el despeñadero, como las mismas lágrimas de dolor que seguían derrumbándose, aun en la caída, sobre sus mejillas. Otros cincuenta hombres murieron en defensa de la comunidad. El resto, unos ochocientos acalianos, fueron apresados cuando bajaron al valle, el 2 de enero de 1667, hambrientos, sedientos y vencidos. De allí, unas cincuenta familias partieron a la reducción rioplatense de los quilmes para compartir con ellos el mismo destino de sometimiento e irremediable extinción. 



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(C) Hugo Morales Solá






Bibliografía 


 * Piossek Prebisch Teresa: Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas – 1543-1546. Segunda edición de la autora. 1995. 
 * Piossek Prebisch Teresa: Pedro Bohórquez. El Inca del Tucumán. 1656-1659. Editorial Magna Publicaciones. Cuarta edición 1999. 
 * Piossek Prebisch Teresa: Los Quilmes. Legendarios pobladores de los Valles Calchaquíes. Edición de la autora. 2004. 
 * Torreblanca, H. de (2003): Relación histórica de Calchaquí, Buenos Aires: Ediciones culturales argentinas. Versión paleográfica, notas y mapas de Teresa Piossek Prebisch. 
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 * Turbay Alfredo: Quilmes. Poblado ritual incaico. La Fortaleza-Templo del Valle Calchaquí. Editorial María Sisi. Tercera edición póstuma. 2003. 
 * Galeano Eduardo: Las venas abiertas de América Latina. 
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 * Tarragó, Myriam N. y Gonzalez, Luis R.: Variabilidad en los modos arquitectónicos incaicos. Un caso de estudio en el valle del Yocavil (noroeste argentino). Chungará (Arica), dic. 2005, vol.37, no.2, p.129-143. ISSN 0717-7356. 
 * Oliva Marta (Municipalidad de Quilmes - Pcia. De Buenos Aires): Evolución historiográfica de Quilmes. 
 * Huamán Luis Alberto Reyes: Tesis doctoral. www.catamarcaguia.com.ar. 
 * Reyes, Huaman Luis Alberto: Pachamama y los dioses incaicos – Pachamama agosto y la celebración - www.catamarcaguia.com.ar 
 * Quilmes a Diario.com.ar: La Reducción de la Santa Cruz de los Quilmes
 * Quilmes legal: Breve reseña histórica de la ciudad de Quilmes. 
 * Russo Cintia: Universidad Nacional de Quilmes – Revista Theomai, número 2 (segundo semestre de 2000). 
 * Lorandi Ana María: Los valles calchaquíes revisitados. Universidad Nacional de Buenos Aires.
 * Marchegiani, Marina; Palamarczuk, Valeria; Pratolongo, Gerónimo; Reynoso, Alejandra: Nunca serán ruinas: visiones y prácticas en torno al antiguo poblado de Quilmes en Yocavil - Museo Etnográfico “J. B. Ambrosetti” (Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires). 
 * Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy: "Ritual de la Pachamama, el 1° de agosto". 
 * Comunidad indígena de Amaicha del Valle: “Amaicha: ceremonia de vida”. Editorial Neptuno. 1996. 
 * Mariana Vignoli: Tesis de la Licenciatura en Turismo. 
 * Sitios web: www.nortevirtual.com - www.naya.org.ar - www.identidadaborigen.com.ar - www.lagaceta.com.ar - www.enteculturaltucuman.gov.ar 
 * Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa): Junto a los pueblos indígenas II 
 * La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires. 


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miércoles, 21 de noviembre de 2012

Los Quilmes - XIII - El destierro

¿Resistir hasta la primavera?

  El ejército -alrededor de quinientos soldados- debía aprovechar el invierno que estaba comenzando para hacerse fuerte y llegar a la segunda etapa de la ofensiva con la mayor seguridad del triunfo. La primera incursión y aquella batalla de tres días, en 1659 -durante la primera campaña militar de Mercado y Villacorta-, cuando los quilmes echaron literalmente a los soldados españoles de su territorio en la quebrada de Omakatao, habían servido para tomar los recaudos y los cuidados extremos. Debían encarar, además, un profundo análisis de la técnica de los guerreros indígenas y un exhaustivo repaso de las artes de la guerra que había aprendido el militar catalán. Todo los conocimientos científicos sobre estrategias defensivas y ofensivas estaban ahora puestas a prueba frente a un enemigo francamente desconocido, cuya rebeldía sin medida lo volvía sanguinario. 
  En fin, luego de rehacer pormenorizadamente sus fuerzas humanas y técnicas, el capitán de guerra dispuso, varias semanas después, un nuevo movimiento ofensivo sobre los quilmes. Irían por los nativos que se escondían en las montañas, aunque en realidad era un manera de notificarlos que el ejército seguía -y seguiría- todavía allí, esperando el agotamiento de sus fuerzas. ¿Cómo hacerlo, cómo saber dónde estaban esperando al acecho, detrás de qué peña, cómo saber cuántos eran y cuáles eran definitivamente sus escondrijos? En verdad, la incursión era una cacería mortal para ambos bandos. Lo único más o menos visible eran los pucarás, pero ellos justamente eran lo de mayor inaccesibilidad. En cada una de estas fortalezas había una parte del pueblo, que por supuesto debía estar especialmente defendido por los mejores guerreros. Pero esta vez Mercado y Villacorta había arrimado los cañones para asegurar el amedrentamiento de los indígenas. Por otra parte, había equipado mejor a sus hombres para defenderse de las agresiones indígenas. A cada uno, en efecto, lo había provisto de una armadura de acero que protegía todo el cuerpo de las ráfagas de flechas y lanzas, sobre todo de las flechas envenenadas -como la que mató a Diego de Rojas-, que caían desde las grandes rocas que amparaban a los indios en la montaña. Los militares subirían armados de mosquetes y ballestas, además de los potentes arcabuces y una jauría de perros mastines, expertos en olfatear la guarida del enemigo. Pero todo ese pertrecho bélico poderoso no alcanzó para doblegar a los quilmes. Tronaron los cañones sobre sus rocas sagradas, el bombardeo mordisqueó sus montañas, las tropas escalaron hasta donde el clima y el monte les permitieron, pero ellos no aparecieron. Unos pocos guerreros hicieron frente a la soldadesca para proteger a la mayoría que, al contrario, huyó hacia arriba. Se perdieron en las quebradas y en las cañadas, con sus niños, mujeres, ancianos y heridos, en el nudo de las sierras que se multiplica hacia el poniente, hasta el valle contiguo de El Cajón. 
  El frío no cedía, el invierno se había instalado con toda su virulencia en las cumbres heladas y el hambre apretaba más y más a los estómagos. El cacique Yquisi apostó a la resistencia de su gente para pasar el frío y aguardar con el menor gasto de energías la llegada de la primavera, el calor que reconstituiría a su pueblo o lo que quedase de él. Por lo demás, no había otra alternativa en la encrucijada. Bajaban al destino de destierro y esclavitud o esperaban los primeros calores aun a riesgo de morir en el intento. Los pucarás que circundaban la ciudad sagrada, así como ella misma, quedaron despoblados. Pero si había posibilidades de sobrevivir era precisamente porque la histórica experiencia de la guerra les había enseñado a construir iguales fortalezas defensivas en muchos cerros de los alrededores de su asentamiento. Esa reserva, dotada además de algún acopio de alimentos -que habían aprendido de los tampus, una suerte de pequeño depósito de provisiones comestibles que los incas construyeron a lo largo y ancho de su red caminera para abastecer a los funcionarios y pueblos vasallos que la usaban-, fue el verdadero reaseguro de su subsistencia en ese atroz invierno del que salieron, de todos modos, maltrechos y con numerosas muertes entre su gente. 
  Abajo, en el valle donde habían dejado sus casas, talleres, animales y cultivos, el ejército conquistador había ocupado con paso firme el territorio, aunque antes de la huida de los quilmes a las cumbres el jefe español había mandado a los ganados a comer el producto de la tierra, todos sus sembradíos serían pasto tierno de los animales de la tribu y de otros pueblos que las tropas habían traído para alimentarse. Sólo quedaron los campos desnudos y yermos, como antes de que les hubiera costado tanto esfuerzo trabajarlos, regarlos y domesticarlos para el cultivo. Todo servía para medrar el ánimo del enemigo, aunque él estuviera ausente. No importa, lo esperarían para derrotarlo de una vez y para siempre. 

