miércoles, 28 de septiembre de 2011

Amaicha del Valle: historia de una auténtica comunidad indígena - Parte IV

Las guerras calchaquíes

A menos de veinte años de la primera entrada de los españoles al gran valle calchaquí, en 1562, los pueblos aborígenes de la zona se alzaron en contra de los intentos de dominación de los conquistadores. Juan Calchaquí, guerrero y jefe de los tolombones, sublevó a las numerosas tribus de estos valles en contra de la organización que había impuesto a sangre y fuego el poder colonial para someter a estos pueblos del mismo modo que lo había hecho con los de la llanura, esto es, bajo la imposición del sistema de encomiendas, a través del cual no sólo sojuzgaban a las colectividades indígenas sino que además se apropiaban de sus territorios. Eso fue justamente el nervio motor de la rebelión: sentir que perdían el sentido más profundo de la existencia, sentir que perdían a la Pacha, la madre tierra que los contenía y sostenía desde los tiempos sin memoria, frente a un futuro desolador, no sólo por la idea de vivir sin la tierra que les pertenecía, reunidos en pequeñas parcelas para atender cultivos de los señores de la Conquista y servirles en trabajos que se parecían a la esclavitud, sino también por la amenaza de verse confinados en las profundidades de las minas para extraer el oro, el cobre y la plata, tal como lo habían hecho antes los conquistadores incas. La primera revuelta fue liderada por Juan Calchaquí y fue un duro castigo al avance de la dominación española. Fueron literalmente borradas de la cartografía colonial las primeras ciudades de estas tierras altas del noroeste, como la primera fundación de Londres, en el valle catamarqueño del mismo; Cañete, en Tucumán, y Córdoba, en el valle del río Calchaquí. Luego de que los conquistadores retomaron el control de la situación, le siguió un período de aparente paz que se extendió hasta 1630. En ese año, se levantó en armas la parcialidad de los diaguitas que habitaban los valles de Catamarca, encabezada por la comunidad de los hualfines, cuyo jefe, Juan Chelemín, llevó adelante la responsabilidad de la sublevación de numerosas comunidades calchaquíes. La chispa de la sedición fue el hallazgo de una mina de oro en la zona por parte del encomendero Juan de Urbina, a quien de inmediato le dieron muerte los hualfines, para evitar el trabajo forzado en el nuevo yacimiento. La noticia disparó la reacción no menos violenta de los españoles, quienes descargaron una furiosa represión en una guerra que duró siete años y destruyó la segunda fundación de la ciudad de Londres, así como la de Nuestra Señora de Guadalupe, en Calchaquí. Chelemín fue ejecutado e inmediatamente se dispuso el desarraigo de la tribu hualfín hacia tierras lejanas. Unas tres décadas más pudieron sostener la libertad y la independencia la gran nación calchaquí. Hasta que en 1658 un embaucador andaluz, venido de España con el nombre de Pedro Chamizo y conocido en sus andanzas como timador entre indígenas y españoles de las tierras sudamericanas como Pedro Bohórquez, levantó otra vez en armas a los pueblos de los valles de los ríos Calchaquí y Yocavil. Pero después de su rendición ante la autoridad colonial, la rebelión continuó liderada por el mestizo José Henriquez hasta 1665, año en que comenzó el destierro definitivo de los quilmes hacia las costas de la provincia de Buenos Aires. 

Los amaichas, privilegiados

Sin embargo, sobre la comunidad de los Amaichas cayó un castigo menos pesado, porque su separación de las tierras naturales fue provisoria y en la llanura cercana a Calchaquí. Por una disputa sucesoria entre encomenderos, los amaichas pudieron continuar un tiempo más en el valle del Yocavil, ya que Francisco Abreu, quien demostró que era el verdadero heredero de la encomienda que administraba a esta colectividad en su propia tierra, intentaba persuadir a los jueces de que no habían participado en la rebelión para no perder a sus trabajadores con la desnaturalzación de los indígenas. Un acuerdo ecléctico, mientras el juicio seguía ventilándose en Buenos Aires, permitió a los amaichas que se radicasen en 1669 en los llanos de Lules sin perder su territorio de altura y sin que el encomendero Abreu perdiese jurisdicción sobre ellos, porque las tierras bajas también estaban incluían en su encomienda. Las demás colectividades sufrieron la misma suerte definitiva de los quilmes. 

 La cédula real 

Poco tiempo después, en 1716, una cédula real de la corona española reconoce la propiedad de las tierras de los amaichas y les devuelve en posesión definitiva a cambio del bautismo del cacique Diego Utibaitina. Eran alrededor de cien mil hectáreas, que incluía a la ciudad sagrada de los quilmes. El documento se testimonió en 1753 en presencia del hijo de Utibaitina, Francisco Chapurfe, y expresa textualmente, en uno de sus párrafos que “Bajo cuyos límites damos la posesión real, temporal y corporal al susodicho Cacique, para él, su Indiada, sus herederos y sucesores: Y ordenamos al Gran Sánchez que está siete leguas de Tucumán abajo, deje venir a los Indios que se le encomendaron por el referido tiempo de diez años para que instruidos volviesen todos a sus casas como dueños legítimos de aquellas tierras, para que las posean ellos y sus descendientes y que no serán quitadas por persona alguna en ningún tiempo".