Comienza el calvario

  Las fuerzas armadas sirvieron -sirven- para eso: para impulsar y asegurar un proyecto político cuando el diálogo y la negociación pacíficos fracasan. Ahora también estaban cumpliendo esa misión. Los valles calchaquíes eran, en efecto, el último baluarte de resistencia casi indoblegable de los indígenas en la ruta que el virreinato del Perú necesitaba trazar entre Lima y el puerto de Buenos Aires, de cara al océano Atlántico, conocido en esa época como el Mar del Norte. Era un foco de rebeldía que llevaba ya unos ciento treinta años de insurrección y había que darle -a juicio del ejército conquistador- una solución definitiva que permitiese el control absoluto de la región. Si los españoles llegaban a controlar estas altas tierras, sus leguas interminables serían además repobladas para beneficio propio, como el mejor estímulo a aquellos colonos que tuvieran el coraje de asentarse y enriquecerse con toda la actividad económica que allí podía desarrollarse. 
  Algunas pocas familias quilmeñas quedarán sirviendo a los grandes terratenientes y encomenderos de la llanura tucumana. Casi todos morirán despacio, con la muerte lenta e irremediable de las aguas palúdicas de los llanos de la zona de Ibatín, una endemia imposible de erradicar, al punto que estallaría como una peste veinte años después y obligaría al traslado de la ciudad de San Miguel de Tucumán de ese lugar. La mayoría de los quilmes seguirá la procesión sin retorno hasta la ribera del río de la Plata, casi mil quinientos kilómetros caminando con los pies encadenados. Será para muchos la ejecución lenta e imperceptible de una condena de muerte. Muchos indígenas, en efecto, morirían en el viaje interminable. Algo más de la mitad de los dos mil habitantes de la ciudad sagrada que habían salido del valle de Yocavil llegarán a la reducción indígena rioplatense. Los demás caerían en el camino, muertos de fatiga, de hambre o sed, de enfermedades nuevas que su sistema inmunológico desconocía. Otros murieron de tristeza, ahogados en la angustia que los colmaba en cuerpo y alma. Las mujeres se iban de la vida detrás de la muerte de sus hijos, pequeños cuerpecitos, débiles para resistir tanto dolor y tanta contaminación extraña. Habían bajado por la quebrada del Portugués, que era la ruta de pendientes suaves y un descenso más tranquilo del río Pueblo Viejo que baja por allí desde la montaña. Era, además, el camino elegido por indígenas y españoles, aun por los incas para mantener contactos diplomáticos con los pueblos de la llanura que no habían sido incluidos en la férula imperial. A partir de allí, sí, todo sería desconocido y extraño para el mundo de los quilmes, ceñido como estuvo siempre a las alturas de los valles calchaquíes. Ahí empezó el verdadero calvario del pueblo desterrado. Ahí tuvo lugar la separación definitiva y sin regreso de aquellas pocas familias que quedaron en las inmediaciones de llano tucumano. 
  No hay, es cierto, evidencias históricas claras que den certeza sobre lo que puede llamarse “la ruta del destierro”. ¿Cuál fue el camino que eligió el ejército español para trasladar al pueblo calchaquí? Las conjeturas científicas más serias coinciden, sin embargo, en que la marcha continuó un poco más por las tierras paralelas al cordón montañoso, que estaría acompañándolos desde la lejanía celeste hacia el sur. Los primeros tramos fueron de un paisaje de suelos fértiles y vegetación más o menos generosa que les permitió, así como con la diversidad de animales que cazaban, sobrellevar la carga del desarraigo en las prolongadas estaciones de varias semanas o meses que demandaba cada campamento. La tierra hospitalaria de los capayanes, al sur del Tucma, sobre las márgenes del río Medinas, fue un verdadero bálsamo para los primeros caídos por la fiebre del paludismo que los había infectado en su paso por la zona endémica. En los dominios de la tribu del legendario cacique Canamico, que opusiera un siglo antes su coraje a las primeras entradas de los españoles en el sur tucumano, murieron algunas decenas de quilmeños, pero se levantaron otros tantos para seguir la peregrinación con los cuerpos debilitados. A esa altura del antiguo Tucumán, el ejército español de Mercado y Villacorta que escoltaba la marcha del destierro dispuso desviar abruptamente la ruta hacia el este, en un ángulo de casi noventa grados para cruzar transversalmente este territorio y penetrar en la incandescencia estival de las tierras santiagueñas. Ingresaron, en efecto, al viejo camino real de los incas en lo que fuera la provincia indígena de Concho, sobre el río Dulce, a la altura de la actual capital de Santiago del Estero, donde la Ciudad del Barco, fundada por Juan Núñez del Prado, exhibía ya más de un siglo de vida. Básicamente, sobre su trazado se diseñó mucho después la ruta nacional N° 9. El paso era lento bajo las llamaradas del sol que agrietaba y resecaba el suelo estéril. Los hombres callaban y las mujeres gemían la sed de los niños. Hasta los pechos de las madres se secaron de leche y empezó a sobrevolar otra vez la negra ave de la muerte. La desesperación les preguntaba cuándo terminaría ese tormento, pero nadie podía saber que recién había comenzado el camino de la sal. Las primeras blancuras habían comenzado después que cruzaron lo que había sido la provincia indígena de Salabina, a la altura de las estribaciones de San Pedro de Guasayán. Miraban el horizonte y un extraño efecto blanco que resplandecía desde la tierra les parecía un paisaje conocido, semejante a aquellos inconmensurables salares de las altas montañas calchaquíes, cuando escalaban aquellas cumbres para cazar o buscar metales -preciosos o no- que sirvieran para la metalurgia doméstica que practicaban. El último curso de agua que habían visto y aprovechado era el río Soconcho, como también llamaban los indígenas de la zona al Dulce y el último oasis más o menos verde había quedado en Salabina, donde estacionaron casi un mes. La peregrinación del éxodo llevaba casi tres meses, pero los españoles habían dispuesto ese descanso largo, casi hasta los primeros días de marzo de 1666, antes de encarar la travesía por las salinas de Ambargasta y parte de las Grandes que sería un verdadero coladero mortal para la comunidad aborigen que caminaba debilitada y diezmada en sus fuerzas espirituales y físicas. Los pies empezaron a florecer de ampollas sobre el pedregal, primero, que calcinaba hasta los huesos. Después, la sal era insoportable sobre la piel despellejada. ¿Cómo avanzar sobre ese territorio de ardores desesperantes, de sed que adormecía los músculos hasta el desfallecimiento, de una fatiga atroz que volteaba los cuerpos hasta el desmayo? Pero no había una sombra para protegerse de la tormenta solar, no había agua en muchos kilómetros a la redonda, las pequeñas matas y diminutos arbustos que resistían al sol y la sal se defendían con todas sus espinas de la tentación de los hombres para sofocar ese infierno blanco. La noche apenas sedaba las heridas con rayos fugaces de oscuridad. Debían dormir sentados, casi de pie para controlar mejor el peligro de las alimañas y otros reptiles que salían armados de la ponzoña del desierto a buscar alimentos a la luz de la luna. 
  Bien poco le habían servido los cañones y el sofisticado equipamiento de guerra que Mercado y Villacorta había ubicado cerca de Quilmes. En la ciudad sagrada, sólo había quedado la ausencia de sus habitantes originarios. Él siguió esperando. Por ahora, el invierno estaba a su favor, pero ya casi estaba terminando la estación del frío y debía alistar a sus hombres para reaccionar ante los primeros movimientos de los sobrevivientes que debían bajar a buscar alimentos. El militar catalán no tenía dudas sobre su paciente y silenciosa estrategia. El sitio y el bloqueo de suministros alrededor de las sierras que refugiaban a los fugitivos estaban funcionando tan perfectamente como los había imaginado. 
  Las tropas que dirigían el éxodo por el desierto de sal racionaban cada vez más el agua entre los caminantes y las reservas de alimentos escaseaban hasta el hambre voraz. Marzo avanzaba parsimonioso hacia el otoño, pero la desolación no terminaba. Apenas unas sierras chatas, peladas y áridas se habían levantado hacia el poniente del norte cordobés, pero la tierra yerma seguía sin dar señales de vida, como no fueran algunos rebaños de cabras que dieron alguna esperanza a los indígenas errantes de Calchaquí. Mientras tanto, los cuerpos sin vida seguían cayendo, abatidos por las infecciones generalizadas que subían desde las inmensas heridas de los pies sangrantes. Otros caían vencidos por la sed de interminables días o el hambre que clamaba desde los dolores punzantes de estómago. 

¿La primavera los salvaría?

  La primavera había llegado hasta el último reducto de libertad que se arrinconaba ahora en las alturas de las montañas del Yocavil. Pero el frío y el hambre habían demolido sus reservas físicas y espirituales. Casi todos los ancianos habían encallado en el invierno, los heridos -los que quedaban vivos- pendían del último soplo de energía y, lo que es peor, estaba en peligro la vida de los niños y las mujeres, el sector más débil que se mantenía precariamente en pié. La milicia de los quilmes casi había desaparecido, sus guerreros habían caído en los combates defendiendo los pucarás y las retiradas repetidas de su gente hacia las cumbres, muchos habían muerto después de una larga agonía en los meses fríos. Casi no había un cuerpo de defensa... Se miraron, entonces, unos a otros en los grupos de fuga que habían formado para dispersarse por los cerros y vieron un pueblo desolado y devastado, casi sin fuerzas para seguir resistiendo. Yquisi sintió un estremecimiento de sensatez, como si la conciencia le ordenase proteger la vida de sus hermanos, a quienes todavía conducía y debía continuar conduciendo en los meses más difíciles que todavía no habían llegado. 
  Después, llegó Córdoba. El centro del territorio mediterráneo fue en verdad un bálsamo para los sobrevivientes de aquel martirio de sal, sangre, sol, sed, hambre y muertes en las salinas santiagueñas. Aquí, en cambio, volvieron a ver algunos riachos y otros ríos más importantes, como el Primero, en cuyos alrededores encontraron al pueblo de Comechingones, hombres altos y barbados que habían confundido a los primeros conquistadores por algún semblante europeo que creyeron ver en su figura. Lo cierto era que a esta altura estaban ya bajo el control español y de ellos se sirvieron las tropas, como de las ciudades hispanas que habían en la zona, para acometer el descanso no menos prolongado que el anterior de Salabina. A partir de allí, los acantonamientos serían más relajados y extendidos en lo que restaba del viaje a la ribera rioplatense. El horizonte se haría cada día más fértil y apretaría cada día menos los pies. 
  Ya era hora de bajar. A un mes de su llegada, la primavera de 1665 reverdecía con más diligencia la escasa vegetación de esa altura. Martín Yquisi se rodeó de una pequeña guardia y ordenó el descenso a la ciudad sagrada, mientras ordenaba a la gente que esperase su regreso. Lacónico, explicó con pocas palabras que debía defender la vida de los niños y las mujeres que quedaban en la comunidad desparramada en las montañas, porque ellos eran el futuro de su sangre. Nada más y nada menos. El resto del camino lo hizo en silencio, mordisqueando la ira y la indignidad de la decisión, como el caballo camina tascando el freno entre sus dientes. Se repetía una y otra vez que estaba obligado a tomar esa resolución para proteger a quienes debían continuar la raza, que esa causa justificaba sus actos y engrandecía la derrota, si es que eso era una derrota. Se rendiría, sí, en nombre de su pueblo, pero quedaba claro que merecía el respeto del buen guerrero. Sin embargo, así como el frío y el hambre lucharon a favor del invasor, el destierro ahora haría lo demás en contra de su destino. 

Siempre la Pachamama

  Pero la Pachamama, no. Ella no los había abandonado nunca. Seguía a su lado, adentro de cada uno, no sólo debajo de sus pies, aun cuando cruzaban la tierra inerte del desierto. No eran sus valles ni el cerro santificados por sus creencias, tampoco la ciudadela sagrada -ellos seguían latiendo en cada uno de los corazones vallistos que ahora erraban hacia el destino de sometimiento. Pero sentían en cada paso, en cada campamento, que ella los seguía envolviendo en su regazo, que continuaba conteniéndolos, aun en la misma desgracia. Hacia ella debía rendirle culto. Hacia ella debían prosternarse. En cualquier lugar que estuvieran, ella daría igualmente el sentido a la existencia. El primer rito a la Madre Tierra, se cumplió a orillas del río Tercero. Cuando llegaron a las tierras que regaba este curso de agua, conocido también como Amazonas, por el torrente enorme que llevaba con el Carcarañá hasta el Paraná, los quilmes quisieron bendecir la fortuna de mejores días que siguieron a la inmolación del desierto recién atravesado. No había ya chicha ni algarrobales, pero la ceremonia austera sirvió para pedir por buena suerte para enfrentar el invierno que amenazaba en los últimos días de mayo de 1666. La marcha del destierro acompañó el rumbo del río Tercero un poco más allá de su unión con el Carcarañá y desde allí emprendieron por las llanuras de buenas pasturas donde engordaban crecientes ganados de vacas y caballos.


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(C) Hugo Morales Solá





Bibliografía 


 * Piossek Prebisch Teresa: Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas – 1543-1546. Segunda edición de la autora. 1995. 
 * Piossek Prebisch Teresa: Pedro Bohórquez. El Inca del Tucumán. 1656-1659. Editorial Magna Publicaciones. Cuarta edición 1999. 
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 * Turbay Alfredo: Quilmes. Poblado ritual incaico. La Fortaleza-Templo del Valle Calchaquí. Editorial María Sisi. Tercera edición póstuma. 2003. 
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 * Tarragó, Myriam N. y Gonzalez, Luis R.: Variabilidad en los modos arquitectónicos incaicos. Un caso de estudio en el valle del Yocavil (noroeste argentino). Chungará (Arica), dic. 2005, vol.37, no.2, p.129-143. ISSN 0717-7356. 
 * Oliva Marta (Municipalidad de Quilmes - Pcia. De Buenos Aires): Evolución historiográfica de Quilmes. 
 * Huamán Luis Alberto Reyes: Tesis doctoral. www.catamarcaguia.com.ar. 
 * Reyes, Huaman Luis Alberto: Pachamama y los dioses incaicos – Pachamama agosto y la celebración - www.catamarcaguia.com.ar 
 * Quilmes a Diario.com.ar: La Reducción de la Santa Cruz de los Quilmes
 * Quilmes legal: Breve reseña histórica de la ciudad de Quilmes. 
 * Russo Cintia: Universidad Nacional de Quilmes – Revista Theomai, número 2 (segundo semestre de 2000). 
 * Lorandi Ana María: Los valles calchaquíes revisitados. Universidad Nacional de Buenos Aires.
 * Marchegiani, Marina; Palamarczuk, Valeria; Pratolongo, Gerónimo; Reynoso, Alejandra: Nunca serán ruinas: visiones y prácticas en torno al antiguo poblado de Quilmes en Yocavil - Museo Etnográfico “J. B. Ambrosetti” (Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires). 
 * Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy: "Ritual de la Pachamama, el 1° de agosto". 
 * Comunidad indígena de Amaicha del Valle: “Amaicha: ceremonia de vida”. Editorial Neptuno. 1996. 
 * Mariana Vignoli: Tesis de la Licenciatura en Turismo. 
 * Sitios web: www.nortevirtual.com - www.naya.org.ar - www.identidadaborigen.com.ar - www.lagaceta.com.ar - www.enteculturaltucuman.gov.ar 
 * Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa): Junto a los pueblos indígenas II 
 * La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires. 

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miércoles, 14 de noviembre de 2012