 * * * 

 Fuentes:
* Teresa Piossek Prebisch: “Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas. 1543-1546”. 1995
* Teresa Piossek Prebisch: “Pedro Bohorquez, el Inca del Tucumán. 1656-1659”. Ediciones Magna Publicaciones. 1999.
* Octavio Paz: “Tiempo Nublado”.
* Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy: "Ritual de la Pachamama, el 1° de agosto".
* Huamán Luis Alberto Reyes: Tesis doctoral. www.catamarcaguia.com.ar.
* Comunidad indígena de Amaicha del Valle: “Amaicha: ceremonia de vida”. Editorial Neptuno. 1996.
* Mariana Vignoli: Tesis de la Licenciatura en Turismo.
* Sitios web: www.nortevirtual.com - www.naya.org.ar -www.identidadaborigen.com.ar - www.lagaceta.com.ar - www.enteculturaltucuman.gov.ar

* La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires - Argentina

(c) Hugo Morales Solá

domingo, 18 de septiembre de 2011

Amaicha del Valle: historia de una auténtica comunidad indígena - Parte III

Las conquistas

Los pueblos vallistos se sometieron pacíficamente al dominio incaico y dejaron que esa cultura que resplandecía sobre ellos se incrustase imperceptiblemente en el espíritu de sus sociedades. Las obras imperiales, las nuevas costumbres para construir, para urbanizar, para refortificar las ciudades, la magnífica ingeniería que aplicaron en la red vial o la intensiva explotación de las minas, toda la legislación del imperio, que permitió levantar el andamiaje de un estado organizado a los largo y ancho de todos sus dominios, y sobre todo la poderosa herramienta cultural de dominación que fue la lengua oficial del Cuzco, transmitida a los sectores más elevados de las sociedades indígenas sometidas para que de ellos bajase el quechua a las grandes mayoría de la población, fueron inoculando la identidad de los pueblos hasta transfigurar definitivamente su espíritu. Fue, en verdad, una mutación invisible e intangible, deletérea y sutil, porque la invasión inca no intentó eliminar por la fuerza de las armas las culturas propias de cada territorio que llegó a controlar. Es más: respetó su pasado, sus costumbres, sus creencias, aceptó la organización social y política y las jerarquías del poder local. Incluso, fue permeable a la influencia de cada pueblo sobre sí mismo, esto es, rescató de cada uno -o de muchos, en todo caso- los códigos que regían la convivencia, la historia y sus culturas. Lo cierto es que la expansión del imperio hacia estas regiones del territorio argentino, uno de cuyos centros más importantes fueron los valles calchaquíes, no pudo durar más de medio siglo. La llegada de los españoles terminó con el señorío del Inka sobre los pueblos del Tawantinsuyu que llegó a irradiarse por casi todo el macizo cordillerano de Sudamérica, desde las alturas del Ecuador hasta los límites del río Maule, en el sur de Chile donde empezaba la Araucanía. Corto tiempo, ciertamente, para el esfuerzo titánico de la conquista del gobierno del Alto Perú. Pero suficiente para imprimir su marca imborrable sobre las culturas tan diversas donde rigió el poder de Tupac Yupanqui, hijo de Pachacútec, el Conquistador que acometió la gran expansión de los dominios del incario y le llamó Tawantinsuyu al imperio que gobernó, y nieto de Viracocha, el aborigen más venerado del incanato. Tiempo necesario, al fin, para que las culturas y los pueblos interactuasen entre sí, batiendo en ese vértigo sus modos de ser, sus maneras de sentir, sus formas de creer, sus estilos de vivir y de convivir. Sobresalió, por supuesto, la cultura dominante, porque naturalmente era superior, pero creció igualmente y se enriqueció con los signos que fue dejándole cada nación sojuzgada. Un juego de impresiones de uno sobre otro -de uno más que otros- que pintó una idiosincrasia nueva y diferente en la evolución inca y una personalidad definitiva, a la vez, en las comunidades que dominó. 

La llegada del conquistador español 

 Las demás culturas indígenas, creyeron en el primer contacto que tuvieron con la presencia española que se trataba de una representación sobrenatural con encarnación humana que tal vez llegaba para desatar el yugo de la dominación incaica, si bien el propio inca profesó, en ese momento inicial del encuentro de ambas civilizaciones, el mismo culto equivocado a esos señores a quienes podía verle el aura de la divinidad que ellos también adoraban. Pero no fue un encuentro sintetizador e integrador de culturas diferentes. Fue, en cambio, un choque violento de sociedades muy desiguales, de civilizaciones absolutamente incomparables, donde la más avanzada no se impuso por el camino de la razón a sus interlocutores más atrasados, según la cosmovisión del mundo que traían quienes habían cruzado el océano Atlántico, el temible mar del Norte. Se impuso por la vía rápida de la ocupación violenta de naciones enteras, con sus culturas y sus historias. Se impuso por el atajo de la voracidad sobre las riquezas de las comunidades originarias de este continente. Riquezas que para ellas tenían un profundo sentido espiritual, lejos en lo absoluto de lo económico. Definitivamente, había que defenderse de su presencia agresiva. Ahora sí, la historia cambiaría rotundamente. Si antes aquella civilización de su misma raza los había sometido y esclavizado, obligándolos a trabajar para sostener su interminable imperio, y había quebrado el futuro de su pasado, la convivencia a pesar de todo había sido posible. El tiempo pudo trenzar nuevos códigos comunes que fueron creciendo en el enramado de sus culturas que aprendieron a tocarse y alejarse, a mezclarse, a fundirse y volver a separarse, a respetarse y convivir en ese aprendizaje que sólo la misma sangre y los mismos orígenes, la misma tierra y el mismo cielo, dioses y credos que se parecían y sin embargo se diferenciaban, podían servir como un almácigo capaz de germinar una nueva era dentro de la misma historia. Ahora, en cambio, eran dos mundos, tan diverso uno del otro como la luz de la oscuridad, que se encontraban y chocaban, que en un principio se rechazaban y no se toleraban ni se respetaban, y que terminaron imponiéndose uno sobre el otro, un mundo sobre la vida del otro. Mundos, en fin, definitiva y enteramente extraños entre sí, cuyo encuentro trajo una cadena de conflictos que los siglos arrastraron hasta llegar casi a la extinción de las culturas y de los pueblos más débiles. El tiempo y la convivencia, a veces violenta, a veces pacífica, ayudaron a que los aborígenes desnudaran la humanidad de esos seres extraños que perturbó y trastornó definitivamente la vida de las civilizaciones nativas. Pudieron ver claramente que adentro de esas vestimentas metálicas y arriba de aquellos animales aterradores había nada más que hombres de carne y huesos, repletos de errores y aciertos, defectos, virtudes y limitaciones, como ellos mismos, gobernados, en muchos casos, por las ambiciones desmedidas, que cayeron sobre su gente como una nueva calamidad en la historia de las invasiones que debieron soportar.


La conquista inclusivista

 Hay autores que sostienen que la conquista española del continente americano fue inclusivista, esto es, incluyó a las razas originarias en la nueva era que abrieron sobre el mundo ignoto que habían descubierto. Desde luego que la dominación estuvo a cargo del conquistador, pero es cierto que hubo esfuerzos de convivencia e integración entre ambas civilizaciones, tan diferentes una de otra como el cielo de la tierra, que se vieron expresados claramente en políticas y legislaciones que los reyes que se sucedieron en el trono de España a partir del siglo XV sancionaron con el propósito de contener a esa humanidad nueva que habían encontrado en la “terra incógnita”. No obstante, es verdad que fue la misión evangelizadora de la Iglesia Católica la que sobre todo ayudó a poner límites a la conciencia conquistadora. Cada uno reaccionó según los instintos de la naturaleza humana que los envolvía por igual. Los pueblos originarios resistieron a quienes vieron como un invasor de sus tierras y agresor de su gente. Y lo hicieron en muchos casos con una ferocidad épica frente al español, como la de los Quilmes. Otros se rindieron ante la superioridad tecnológica de los españoles y eligieron defender la vida aún a costa de su libertad y la pérdida de sus tierras. En ese horno, sin embargo, se amasaron culturas diferentes y opuestas, creencias contradictorias y antagónicas que de todos modos pudieron fundir partes de sus almas en el fuego que fue moldeando la vida nueva que nacía en el choque cultural de la Conquista. Pero comparando con Octavio Paz la conquista americana que acometieron España e Inglaterra, no cabe duda, por supuesto, que la hispana tuvo, a pesar de todo, un sesgo humanizante y tolerante. No perdió de vista que delante de los ojos de los colonizadores había seres humanos. La conquista inglesa, en cambio, fue literalmente exclusivista. Su espíritu no admitió la convivencia y la interactividad cultural de las civilizaciones y avanzó con el rigor implacable del exterminio de las razas nativas.

*          *          *

 Fuentes:
* Teresa Piossek Prebisch: “Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas. 1543-1546”. 1995
* Teresa Piossek Prebisch: “Pedro Bohorquez, el Inca del Tucumán. 1656-1659”. Ediciones Magna Publicaciones. 1999.
* Octavio Paz: “Tiempo Nublado”.
* Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy: "Ritual de la Pachamama, el 1° de agosto".
* Huamán Luis Alberto Reyes: Tesis doctoral. www.catamarcaguia.com.ar.
* Comunidad indígena de Amaicha del Valle: “Amaicha: ceremonia de vida”. Editorial Neptuno. 1996.
* Mariana Vignoli: Tesis de la Licenciatura en Turismo.
* Sitios web: www.nortevirtual.com - www.naya.org.ar -www.identidadaborigen.com.ar - www.lagaceta.com.ar - www.enteculturaltucuman.gov.ar