Los Quilmes - XII - El destierro

 La tormenta militar final

 Jamás hubiera imaginado que iba a ser el cacique del destierro. Pero si lo pudiese haber hecho, habría estado en el mismo lugar: encabezando la marcha de la expulsión, con la cabeza alta y la mirada perdida en el horizonte. Enhiesto, firme, como si no hubiera entregado todas las energías en la guerra que acababa de terminar para oponer sus guerreros a la nueva entrada de las tropas españolas en la tierra santa de los valles. Intacto y fresco, manteniendo altiva la dignidad de su raza, aun cuando estuviera vencido. Conteniendo a su gente que caminaba a tientas al exilio obligado, al éxodo jamás querido. Siempre había temido esta partida sin regreso. Martín Yquisi nunca había descartado la posibilidad de la derrota frente a un enemigo ostensiblemente superior por la fuerza de su armamento.
  Pero le indignaba que esta guerra atroz y definitiva fuera consecuencia de lo que igualmente había sospechado desde hacía mucho tiempo: la impúdica ambición de ese gran fabulador que llegó desde Andalucía y embaucó a sus hermanos con la ilusión de que portaba sangre del último emperador inca, con derechos absolutos a gobernar su imperio y recuperar la tierra y la libertad para sus pueblos. ¡Cuánta ingenuidad de los caciques calchaquíes! ¡Cuánta traición y cuánta alevosía de Pedro Bohórquez!
  Lo cierto fue que “no quedó ni un solo indio, ni un solo pueblo en Calchaquí”, como recuerda Piossek Prebisch lo que fue la conclusión del monje jesuita Hernando de Torreblanca, historiador de ese triste período que además protagonizara personalmente con roles del más alto nivel.
  Así fue. Apenas volvió en 1664, con la suma de los poderes que le daba por segunda vez el cargo de gobernador del Tucumán, Alonso de Mercado y Villacorta lanzó la campaña militar de dominación del sector sur de los valles calchaquíes, que aún estaba fuera del control del gobierno español. Entre las numerosas tribus que vivían en la cuenca del río Yocavil, estaba la temida comunidad de Quilmes, famosa por su ferocidad entre los mismos indígenas, cuyas guerras intestinas habían quedado mucho tiempo atrás, antes incluso de la llegada del imperio inca, cuando luchaban entre ellos por la disputa de parcelas de territorios o alguna otra enemistad que encendía la batalla como un fogonazo de ira e inmediatamente se apagaba. La convivencia en paz volvía, entonces, a solear los días en los valles calchaquíes, cuyas montañas y cerros sagrados daban contención y entibiaban la espiritualidad de sus habitantes, sirviendo de morada de sus dioses y siendo este territorio, en las cumbres como en el fondo del valle, la deidad mayor de sus creencias: la Pachamama, la madre Tierra, compañera inseparable de Inti, el padre Sol, la unión más trascendente que daba vida a todo lo que latía en Calchaquí. El valle, en fin, era la existencia misma, la razón vital de todos sus días: ahí estaban sus dioses, los alimentos, los cultivos, la guerra y la paz, la convivencia y la vida toda de cada uno de los habitantes originarios de estas tierras. Ellos mismos eran parte de la Madre Tierra, de la cual venían y a la cual volverían a fundir la carne y los huesos en su entraña más profunda. La vida toda transitaba y respiraba por la Pachamama que daba sentido a cada latido de su presencia en el valle ancestral. Ningún quilmeño podía concebir sus días sin ese gran útero que todo lo contenía, sin esa cosmogonía a la que pertenece todo el universo sudamericano. Y ahora estaban condenados al destierro. ¡Nada menos! ¿Se puede vivir afuera del tiempo? ¿Puede un hombre de la tierra, un habitante del cerro Alto del Rey vivir afuera de él? Sólo la nada o la muerte -es igual- cabía en cualquier coordenada más allá del Yocavil. Todo sería perdido, saqueado, arrasado. Todo quedaría sumergido en la desolación: el valle, las montañas, la ciudadela sagrada de piedra, los muertos que descansan bajo la tierra, los dioses que deambularán a solas y a tientas entre los ecos del destierro. La marea conquistadora inundaría todo lo visible y lo invisible de su geografía y de su historia, y cuando hayan bajado las aguas de la nueva invasión europea, una inmensa ausencia aturdirá el silencio que dejó el exilio y una gran presencia nueva conducirá la historia que comenzará de nuevo, como si con la expulsión de sus dueños legítimos el valle pudiera detener el tiempo y empezar otra vez, como si nunca hubieran existido, como si borrándolos de los sentidos se pudiera borrarlos de la historia y del destino.
  Esta vez la guerra sería terminante, contundente y mortal. Sería definitiva e irremediable. Mejor estratega militar que gobernante, Mercado y Villacorta sabía que el único y último camino que le quedaba era el de las armas. Estaba convencido de que no podía negociar ni podía vencer a los indígenas y convivir con ellos, porque sabía que su espíritu indomable llevaría una y otra vez al enfrentamiento armado. El sometimiento de los quilmes fue paradigmático por la efectiva metodología de “desnaturalización” que se aplicó. La solución brillaba como una piedra preciosa, aunque todavía inalcanzable: había que expulsar a estas comunidades originarias de los valles para que pudiera haber paz y gobierno seguro en Calchaquí. Era tentador este recurso que los españoles habían aprendido -y practicado muchas veces con éxito- de los incas para sojuzgar a los pueblos nativos indóciles e impetuosos.
  El gobernador alistó sus tropas, tanto en equipamiento como en adoctrinamiento, en el menor tiempo posible y se dispuso marchar en 1665 sobre el último bastión de independencia aborigen que quedaba en el extremo sur del antiguo imperio incaico. Entró de nuevo por Cachi al valle norte del río Calchaquí, zona que, por supuesto, ya la había dejado bajo control de la corona española en 1659. Bajó seguro por allí hasta el valle sur del río Yocavil. Pero desde Tolombón hacia abajo comenzaría la tormenta militar del capitán de guerra Alonso de Mercado y Villacorta. Esta era la zona de mayor peligro para su maquinaria bélica. Aquí reinaba la fama guerrera de los quilmes, y en menor medida de los acalianos, que caerían en desgracia antes que sus vecinos del cerro Alto del Rey. Pero estaban también los amaichas y otras comunidades diaguitas en la tierra que había pertenecido a los tafíes en el valle contiguo y aterciopelado del naciente, de quienes poca preocupación sintió el gobernador del Tucumán. El español asentó su real en las cercanías de los tolombones, muy cerca de las montañas de los quilmes, cuyo territorio se extendía hasta las proximidades de Colalao del Valle, jurisdicción esta, precisamente, de los colalao y más arriba, por el poniente, del pueblo de los pichao. Todos ellos, además de los yocaviles y anguinahaos, habían continuado bajo la conducción política y espiritual del cacique diaguita Luis Enríquez para llevar adelante la rebelión de los calchaquíes, después de la caída de Pedro Bohórquez. Pero en ese período, la rebeldía y la indocilidad de los quilmes fueron el modelo de los demás pueblos nativos para mantener encendido el espíritu de libertad.
 Desde luego: la noticia de la campaña militar llegó a los oídos del cacique Martín Yquisi mucho antes que el ejército virreinal. Estaba convencido que estaba vez sería la última, que los soldados de Mercado y Villacorta venían a matar o morir y en los mismos términos habría que dar respuesta. Pero no podía imaginarse lo que el gobernador del Tucumán tenía preparado para el día después de la batalla final... Entonces sí, cuando se enterase valdría todo. Sería un juego letal sin códigos ni límites, salvo la limitación ética que el gobernador pudo imponer entre sus hombres, para evitar sufrimientos innecesarios sobre los vencidos.
  Mercado y Villacorta sabía que cruzando las tierras de los colalao al sur, ingresaba en el territorio más peligroso de Calchaquí. Hasta ahí, había ido ganando terreno en la medida en que sometía a las tribus que lo ocupaban, a veces con un trámite difícil de hacer frente al combate que los indígenas daban desde las montañas, aunque por lo general cuando advertían la superioridad de las armas de fuego, a las que temían como a una fatalidad de la naturaleza, deponían la beligerancia, a pesar de que fuera defensiva. Preferían la vida y el sometimiento a la muerte, en especial de las mujeres y niños. Por la misma razón, otras veces la resolución del paso del ejército español era corta y rápida, después de la rendición en paz de otros pueblos más dóciles a la dominación conquistadora.
  Yquisi caminaba encadenado pero enhiesto y al frente de la marcha sin regreso. Tenía claro en su cabeza que no volvería más a ver esas montañas y el cerro sagrado de Alto del Rey, con las viviendas de piedra descolgándose de su ladera, pero su camino era como el de la Biblia: no debía volverse atrás para mirarlo por última vez. Su gesto firme y su mirada dura eran como un desafío al destino que, sin embargo, por adentro suyo lo desgarraba. Pero él era el jefe y debía dar el ejemplo, por lo menos a los hombres y a los guerreros heridos de su pueblo. En efecto, sus pasos seguían inmutables ante el llanto y el gemido de las mujeres y los niños, quienes levantaban un coro de dolor al cielo que parecía haberlos abandonado. ¿Dónde estaban los dioses que habían protegido la existencia de su pueblo durante tantos siglos? Por eso debía parecer inconmovible, porque el peso de la historia le exigía por última vez, porque era el cacique, aun en la desgracia -y con mayor razón en la desgracia-, el punto de apoyo y de consuelo de todos y cada uno de los quilmes.
  Pero ellos sí, ellos resistirían tenazmente la entrega de la dignidad y de su libertad. El gobernador lo sabía. Tenía clara conciencia de que esta tribu daría batalla hasta el fin y que habría que hacerlo en el ámbito de su propio señorío, donde ellos también imponían las reglas del juego de la guerra. En primer lugar, habría que ir a buscarlos al lecho inmenso de las montañas, donde los expertos eran naturalmente los quilmes, no sólo porque conocían cada milímetro de sus gargantas y quebradas, cada centímetro de sus laderas y peñascos, el rincón del último morro escondido en el cordón montañoso de El Cajón, sino sobre todo porque sabían asediar desde las fortalezas casi inexpugnables de los pucarás, distribuidos entre tantos cerros y farallones del Yocavil. Los soldados del rey de España debían dejar hasta los caballos y escalar las colinas armados de sus arcabuces y sus bayonetas. Sabían que todo tipo de trampas mortales les esperaba en el duro ascenso.

Resistir en los pucarás

  El cacique de Quilmes había mandado a la mayoría de su gente al refugio de las montañas, a poblar los pucarás en las alturas de los cerros y se había quedado esperando a los primeros adelantados de las tropas españolas en las primeras estribaciones de Alto del Rey. Había otros más audaces -¡más suicidas!- que servirían de primera barrera entre la maleza de arbustos que acompañan al algarrobal, entre el río Yocavil y el llano del pedemonte. Las primeras refriegas fueron mortales para los españoles. El desconocimiento de las técnicas de combate de los indígenas y la sorpresa de sus apariciones de entre la espesura del matorral en una carrera de malón sobre ellos, inmovilizaban a los soldados hasta el punto de no poder reaccionar para disparar sus armas de fuego. Cayeron desde su llegada por el camino de los incas, que corría paralelo al río Yocavil, tal como se extiende actualmente la ruta cuarenta. Y volvieron a caer, cuando empezaron a desviar hacia el cerro Alto del Rey, hasta que los demás soldados se replegaron. Al día siguiente, el segundo intento: la tropa iba ya mejor preparada para resistir, la primera experiencia había sido aleccionadora. Cada arcabuz era una daga de fuego remontada que esperaba la mínima presión del gatillo para dispararse sin fallar sobre la piel terrosa de los quilmes. Entre ellos, habían caído unos pocos bajo el poder de las lanzas metálicas de la segunda línea defensiva de los españoles. Pero ahora los quilmes debían defenderse del ataque enemigo, porque casi no les quedaban flechas y el recuento de las lanzas era igualmente escaso. Apelaron a las armas de la naturaleza: buscaron inmediatamente los panales de abeja que crecían en las ramas de los algarrobos y chañares y los arrancaron para arrojárselos sobre los grupos de combatientes de Mercado y Villacorta. Después, incendiaron unas hectáreas del monte. En fin, las improvisaciones bélicas fueron efectivas, pero sólo sirvieron para demorar el avance del ejército.
  Podía sentir rodar su llanto entre los pliegues del alma, aunque en los ojos ninguna lágrima brillaba. ¿Pero era efectivamente así: podría ser posible que los dioses se hayan alejado de su sino y hayan quedado solos con su propia suerte -su negra suerte, en realidad-, desprotegidos de toda divinidad que en los cielos y en la tierra acompañaron siempre los días de Quilmes? El Dios resucitado de los cristianos era todavía un ser extraño a su cultura y a su espiritualidad inmemoriales, a pesar de los esfuerzos evangelizadores de los jesuitas. En el mejor de los casos, la divinidad de los españoles debía convivir y compartir los altares mimetizándose en el panteón de los dioses nativos. De modo, que para muchos quilmeños, a esta altura de los hechos aciagos, la sensación era que desde ambos credos -incluso desde la mixtura de los altares- las deidades se habían olvidado de su destino, y la única estrella que brillaba ahora en la noche oscura de su porvenir era la de la fatalidad. Atrás quedaba la fortuna de sus días, cuyo resplandor era ya carne fétida del pasado. Atrás marchaba el dolor, todo el sollozo y el lamento de los más débiles, de los heridos, que seguirían a su gente hasta donde las fuerzas los llevasen. Pero el camino era interminable. Sabían que los llevaría lejos, tan lejos como la distancia sirviese para terminar de derrotar sus ánimos y aun sus ganas de seguir viviendo en esas condiciones. Debían llegar hasta el gran río desconocido que se lo traga el mar. Serían cientos y cientos de kilómetros por la llanura sin fin, alfombrada a veces de arena del desierto, otras veces de los verdes intensos de las humedades del puerto sobre el ancho río. La marcha era a pie descalzo y tobillos encadenados. Ahora estaban en el Abra del Infiernillo, la altísima ventana de tres mil metros de altura que da al valle de los tafíes. De allí bajarían por la quebrada del Portugués a los llanos donde ya no habrá más montañas ni piedras sagradas. En las pupilas, Yquisi llevaba grabada todavía las batallas que no pudo superar. Tal vez la impotencia y la furia de la derrota eran el último combustible para dar energía a su altivez, para no someterse al poder del gobernador victorioso, ni siquiera arrastrado ya como un reo que va camino al cadalso.
  La primera incursión había sido traumática para el invasor, a pesar de que en ella las primeras fuerzas de choque de los españoles habían sido otros calchaquíes -algunos pacciocas, por ejemplo- sometidos en diversas encomiendas de la zona que servían a la guerra de la expansión sobre Calchaquí. En el avance hasta Quilmes, este método había dado buenos frutos, porque funcionaba como escudo humano para defender a las verdaderas tropas de españoles. Pero ahora el trámite debía ser diferente. Del lado de los indígenas, había resistencia a poner el pecho en el frente de batalla con el pueblo quilmeño, de quien se conocía desde siempre su valor casi invencible. En tanto, desde los altos mandos hispanos se temía que esta táctica militar no sólo fuese inútil sino que además atemorizase a los hombres de armas de la corona de España, luego que vieran la conducta evasiva de los nativos que irían a la vanguardia.
  Lo cierto fue que las hostilidades se paralizaron. Los quilmes, mientras tanto, esperaban en sus bastiones montañosos, habían subido en los primeros días de marzo de 1665 y el otoño amenazaba ya con los primeros fríos. El cacique Yquisi pensaba en el alimento de su gente, cuando el frío intenso del invierno desalojara toda vida en esas alturas. Estaban bien protegidos -del frío y del enemigo- en los pucarás, pero sin comida su pueblo no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir por muy imbatibles que fueran las fortificaciones de los cerros. Por ahora, soportarían el hambre, todavía escasa, con raciones cada vez más pequeñas y el rigor todavía tolerable de las temperaturas del otoño.

La limpieza étnica

  El gobernador Mercado y Villacorta sentía, por su parte, la fuerte presión de los estancieros, ganaderos, agricultores y encomenderos de las ciudades de la llanura que lindaban con los altos valles, sobre todo de los habitantes de San Miguel de Tucumán, que estaba enclavada en el paraje de Ibatín, a las puertas del ascenso al valle de los tafíes. Ellos exigían seguridad frente a la amenaza de ataques e incursiones de los indígenas vallistos a sus tierras y animales y querían que la campaña militar fuera terminante y definitiva. Querían, en otras palabras, que la época de progreso económico, urbano y social que estaban viviendo los fundadores de las nuevas ciudades pudiese desarrollarse sin el temor permanente que aguijoneaba sus esfuerzos productivos y que los pueblos nativos de altura fuesen sojuzgados en encomiendas, donde sirvieran con su trabajo para la abundante cosecha de algodón, por ejemplo, que se comercializaba con el resto del virreinato y devolvía cuantiosos beneficios a los productores.
  El éxodo forzado recién comenzaba. Habían salido de Quilmes unas doscientas familias y, si bien no conocían el destino, presentían que no volverían al valle. Yquisi había recibido el rumor de que los llevarían lejos, muy lejos, castigados por su feroz rebeldía. Ya sabía de otros destierros de los valles, cuyos pueblos vecinos, como los amaichas, estaban reducidos a la virtual esclavitud en algunas encomiendas del llano tucumano. Pero estaban cerca de su tierra y la esperanza del regreso podía mantenerse viva, aunque para el espíritu indomable de los quilmes esa condición de opresión y servidumbre sería igualmente insoportable, a pesar de la corta distancia. De modo que en cualquier caso, cerca o lejos, la vida sin libertad tenía poco sentido para ellos. Nadie podría comprenderlo -mucho menos el español- que ellos eran -son- los “quilmes”, cuyo significado más profundo en kakán, su lengua nativa, es ser gente que vive “entre cerros”, que su existencia está unida intrínsecamente a la montaña. ¿Cómo podrían vivir sin ella, después de siglos de presencia, de una historia, de tradiciones, creencias, una religión; después de construir en definitiva una cultura y un modo de ser individual y colectivo adheridos y vertebrados a los cerros y a los valles casi como un todo indisoluble, casi como un solo ser hecho entre ellos y la naturaleza que siempre los rodeó y esculpió su personalidad?
  Ciertamente, el español no podía comprenderlo. Él quería la paz para poder poblar la nueva tierra de los sueños, progresar en ella y rendir tributo de ese progreso a la corona de su país. Pero, a esta altura, estaba convencido de que para eso no había otra solución que vaciar literalmente los valles de los pueblos indígenas que los habían habitado desde siempre y que por eso mismo se resistían hasta con sus vidas a dejarlos. Entonces, había que planificar muy bien el operativo final: la simple ofensiva militar era insuficiente y de alto riesgo. Después de las primeras incursiones mortales que hicieron sobre los indígenas de Quilmes, resolvieron actuar con paciencia e impusieron un largo sitio a su alrededor. Sabían que arriba, en los cerros, estaban muy bien guarnecidos pero con pocos víveres y que tarde o temprano deberían bajar para buscar suministros. Sólo era una cuestión de tiempo y debían aprender a esperar. El invierno que crecía y teñía de nieve las montañas sería su aliado.