* La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires - Argentina 


(c) Hugo Morales Solá

lunes, 12 de septiembre de 2011

Amaicha del Valle: historia de una auténtica comunidad indígena - Parte II

El rito profundo de la Pachamama

Todo empezaba el primer día de agosto. En el primer amanecer del mes de la transición del invierno hacia la primavera, comenzaba el despertar de la religiosidad amaicha que despertará después el sueño de la naturaleza en un ardor de reverdeceres, mientras el sol volverá a dar la vida sobre la tierra yerma de la estación del frío. Con las primeras luces del día, el sacerdote de la tribu -el chamán- reunía al cacique, los ancianos y al pueblo, en general, para comenzar el ritual a orillas de un pozo abierto en la tierra, como un gran vientre de la Pacha, que recibiría todas las ofrendas que simbolizaban los ruegos y cada una de las intenciones que llevaban los hombres y mujeres del pueblo. El hechicero se arrodillaba lentamente sobre el agujero de la tierra y abría un saco de piel de guanaco. Detrás de él, los hombres y mujeres que lo acompañaban por varias decenas obedecían igualmente el gesto de reverencia del mediador entre ellos y los dioses, mientras cantaban a media voz una copla ritual al ritmo monocorde de una caja circular de cuero. Primero, sacaba unas vasijas repletas de granos de maíz y las esparcía adentro del pozo. Después, espolvoreaba con ají molido e inmediatamente vaciaba otro recipiente de barro en el que había traído chicha que ofrecía del mismo modo a la diosa madre. Traía también pétalos de pequeñas flores del valle para entregarlos a la ceremonia religiosa. Todos los movimientos del sacerdote eran pausados y perfectamente diagramados por una liturgia ancestral, que la historia traería hasta nosotros por encima de los siglos, del exterminio de la raza y de la extinción cultural. A veces, se paraba y bailaba alrededor del agujero en súplicas casi incomprensibles y luego volvía a caer de rodillas y continuaba depositando las ofrendas en la tierra. Rociaba después el interior del pozo con hojas de coca picada, estiércol molido y perfumes que olían al venerable incienso de su credo nativo. Por fin, daba las últimas pitadas a una suerte de pipa natural, hecha con la madera de la raíz de un algarrobo, y la tiraba también a las fauces de la tierra, luego de lo cual se ponía nuevamente de pie, daba media vuelta y miraba a su feligresía: lanzaba sobre ella un poco del humo que guardaba todavía en el cuenco de su boca, volvía otra vez sobre el ofertorio que yacía a sus pies y exhalaba el último resto de humo que quedaba adentro de sus labios. Entonces sí, dejaba la última ofrenda: su mano buscaba una ramita de ruda macho, debajo de la piel de llama que lo abrigaba y envolvía de cuerpo entero y la colocaba encima de todo lo que había dejado durante el rito. Uno por uno, los fieles que lo seguían iban depositando igualmente las mismas hojas y ramas que transmitían salud y buena cosecha, que esperaban para el verano. Tapaban, después, el pozo con la tierra que lo habían abierto. Ese agujero sagrado era -es- un tajo en el cuerpo mismo del dios vivo de la Pachamama para que la ofrenda sea, en realidad, una devolución de todo lo que ella da con generosidad para permitir la subsistencia. Pero en su cuerpo, la gran madre alberga también los dolores, el sufrimiento y la muerte, porque de ella vendrá de nuevo la vida. El hoyo ritual es, en verdad, un camino para llegar a su corazón. La luz de la luna y el ritmo de los sicus y ocarinas de los hechiceros, pontífices entre el pueblo y los dioses, era el medio ambiente propicio para iniciar igualmente las danzas ceremoniales antes de las siembras, como ceremonia de preparación para las cosechas y sobre todo como una súplica de triunfo en la vigilia de alguna guerra. El carnaval que se celebra todavía en Amaicha del Valle reproduce mucho de aquellos rituales, ceremonias y danzas religiosas a la madre tierra, con el mismo espíritu que atravesó los siglos. La presencia de las copleras da, por supuesto, el marco espiritual de mayor devoción por esos días, que reproduce del mismo modo las ceremonias de agosto. Pero en febrero, un desfile de carrozas engalana el clima festivo, donde llega la nueva Pachamama que se renueva cada año, representada por una anciana de la comunidad de los amaicheños, muy diferente de la mujer joven y voluminosa que simboliza a la madre tierra en el resto de los pueblos indígenas de la zona. Atrás viene el burro del Pujllay, un anciano alegre que encarna al espíritu astuto y sagaz del carnaval, como si viniese, en efecto, del mítico antigal, donde descansan los huesos de la gente mala y pecadora de los tiempos inmemoriales, sobre quienes cayó el diluvio como castigo. 

El arte

Esa elevada espiritualidad de los amaichas fue precisamente la que infiltró todo su arte hasta orientarlo hacia los dioses como nuevas expresiones de sus rogativas a los cielos, para saciar sus necesidades de la dura subsistencia en esa tierra árida, seca y rocosa. La cerámica, por ejemplo, es una evidencia clara de esta verdad tan rotunda como su obra, atravesada de creatividad e imaginación para reflejar allí los contornos de los dioses y de los animales que servían para elevar sus impetraciones. Los colores, las formas, la perfección de su alfarería como de la metalurgia magnetizaron siempre la mirada de los investigadores, quienes coincidieron unánimemente en calificarla como la más resplandeciente de la región calchaquí. Otra obra perfeccionada por las mujeres amaichas fue el arte de tejer con las lanas que hilaban y ovillaban de las llamas que criaban. Después, con la presencia española, agregaron rebaños de ovejas. Este arte tan típico de este pueblo exigió de la creación del telar amaicheño, diferenciado de los demás por su posición vertical donde tejían mantas, pullos y otros abrigos para su gente. Los tejedores, hilanderas y ovilladoras fueron haciéndose a sí mismos por el paso de los siglos y las generaciones para repetir hoy la misma técnica ancestral. 

La llegada de los incas 

Hasta 1480, el límite sur del imperio de los incas eran las alturas de la puna boliviana, en el corazón de la cultura Tiahuanaco. Pero la tentación del emperador Tupac Yupanqui de ampliar esa frontera de dominación para anexar regiones importantes de yacimientos de metales preciosos fue más fuerte que las advertencias de los adelantados imperiales sobre la naturaleza aguerrida y belicosa de los pueblos de la zona de los valles que se extendían desde el Abra del Acay hacia abajo. Y, en verdad, la marcha de los ejércitos incas intimidó cuando llegaron a estas tierras. Algunas de las comunidades del gran cañón de los valles calchaquíes se resistieron más que otras, sus pucarás fueron incluso fortificados en esa época de avance inca por los valles del río Chicoana, al cual después del paso del invasor se lo conocería como Calchaquí, que en quechua quiere decir precisamente “tierra arrasada”, y el Quiri-Quiri, nombre original del Yocavil, rebautizado después como Santa María por el español. 
Pero, en realidad, el peso aplastante de las tropas imperiales los amedrentaba y empequeñecía. Poca resistencia podían oponer pueblos ciertamente pequeños, divididos entre sí y sin tiempo para reaccionar detrás de una estrategia común que los uniese para practicar una defensa fuerte y a la altura de la potencia del invasor. Esa experiencia atroz y asimétrica les servirá, de todos modos, para intentar definitivamente la unión entre ellos cuando llegase el otro invasor, más peligroso que el que ahora pisaba su tierra y la de sus padres e igualmente la asolaba. Lo cierto fue que el avance de la ocupación inca en la zona calchaquí fue arrollador. La superioridad numérica y la promoción de su poder militar invencible, inoculado sobre las conciencias de los calchaquíes por los orejones de rey, una suerte de adelantados a la invasión que anunciaba el desastre y la tragedia para los pueblos que se rebelasen a su paso. Todo eso fue el motor real de la dominación por encima, incluso, del ejercicio efectivo de la potencia bélica sobre estas poblaciones. 
 Desde la mirada de las comunidades de estos valles, estos hombres, capaces de dominarlos, eran ciertamente poderosos. Es cierto que hubo intentos individuales, y hasta la reedición de las confederaciones de los pueblos naturales de la zona, para resistir con violencia a la llegada de los ejércitos incas. Es cierto, en definitiva, que al poder incaico no le resultó fácil esta conquista en el extremo sur del imperio. No fue, en suma, una estrategia de dominación que se aplicó con la rutina de otras regiones. Pero, en primer lugar, la que llegaba a los valles del noroeste era una nación de la misma raza y de la misma sangre originaria que la de los amaichas, que había llegado de la misma tierra, aunque lejana, para extender su señorío sobre su gente y su territorio. Además, cuando resistían luchaban contra armas que no eran más poderosas y capaces de matar que las suyas. Sin embargo, eligieron finalmente la paz antes que rebelarse indefinida e inútilmente a su autoridad y se sometieron. Se trató, en definitiva, de un choque de naciones y de razas iguales entre sí. Básicamente, fue un conflicto entre pares, aunque mostró, claro está, el desarrollo más avanzado de una cultura sobre otra, pero sobre un piso de inteligencia común, cuyas diferencias nunca llegaron a plantear la magnitud de una confrontación entre dos mundos absolutamente diversos, donde uno dominaba por el progreso ostensible de su ciencia y su conciencia sobre el otro. Eso pertenecía a una historia que se escribiría más tarde. 

Un cambio de época

 De todos modos, la historia de los amaichas, en particular, y de los diaguitas, en general, cambió rotundamente. Con la llegada del inca invasor, llegó otro tiempo, otra convivencia, nuevos códigos culturales y, en suma, una nueva existencia amanecía en el valle inmemorial del Yocavil. Después que cayó Chicoana, en la puerta norte del valle Calchaquí, la suerte de todos los pueblos vallistos estuvo echada. Luego de la aridez mortal del altiplano, el Abra del Acay separaba -separa- generosamente las montañas hasta las profundidades del valle del Chicoana, y un poco más abajo, se levantaba la gran ciudad de piedra, cuyos campos fértiles y la ubicación geopolítica ideal atrajo con avidez el interés de los incas. Desde allí, en efecto, el imperio controlaría casi todo el Kollasuyu y ramificaría las rutas secundarias de su extensa red caminera hacia la expansión del Tahuantinsuyu por el sur del continente. 
 Si esta capital ya estaba en manos de los incas, Tolombón, la población más importante del Quiri-Quiri, al sur de Chicoana, sería el próximo bocado importante en los planes de la conquista. Y si caían estas grandes ciudades vallistas, capitales de las dos nuevas provincias que se anexaban a la provincia del Kollasuyu, ¿tenía sentido resistir el avance inexorable del imperio? Salvo casos excepcionales, los pueblos calchaquíes se fueron sometiendo irremediablemente al poder de Tupac Yupanqui. Pero a este emperador indígena le atraían sobre todo los grandes yacimientos de oro y plata que dormían en las profundidades de las montañas de los valles al sur del Collasuyu y los hombres de aquellas tierras para que entregaran la mano de obra esclavizada a los pies del yugo imperial. Por eso, permitió preservar las identidades de cada comunidad sojuzgada, aunque impuso, eso sí, el quechua como lengua oficial del imperio con la intención de que sirviese como una herramienta más de dominación. 
 Los pueblos sometidos del Calchaquí debieron crear una rigurosa cultura tributaria, ya que el delegado local del Inca, recaudaba implacablemente los impuestos que debían rendir con una cuota parte de todas sus actividades productivas. Mientras el tributo se cumplía normalmente, la vida de la comunidad podía transcurrir con igual normalidad, casi como en los tiempos previos a la llegada del conquistador del Cuzco. Lentamente, sin embargo, el pueblo fue construyendo una nueva rutina para sus días. No eran los mismos, por supuesto. Ahora debían trabajar para ellos y para el ocupante extranjero: debían buscar los metales preciosos o abrir y mantener los caminos del incario, por donde los ejércitos sumaban nuevos territorios para el emperador. Pero la nueva realidad trajo un beneficio nuevo: los pueblos del valle estaban atados ahora por el cordón imperial al trono de Tupac Yupanqui y, si bien la ocupación no había sido tan cruenta como pronosticaban los orejones del rey, no se permitiría ningún movimiento de sublevación entre ellos. El imperio del miedo favoreció, de paso, la paz entre estas comunidades, porque cualquier enfrentamiento entre sí podía ser visto como un intento levantisco en contra del gran Inca.