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(C) Hugo Morales Solá




Bibliografía 


 * Piossek Prebisch Teresa: Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas – 1543-1546. Segunda edición de la autora. 1995.
 * Piossek Prebisch Teresa: Pedro Bohórquez. El Inca del Tucumán. 1656-1659. Editorial Magna Publicaciones. Cuarta edición 1999. 
 * Piossek Prebisch Teresa: Los Quilmes. Legendarios pobladores de los Valles Calchaquíes. Edición de la autora. 2004. 
 * Torreblanca, H. de (2003): Relación histórica de Calchaquí, Buenos Aires: Ediciones culturales argentinas. Versión paleográfica, notas y mapas de Teresa Piossek Prebisch. 
 * Lafone Quevedo Samuel A.: Las migraciones de los Kilmes. Revista de la Universidad de Buenos Aires. Tomo XLIII, págs. 342 y sgtes., Talleres Gráficos del Ministerio de Agricultura de la Nación, Buenos Aires, 1919. (educ.ar). 
 * Turbay Alfredo: Quilmes. Poblado ritual incaico. La Fortaleza-Templo del Valle Calchaquí. Editorial María Sisi. Tercera edición póstuma. 2003. 
 * Galeano Eduardo: Las venas abiertas de América Latina. 
 * Revista Icónicas Antiquitas: Vol. 1, No. 1, 2003 - Universidad del Tolima - Colombia: Espacio y Tiempo de la Cultura de Santa maría – Análisis estructuralista de la iconografía funeraria en la cultura arqueológica de Santa María - Argentina - Los Quilmes del Valle de Yocavil. 
  * Tarragó, Myriam N. y Gonzalez, Luis R.: Variabilidad en los modos arquitectónicos incaicos. Un caso de estudio en el valle del Yocavil (noroeste argentino). Chungará (Arica), dic. 2005, vol.37, no.2, p.129-143. ISSN 0717-7356. 
  * Oliva Marta (Municipalidad de Quilmes - Pcia. De Buenos Aires): Evolución historiográfica de Quilmes.
  * Huamán Luis Alberto Reyes: Tesis doctoral. www.catamarcaguia.com.ar.
  * Reyes, Huaman Luis Alberto: Pachamama y los dioses incaicos – Pachamama agosto y la celebración - www.catamarcaguia.com.ar 
  * Quilmes a Diario.com.ar: La Reducción de la Santa Cruz de los Quilmes 
  * Quilmes legal: Breve reseña histórica de la ciudad de Quilmes. 
  * Russo Cintia: Universidad Nacional de Quilmes – Revista Theomai, número 2 (segundo semestre de 2000). 
  * Lorandi Ana María: Los valles calchaquíes revisitados. Universidad Nacional de Buenos Aires.
  * Marchegiani, Marina; Palamarczuk, Valeria; Pratolongo, Gerónimo; Reynoso, Alejandra: Nunca serán ruinas: visiones y prácticas en torno al antiguo poblado de Quilmes en Yocavil - Museo Etnográfico “J. B. Ambrosetti” (Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires). 
  * Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy: "Ritual de la Pachamama, el 1° de agosto".
 * Comunidad indígena de Amaicha del Valle: “Amaicha: ceremonia de vida”. Editorial Neptuno. 1996.
  * Mariana Vignoli: Tesis de la Licenciatura en Turismo.
 * Sitios web: www.nortevirtual.com - www.naya.org.ar -    www.identidadaborigen.com.ar - www.lagaceta.com.ar - www.enteculturaltucuman.gov.ar
  * Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa): Junto a los pueblos indígenas II 
   * La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires.




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domingo, 11 de noviembre de 2012

Los Quilmes - XI - Las Guerras Calchaquíes (fin)

El temor al Gran Titaquín

Martín Yquisi, como ningún interlocutor del Inca, se atrevía a plantear alguna objeción a sus planes o dejar entrever siquiera la hendidura de las dudas que le corroían por adentro la fe en el supuesto nieto de Atahuallpa. Menos aún si la audiencia era con un cacique vasallo suyo, que le debía obediencia y reverencia. Aunque la misma inhibición sentían los españoles, sean estos monjes, militares o funcionarios del virreinato, incluido, por supuesto, el mismo gobernador Mercado y Villacorta, quien, por ejemplo, en su segundo encuentro, en el valle de Tafí, en enero de 1658, varios meses después del silencio de su lugarteniente una vez que había obtenido los poderes que buscaba, sintió igual parálisis para hacerle escuchar la suma de reproches a la falta de cumplimiento a los compromisos contraídos, y entregarle la nota de alto contenido admonitorio, además de unas cuantas limitaciones a sus facultades y su jurisdicción que había redactado. Nada de eso sucedió, sino sólo una recua de promesas cruzadas, desde ambos lados de la entrevista, que nadie cumpliría.
  Yquisi siguió callando y dispuso que su gente se preparase para la guerra. Incluso había aceptado la flecha que Bohórquez envió a cada uno de los jefes de las tribus de los valles calchaquíes en símbolo de unión para la hacer la guerra. Ellos también debían pertrecharse con las armas convencionales, con las que siempre fueron al enfrentamiento bélico, aunque supieran que ya no eran suficientes frente al poder de fuego del agresor español y que su armamento moderno, a la altura de los invasores, era una ilusión más que había hecho prender Pedro Bohórquez entre los guerreros indígenas. Además, casi todos los pueblos vallistos estaban en el mismo alistamiento y debían responder con el coraje de siempre a la ofensiva conquistadora que, según las versiones del Titaquín, estaba madurando en todas las ciudades coloniales recién fundadas en el llano, abajo de los valles del Calchaquí. La noche estaba cediendo al avance del día y el amanecer oscurecía al sol con espesos nubarrones de tormenta que habían llegado a cubrir la cresta del cerro Alto del Rey. La casa de Yquisi, a esa altura, estaba igualmente tapizada de niebla, y en la puerta el cacique trataba sin suerte de observar el valle y su gente refugiándose de la tempestad que se avecinaba, fortuita para ese clima aunque fuera verano. Le pareció una señal del cielo. Apenas unos segundos después, mientras la bruma del vendaval se resquebrajaba con el pesado ascenso del sol desde las cumbres calchaquíes de la altísima cadena montañosa que se enfrenta en el valle del Yocavil al cerro de los quilmes, un rayo descerrajó su furia sobre el monte de algarrobos con un estruendo todopoderoso que removió como un temblor de tierra al pueblo de Alto del Rey. De inmediato comenzó un fugaz incendio en el algarrobal, que se ahogó rápidamente con el aguacero. Yquisi sintió entonces que era la voluntad del trueno divino que siguiese los pasos del Inca Bohórquez, el Gran Padre de los calchaquíes.