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 Fuentes:
* Teresa Piossek Prebisch: “Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas. 1543-1546”. 1995
* Teresa Piossek Prebisch: “Pedro Bohorquez, el Inca del Tucumán. 1656-1659”. Ediciones Magna Publicaciones. 1999.
* Octavio Paz: “Tiempo Nublado”.
* Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy: "Ritual de la Pachamama, el 1° de agosto".
* Huamán Luis Alberto Reyes: Tesis doctoral. www.catamarcaguia.com.ar.
* Comunidad indígena de Amaicha del Valle: “Amaicha: ceremonia de vida”. Editorial Neptuno. 1996.
* Mariana Vignoli: Tesis de la Licenciatura en Turismo.
* Sitios web: www.nortevirtual.com - www.naya.org.ar -www.identidadaborigen.com.ar - www.lagaceta.com.ar - www.enteculturaltucuman.gov.ar

* La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires - Argentina 

(c) Hugo Morales Solá

lunes, 5 de septiembre de 2011

Amaicha del Valle: historia de una auténtica comunidad indígena - Parte I


Dicen que los cardones que se yerguen inmóviles en la cuesta de Ampimpa, bajando hasta Amaicha del Valle, son indios convertidos en plantas, armados de largas espinas, que custodian los cerros y la vida de sus habitantes.
Pero el arma más poderosa que estos centinelas dormidos desenvainan en la primavera es su rotunda flor blanca, aunque más que armadura es una bandera del color inconfundible de la paz, como la vocación de su pueblo que después de resistir ferozmente a la invasión española en las tres sublevaciones de la gran nación calchaquí, que demoraron en 130 años la conquista definitiva de los españoles sobre estos altos valles, eligió rendirse ante el invasor para proteger la vida de los amaichas e intentar rescatar su territorio.
La comunidad indígena de los Amaichas es otro desprendimiento de la etnia matriz de los diaguitas, cuyos genes gobernaron toda esta región de los valles del noroeste argentino hasta la llegada del imperio inca, primero, y de la gran invasión europea, después, a partir de 1543. Sus orígenes se confunden, desde luego, con los de la nación de los diaguitas, de cuyo primeros pasos en estas tierras se tiene noticias desde mediados del siglo noveno de esta era, cuando aparecen los primeros rastros de la cultura Santa María, que, como se sabe, el arqueólogo argentino Rex Gonzalez ubica en lo que llamó el Período Tardío del nacimiento de las civilizaciones agroalfareras de esta tierra.
En la organización arqueológica que Gonzalez hiciera en 1962, esto significa que antes de la aparición cultural de los diaguitas hubo otras sociedades originarias que desarrollaron su existencia en los altos valles del NOA. Es decir: hubo un Período Temprano (desde los primeros asentamientos humanos en la zona hasta alrededor del año 650 dC) que incluye a las culturas Condorhuasi, Tafí, La Ciénaga, La Candelaria, Alamito, Las Mercedes y San Francisco. Entre los años 650 y 850 se desarrolló el Período Medio ocupado por las culturas de La Aguada y Sunchituyoc. Finalmente, en el Período Tardío (desde el año 850 hasta la llegada del imperio Inca, alrededor de 1450) tuvieron lugar las culturas Santa María, Belén, Humahuaca, Sanagasta o Angalasto y Averías.
La gran nación diaguita se expandió por todos los territorios valliserranos del noroeste, cuyas etnias más importantes se identificaron como los Pulares, en los valles salteños del Esteco y de Lerma; los Calchaquíes, que ocuparon los valles de los ríos Calchaquí y Yocavil; y los Diaguitas, asentados desde Catamarca hasta La Rioja. Sin embargo, la presencia de los Amaicha debió sus orígenes al apartamiento que hicieron de la comunidad principal calchaquí para asentarse a orillas del río que después tomaría el nombre de su pueblo, a unos dos mil metros de altura, en el extremo sudeste del valle del Yocavil, y construir así su propia identidad e independencia.