Juicio al traidor

  La ira estaba siempre a flor de piel, transpirando entre sus poros, pero Bohórquez se cuidó siempre de no descargarla sobre los españoles. No quería que ningún descontrol de sus sentidos, ni de sus emociones pusiera en peligro el plan dorado que acariciaba cada mañana con su imaginación. Para eso servían también sus vasallos. Los caciques eran, en efecto, el destino invariable de toda su furia. Y ahora tampoco era la excepción, aun cuando sabía que los dos capitanes que había enviado Mercado y Villacorta estaban en su reino para asesinarlo. Al contrario, los trató con cinismo y los mandó de regreso a Choromoro, donde esperaba el gobernador del Tucumán. Ahí, justamente, el funcionario español le había propuesto a Pedro Bohórquez reunirse por tercera vez para conocer la marcha de las exploraciones mineras y del proceso de sometimiento voluntario de los indios a la corona de España. En realidad, todo era una trampa: la cita era una excusa para detenerlo y mandarlo a la Audiencia de Charcas para que fuera juzgado por el incumplimiento premeditado de los compromisos contraídos en ocasión de recibir el nombramiento de lugarteniente del gobernador del Tucumán en Calchaquí.
  Pero en los valles calchaquíes podía respirarse ya la atmósfera de insurrección. El trabajo del Inca sobre sus súbditos para crear ese medio ambiente ideal para el levantamiento era ya un fruto maduro, listo para morder su jugosa pulpa. Con todo, Bohórquez controló la tentación y no se rindió por ahora al apetecible bocado de la ofensiva guerrera. Debía sumar a los diaguitas, para lo cual viajó dos veces a Famatina con la intención de convencerlos de que dejasen sus tierras por unos meses, no sin antes llevarse los ganados y destruir los sembradíos en un éxodo que atraería a los españoles. Luego regresarían para atacar los asentamientos hispánicos y las ciudades de Pomán y La Rioja. Lo único que encontró fueron los oídos sordos de los caciques, a pesar de que volvieron a jurarle fidelidad antes de su regreso al Yocavil.
  De todos modos, el valle santamariano había comenzado a henchirse, desde varios meses atrás, de habitantes que llegaban de los valles vecinos atraídos por el discurso libertador de su líder, el Inca de Calchaquí. Martín Yquisi observaba este proceso y advertía a la vez que su pueblo, como casi todos los demás que eran naturales de estos valles -incluso los inmigrantes-, sentían un castigo nuevo: el hambre que clamaba desde los estómagos de niños, jóvenes y ancianos. No era el invierno que asediaba con la escasez de alimentos, porque tenían los hábitos incaicos de almacenarlos para cruzar la estación fría del año. Tampoco se trataba de un nuevo azote de la sequía que mataba hasta los mejores bastimentos. Era la superpoblación del valle y la desatención de los últimos tiempos a los trabajos naturales de cultivo y cría de ganado para convertir a los agricultores en combatientes imbatibles. Desde luego, las tareas de catequización de los jesuitas habían sido igualmente abandonadas ante la ausencia de los aborígenes a sus obligaciones cristianas. Además, se había volcado el ánimo indígena en contra de los monjes, a quienes se los acusaba de informadores del gobierno virreinal.
  Las misiones jesuitas sentían a esta altura la avalancha de violencia que se venía sobre los valles calchaquíes y tenían clara conciencia de que su presencia era peligrosa, tanto para ellas mismas como para el futuro de los aborígenes para quienes no querían el dolor de la guerra. Desde la superioridad habían sido instruidos ya para que abandonasen los conventos de Santa María y San Carlos, pero los religiosos de esta última delegación, entre los que estaba Hernando de Torreblanca, quien después sería el cronista de estos hechos, no se resignaban a retirarse de Calchaquí, después de tantos esfuerzos y tiempo que debían dejar allí. Hasta que el peligro empezó a oler demasiado cerca y mal, tanto que Pedro Huallpa decidió expulsarlos del valle, luego de interceptar una carta de un superior de los misioneros donde expresaba el presentimiento de la guerra como resultado de las ambiciones de Bohórquez. El andaluz embaucador invocó también que los monjes no sólo eran informantes del gobernador Mercado y Villacorta, sino que además estaban complotando con él en su contra.
  El cacique de Quilmes, mientras tanto, sentía que su corazón se desgarraba en dos hemisferios que se rechazaban. De un lado, le perturbaba que la sospecha sobre la legitimidad de las promesas del Inca -y aún la autenticidad de su misma sangre- era cada vez más razonable, abonada sobre todo por los rumores que crecían en los valles en torno de su figura de ficción que subían desde las ciudades españolas y de algunos indios mestizos que colaboraban con la campaña de desprestigio que se había lanzado para desestabilizar el reinado de Bohórquez en Calchaquí. Además, observaba cómo varios de sus pares del valle de Yocavil y otros diaguitas comenzaban a resistirse a profesar el vasallaje ciego a su autoridad. Pero del otro lado de su corazón, Yquisi sentía a la vez que dentro de él crecía también el sentimiento de rebeldía a las intenciones de los invasores extranjeros de ocupar y dominar el último bastión de libertad indígena que quedaba en pie todavía en esta región del viejo imperio inca. Estaban atenazados por el avance español, que ya controlaba los valles catamarqueños y el territorio riojano de los diaguitas, por el sur. En tanto que por el norte, el poder de la corona de España había llegado hasta la quebrada de Escoipe, en la entrada misma del valle del río Calchaquí, que era la zona habitada por los pulares. El espacio de su libertad se reducía cada vez más al espacio vital del valle de sus antepasados, sobre el río Yocavil donde querían dejar los días que quedaban de su existencia. Por lo demás, era demasiado fuerte la presión de Bohórquez sobre los caciques para predisponerlos al alzamiento armado, y su poder era todavía superior a los focos de resistencia que pudieran encenderse en los ánimos de los jefes vallistos. Nadie aún se atrevería a rechazar el llamado a defender la libertad, la vida y su liderazgo. No había opciones, entonces: Martín Yquisi se dejó llevar por la marea de los acontecimientos que controlaba el Inca de Calchaquí y continuó con los aprestamientos de su gente para la gran rebelión. De inmediato, mandó las mejores quaras de su pueblo, llamas de gran porte para el transporte de carga, para sumarlas a las que ya estaban destinadas en Tolombón transportando la materia prima de los armamentos que estaban fabricando en grandes escalas para abastecer a todos los pueblos calchaquíes. Cantidades de lanzas y flechas, además de arcos, hondas y hachas de diferentes tamaño. Los talleres metalúrgicos trabajaban de sol a sol para fundir el bronce y el cobre que serviría para modelar los brazaletes y corazas que protegerían el pecho de los guerreros.

La última rebelión

  Luego del segundo intento de asesinarlo, esta vez con veneno dosificado por su cocinero, Pedro Bohórquez declaró las hostilidades sobre los españoles y responsabilizó a Mercado y Villacorta por las consecuencias de lo que él calificaba como un acorralamiento que ahora invocaba para defenderse, tras la propia confesión del cocinero sobre los planes fallidos del gobernador del Tucumán para ejecutar la sentencia de muerte ante la desobediencia del impostor y como consecuencia de haberlo declarado traidor al rey de España, ya que había violado las disposiciones del nombramiento de ceñir su territorio a Calchaquí e incumplir premeditadamente con las obligaciones que el mismo documento real le había impuesto.
  Uno y otro emisario, que iban y volvían de Calchaquí, le recomendaban invadir el valle frente a la peligrosidad de los movimientos de Bohórquez para organizar la sublevación indígena. Pero Alonso Mercado y Villacorta cuidaba la paz, aun en esa instancia casi extrema en que se encontraban. Sabía que esos pueblos eran sanguinarios cuando se desataba la guerra y temía que otra vez desaparecieran las vidas y ciudades que tanto esfuerzo demandaba fundarlas y hacerlas crecer. Una y otra se acordonaban alrededores de los valles calchaquíes desde Salta hasta Tucumán y Catamarca. Pero también le preocupaba la espesa urdimbre de traición, codicia y muerte que tejía sórdidamente el falso rey inca de Calchaquí. En diversas cartas al virrey del Perú y al mismo rey de España, el gobernador del Tucumán intentaba serenar los ánimos caldeados que había en el más alto nivel de gobierno sobre las Indias, pero él estaba convencido a esta altura de que Bohórquez era un rotundo farsante que sólo buscaba su propio beneficio y que para eso estaba dispuesto a ir hasta la misma guerra, aún a costa de la vida de los propios pueblos sobre los que reinaba ficticiamente. Sin embargo, sabía perfectamente que el poder de fuego y los hombres que disponía en su ejército eran francamente escasos para una ocupación militar de los valles calchaquíes y si bien ya había pedido ayuda a Lima, todavía no tenía ninguna respuesta. Lo que estaba intentando ahora era reunir fuerzas desde las ciudades cercanas de San Miguel de Tucumán, Pomán y La Rioja, aunque este trámite llevaba su tiempo. Incluso, un informe de los frailes jesuitas sobre la destrucción y saqueo de las dos misiones calchaquíes -primero el convento de San Carlos y luego el monasterio de Santa María- y la expulsión de los monjes que las ocupaban notificó a Mercado y Villacorta que las hostilidades habían comenzado, que Pedro Bohórquez había pegado primero y que, en consecuencia, pegaría de nuevo, en cualquier momento más allá de las fronteras de Calchaquí. Ordenó de inmediato que los hombres que había para organizar la ofensiva a los valles se replegaran en las ciudades que podrían ser objetos de las incursiones indígenas para preparar la defensa de ellas. Él mismo, que estaba apostado en la entrada de la quebrada de Escoipe, decidió retroceder con sus soldados para protegerse de un eventual ataque de Bohórquez.
  El invierno de 1658 había terminado y los españoles esperaban desde hacía más de un mes la primera penetración del andaluz sobre los asentamientos urbanos coloniales. Pero apenas comenzó la primavera, tuvieron noticias suyas. Pedro Huallpa estaba bajando de Calchaquí por la quebrada de Escoipe con unos mil hombres, entre calchaquíes y pulares, a quienes el falso Titaquín había logrado sublevar de sus yanaconazgos. Era un ejército poderoso por su superioridad frente al centenar de soldados del gobernador del Tucumán. La gran rebelión de los calchaquíes había sido echada a rodar con el motor de la pura ambición y la avidez de poder de Pedro Bohórquez.
  El nieto falsificado de Atahuallpa, en efecto, sólo quería conservar el poder sobre Calchaquí, como un refugio inexpugnable donde no pudiera llegar la justicia del rey de España, porque sabía que caería sobre él todo el peso de la ley y que debería responder además por todas las felonías y fraudes habidos y por haber que supo urdir en los largos años de su estancia en América. El oro empezaba a ser sólo el recuerdo de un fracaso largamente temido y vanamente rehuido.