Su nombre

Pero en torno del significado de su nombre parece no haber paz entre quienes intentaron descifrar el sentido profundo del primer signo de su identidad. Incluso, su lengua -el kakán- no solo murió tempranamente, con relación a otros idiomas aborígenes, sino que además no quedaron ni vestigios de su uso ni de los intentos lingüistas de desencriptarlo. Lo que se sabe, sí, es que fue un dialecto casi inaccesible, muy difícil de comprender, que sin embargo unió a numerosas comunidades originarias de Sudamérica hasta, por lo menos, el siglo XVII.
De un lado están los que piensan que Amaicha se vincula con la palabra aymacha, cuyo significado en el aymara, idioma madre del kakán que se extinguió igualmente por la imposición del quechua como lengua imperial de los incas, alude a la noción de cuesta abajo. El historiador tucumano Manuel Lizondo Borda, por ejemplo, adhiere a esta corriente investigadora de la lingüística indígena y explica que así se identificaba a la pared que da al valle del Yocavil del cerro que lo separa del valle contiguo de Tafí, hacia el oriente. Esto es, aymacha o cuesta abajo sería lo que hoy se conoce como cuesta de Los Cardones y Ampimpa. Del otro lado, viniendo desde Tafí del Valle -según la ilustración Lizondo Borda-, estaba la cuesta arriba o lo que hoy se llama la cuesta del Infiernillo. Dice, incluso, que uno de los primeros asentamientos de los Amaicha fue la zona de Los Cardones, un lugar de pendientes escabrosas y abruptas hacia la planicie del valle del río Santa María, precedido en el ingreso a este amplio valle por el río Amaicha.
Pero existe otra versión que anuda sus orígenes al quechua, según el padre Pedro Lozano. Según el misionero jesuita, cronista y lingüista, además, en la ardua tarea de evangelizar estas culturas andinas y valliserranas, Amaicha es un vocablo que se desprendió del verbo amaichar o reunir en el idioma de los incas. Esta costumbre de reunirse o juntarse en grupos para deliberar o ejercer en los hechos la defensa de su territorio respondía precisamente a la invitación de nos amaichemos y coincide con la teoría del Lozano, según el testimonio de ancianos de la comunidad amaicheña recogidos por Mariana Vignoli para su tesis de la Licenciatura en Turismo.

La convivencia

A diferencia de la de Los Quilmes -una etnia migrante que había descendido desde las alturas de la puna chilena y era considerada usurpadora por las comunidades naturales de los valles calchaquíes- la sociedad de los Amaicha fue más bien pacífica y laboriosa hacia adentro y en la convivencia con los demás pueblos originarios de la región.
Como una buena comunidad sedentaria, dedicaba sus días y su gente a la agricultura y a la alfarería. El mismo Lizondo Borda llegó a resaltar sus creaciones artísticas en la cerámica, como una de las importantes, por su belleza estética, de la cultura Santa María, pero también aprendió a trabajar los metales que disponían en las montañas que lo envolvían, como el cobre, el oro y la plata de cuyas fundiciones desarrolló un abundante arte metalúrgico, a la vez que se sirvieron para fabricar sus armas, herramientas de trabajo y utensilios domésticos.
Con la agricultura, alcanzaron grandes producciones de maíz, quinoa, poroto, papa y zapallo, que eran depositadas en inmensos silos subterráneos, así como el producto de las cosechas recolectoras de algarrobas y chañares. Del mismo modo, el hecho de que vivieron en un territorio estable les permitió criar ganados de llamas -que le servían de alimento y carga-, y perfeccionar la producción a través del mestizaje de razas para obtener animales de importante porte para el traslado -como las quaras- y las otras destinadas a la alimentación.
Hasta la llegada del primer conquistador incaico, a mediados del siglo XVI, la vida de esta comunidad aborigen transcurrió bajo los códigos de la convivencia originaria de esos tiempos. Es decir: había algunos pueblos más agresivos que otros, algunos más expansionistas que otros, y unos más pacíficos que la mayoría, en la coexistencia entre las numerosas sociedades naturales de los valles calchaquíes, cuyos orígenes -salvo los quilmes- reconocían una sola identidad: la etnia diaguita, de donde desciende lo que después se conoció como cultura Santa María.
La de los Amaicha, fue una comunidad que ciertamente perteneció a quienes mostraron siempre una vocación de paz, tal vez porque su organización social, cultural y política fue una de las de mayor complejidad entre los grupos naturales calchaquíes. Pero lo cierto fue que eso le permitió crecer y evolucionar en las actividades comunitarias, aunque naturalmente supo defenderse frente a los intentos de invasión de territorio o usurpación de cosechas o ganado de algún pueblo vecino, que por cierto eran vicisitudes naturales de la convivencia entre los pueblos del mismo ecosistema que les dio a todos la misma identidad, una sola memoria y la historia única, diferenciada sólo por matices, para unos y otros habitantes de los valles de los ríos Yocavil y Calchaquí.
El espíritu comunero actual, incluso, hunde sus raíces en aquella intensa actividad comunitaria que irradiaba su influencia hacia el gobierno tribal, cuya conducción estaba a cargo del un jefe o cacique que recibía sus poderes por transmisión sanguínea, era el gobernante que heredaba el mando de su padre y lo ejercía hasta la muerte. Pero estaba acompañado siempre por una corte sacerdotal de hechiceros o chamanes y consejo de ancianos que cortejaba y compartía el poder sobre su pueblo, aunque la última decisión estuviese casi siempre en manos del cacique. En realidad, el gobernante estaba vinculado a la voluntad de los mayores, sólo por el respeto casi reverencial que en aquella cultura se tenía de sus opiniones y deliberaciones.
Por eso, igualmente, la agricultura y toda su actividad económica estuvo orientada hacia el bien común, hacia el ideal de la propiedad socializada, porque todo era de todos. Si bien las familias disponían de predios para la explotación agropecuaria, ellas sabían que la propiedad era de la comunidad y que ella era la que distribuía la tierra para el trabajo y su aprovechamiento. Tal vez a este espíritu pertenezca incluso el origen de su mismo nombre, por aquello, por ejemplo, de que para encarar los trabajos como su religiosidad había que amaicharse o reunirse, como un mandato de los dioses, de la tierra y de sus ancestros.