Los malones de Bohórquez

  Bohórquez dirigía los malones, pero se quedaba atrás, lejos de la contienda, a buen resguardo de las confrontaciones. El primer fuerte que recibió el asedio de los indios fue el que protegía a Mercado y Villacorta, a los pies del cerro San Bernardo, muy cerca de la ciudad de Salta. El ataque brotó masivamente sobre el acantonamiento militar, luego de haberlo rodeado en el amanecer del tercer día de aquella primavera. No había sorpresa porque el gobernador los estaba esperando, naturalmente, aunque la embestida fue igualmente efectiva, hasta que un cacique pudo llegar a las espaldas mismas de Mercado y Villacorta para asesinarlo, pero un subordinado se adelantó y dio muerte primero al curaca. Su cabeza se elevó por sobre la fortificación para exhibirla ante los indios que atacaban en medio de la gritería y el clamor de sus cuernos de combate y el asalto llamó, entonces, a quietud y espanto. Los indígenas sentían que la voluntad de los dioses de la guerra estaba en su contra y el coraje, entonces, se llenó de temblor. Para peor, una pequeña partida de soldados que regresaba al fuerte, ignorante de la irrupción indígena, se anunció con disparos de arcabuces, lo cual fue efectivamente aprovechado por el gobernador que respondió con otra andanada de tiros para que Bohórquez creyera lo que precisamente creyó: que estaba sitiado por un ejército numeroso y ordenó inmediatamente la retirada. 
  Los meses que siguieron, hasta que terminó el año aciago de 1658, golpearon más duro al reinado del Inca de Calchaquí, cuyo poder se derrumbaba como un alud de piedras por la ladera de la montaña en la noche del temporal. Más acorralamiento, más angustia y dolor mojaron los días del Titaquín. Volvió a atacar los fuertes de Andalgalá y San Miguel de Tucumán, de donde otra vez tuvo que huir cobardemente ante los ojos atónitos de los caciques que seguían fielmente su engaño. Pedro Chamijo volvió a pensar en su vieja identidad, porque en realidad empezaba a buscar desesperadamente una vía de escape de esta situación y el valle de Calchaquí, que había sido la biosfera ideal para sembrar las mejores artes de su astucia y toda la red de artimañas para que creciera frondosa la estafa de su reinado, ahora era una cárcel que se estaba volviendo irrespirable y había que salir de allí cuantos antes pudiera con su compañera, la colla inseparable, y todo lo que pudiera reunir de hacienda y bienes para asegurar el futuro en alguna ciudad importante del virreinato o, mejor aún, de regreso a su Andalucía natal. Decidió entones pedir un indulto personal ante la Audiencia de Charcas, para lo cual negaba, por supuesto, cada una de las traiciones al rey que le imputaba el gobernador del Tucumán y, mucho más, que tuviera alguna responsabilidad en la sublevación de los indios calchaquíes. Al contrario, repartía culpas de esta situación en los valles sobre los monjes jesuitas, Mercado y Villacorta y hasta sobre el obispo del Tucumán, fray Melchor de Maldonado y Saavedra.
  Los jefes indígenas comenzaron a abrir los ojos y sus conciencias y fueron abandonándolo uno tras otro. Entre ellos estaba también Martín Yquisi, quien se reprochaba a sí mismo la media confianza que le había entregado al que estaba dejando de ser el Gran Padre de Calchaquí, así como la falta de valor para no haber advertido más a tiempo a sus pares sobre los riesgos de que esta esperanza colectiva terminase en un rotundo fracaso y se descubriese finalmente la miserable viscosidad del fraude de Bohórquez, que ahora podría llevarse lo peor: la vida de su gente. Pero, por otro lado, rescataba la media desconfianza que desde hacía tiempo sentía por la figura de su liderazgo. En alguna medida había servido para frenar decisiones que, con entera ingenuidad, hubiera puesto en mayor peligro a su pueblo. De todos modos, todavía había tiempo para abandonarlo. Y eso hizo.
  Después de algunos devaneos, la Audiencia de Charcas resolvió otorgarle el indulto que solicitaba Pedro Bohórquez, pero el beneficio lo hacía extensivo a todos los jefes indígenas que habían sostenido la insurrección en apoyo al plan del Inca con la condición, eso sí, que ellos también abandonasen Calchaquí junto a su líder. ¿Cómo lo haría? ¿Cómo podría salir del valle de su reinado efímero con la compañía de los caciques, si sabía que ellos lo habían abandonado y renegado de su autoridad y que sólo los pulares aceptaban estas condiciones para la paz? Lo cierto fue que en abril de 1659 debió aceptar públicamente la falsedad de su mesiánica misión entre los calchaquíes y declararse vasallo de la corona española, para poder dejar estas tierras del engaño. Más tarde, llegó a Lima pobre de toda pobreza y con un destino inevitable de rejas por nuevos delitos de fuga y reincidencia en la tentativa de rebelar a los indígenas del Potosí y todo el altiplano peruano que fue perpetrando en el viaje, después de que perdiese toda la fortuna cuantiosa que llevaba consigo.
  En verdad, la gran rebelión de los calchaquíes era a esta altura un camino sin retorno. Nadie, luego del abandono de Bohórquez, podía regresar a la quietud de la rutina de los pueblos nativos que precedió a la llegada del impostor a Calchaquí. Unos porque estaban tan convencidos de que la defensa de su libertad era, aún sin Pedro Huallpa, una motivación por la que valía la pena luchar hasta dar la vida. Otros porque podían prever razonablemente que la reacción española que este alzamiento había desatado no se detendría ni con la caída del falso Inca, sino al contrario: los ejércitos de la conquista de los valles calchaquíes embestirían con más fuerza para acometer el asalto definitivo sobre su territorio. Yquisi estaba convencido de que ése sería el camino de los acontecimientos por venir y que había actuar para defender con uñas y dientes la libertad. Otra vez deberían mostrar sus garras de guerreros ante el avance conquistador.
  Luis Enríquez, un mestizo cacique diaguita, hombre de suma confianza y lugarteniente de Bohórquez, que se sentía el heredero de la causa que el líder caído en desgracia había encendido en los valles de Calchaquí, aprovechó el ánimo enardecido y la firme -y furiosa- decisión preventiva de unos y otros y enarboló de nuevo la bandera de la independencia que unía a todos los aborígenes del Yocavil. La sublevación -más rabiosa que antes- siguió en pié bajo su prédica y su liderazgo.
  El 3 de diciembre de 1666 la Audiencia de Lima dictó la sentencia de muerte en contra de Pedro Bohórquez, cuya ejecución se cumplió un mes después a fuerza de garrotes. Efectivamente, los temores y las prevenciones de los jefes indígenas de Calchaquí se habían cumplido. Apenas Bohórquez salió de allí, en el invierno de 1659, el gobernador del Tucumán, Alonso de Mercado y Villacorta penetró en los valles a sangre y fuego y dominó el sector norte, a lo largo del río Calchaquí -llegó, incluso, hasta las cercanías de Tolombón-, ya que su ingreso a la región había sido por la quebrada de Escoipe, una vez que pudo rehacer sus fuerzas -sobre todo, multiplicarlas- en el fuerte salteño de San Bernardo. Pero en medio de la campaña sobre los valles calchaquíes, en el verano de 1660, bajó de Lima su designación de gobernador del puerto de Buenos Aires. La mayoría de las tribus del Yocavil continuarían libres unos años más, hasta que en 1664 Alonso de Mercado y Villacorta regresó al Tucumán para asumir por segunda vez la gobernación. Una sola obsesión habitaba en su cabeza: terminar la conquista de Calchaquí que había iniciado cuatro años antes.



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 (C) Hugo Morales Solá



 Bibliografía


 * Piossek Prebisch Teresa: Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas – 1543-1546. Segunda edición de la autora. 1995.
 * Piossek Prebisch Teresa: Pedro Bohórquez. El Inca del Tucumán. 1656-1659. Editorial Magna Publicaciones. Cuarta edición 1999.
 * Piossek Prebisch Teresa: Los Quilmes. Legendarios pobladores de los Valles Calchaquíes. Edición de la autora. 2004.
 * Torreblanca, H. de (2003): Relación histórica de Calchaquí, Buenos Aires: Ediciones culturales argentinas. Versión paleográfica, notas y mapas de Teresa Piossek Prebisch.
 * Lafone Quevedo Samuel A.: Las migraciones de los Kilmes. Revista de la Universidad de Buenos Aires. Tomo XLIII, págs. 342 y sgtes., Talleres Gráficos del Ministerio de Agricultura de la Nación, Buenos Aires, 1919. (educ.ar).
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 * Lorandi Ana María: Los valles calchaquíes revisitados. Universidad Nacional de Buenos Aires.
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 * Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa): Junto a los pueblos indígenas II



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 Mi columna en El Corredor Mediterraneo. Revista cultural de Río Cuarto. Córdoba.  https://acrobat.adobe.com/link/review?uri=urn:aaid:scds:U...