La religiosidad

Esa complejidad cultural también se manifestó en el alto grado de espiritualidad de su gente, si bien nunca desconocieron los orígenes diaguitas de sus creencias. Del mismo modo, la religiosidad tuvo un fuerte sesgo comunitario, sus ritos y sus mayores celebraciones religiosas estaban siempre acompañados de la presencia colectiva de los amaichas. De ahí, por ejemplo, que el culto a la Pachamama, la mayor deidad de su cosmogonía, reconozca su misterio en el acto de que el amaicha, como ser comunitario, podía ver descubrir su identidad más profunda reflejada en las raíces de la madre tierra, que todo lo daba y todo lo quitaba, en la medida en que era también el orden que gobernaba al universo.
Pero había, claro está, otras divinidades menores en el panteón religioso de los amaichas que compartían con los demás pueblos de la región -incluso, con las demás comunidades andinas- como el rayo, el trueno, la lluvia y algunos animales propiciatorios de ella en esta tierra seca de toda humedad, donde hasta una partícula de agua era valorizada como el más preciado tesoro que recibían de los dioses. El Sol -el padre Inti- fue un culto especial que tuvo su momento de mayor tributo en el período de dominación incaica, que si bien fue breve, fue igualmente poderoso para imponerlo como la divinidad mayor de una nueva espiritualidad de los indígenas del imperio, desplazando -aparentemente, por lo menos- a la ceremonia de la Pachamama como el rito que presidía la cosmogonía andina. El inca pudo además uniformar los cultos menores que se diferenciaban entre las diferentes regiones por una variedad de matices, un sistema prevalencias de las divinidades por debajo, desde luego, de la Pachamama, según fuera la prioridad de los intereses comunitarios y económicos de cada lugar, que podía estar determinada, por ejemplo, por el clima o la geografía.
Pero era el culto a la Pachamama, como se dijo, el mayor tributo religioso de los amaichas. En realidad, la Madre Tierra nunca dejó de ser su mayor divinidad, sólo debió ceder una parte del espacio espritual de esta comunidad para recibir la creencia impuesta por el inca hacia Inti, una deidad que tampoco fue resistida por los diaguitas, en general, y que incluso nunca fue abandonada después del incario, así como también fue cierto que éste fue del mismo modo respetuoso de las religiosidad local de cada pueblo, por abajo del Padre Sol.
Sin embargo, no hay otro culto que identifique más acabadamente a los aborígenes del noroeste y, en especial, a los amaichas de los valles calchaquíes que el de la Pachamama. Ella es la madre que los contiene y los sostiene, que les de la vida y la subsistencia, adonde van a hundirse los muertos en el largo viaje a las estrellas, hacia la Gran Luz. Ella es el universo que envuelve, en definitiva, toda la existencia y la convivencia entre los hombres. Por eso, ella también es la que gobierna la paz y la guerra, la aventura y las desventuras de todas sus empresas, y rige sobre todo la sucesión de la vida, ella quien auspicia la buena suerte en cada parto, así como la salud y la enfermedad de hombres, animales y sembradíos.
Se explica, entonces, que las ceremonias en su honor hayan sido -y todavía lo sean- interminables, que se hayan extendido por varios días porque incluían diferentes ritos, siempre comunitarios, que iban desde bailes rituales como La Ramada, los topamientos y pechadas a pie -hoy lo hacen también a caballo- hasta los juegos con harina y albahaca, mientras los primeros cánticos ceremoniales, precursores de las coplas, se encendían, a un solo tiempo, de dolor y alegría en la garganta aguardentosa de las mujeres -las copleras actuales- que lloraban sus chayas, como un lamento de adoración a la gran madre de la comunidad. El licor, precisamente, fue el elemento ceremonial que acompañó -y presidió- desde los tiempos remotos la devoción de los amaichas por la Pachamama. Era -y es- la chicha sagrada, producto del sacrificio de las algarrobas, que por esos días y esas noches gobernaba la sangre de los amaichas.

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 Fuentes:
* Teresa Piossek Prebisch: “Los Hombres de la Entrada. Historia de la expedición de Diego de Rojas. 1543-1546”. 1995
* Teresa Piossek Prebisch: “Pedro Bohorquez, el Inca del Tucumán. 1656-1659”. Ediciones Magna Publicaciones. 1999.
* Octavio Paz: “Tiempo Nublado”.
* Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy: "Ritual de la Pachamama, el 1° de agosto".
* Huamán Luis Alberto Reyes: Tesis doctoral. www.catamarcaguia.com.ar.
* Comunidad indígena de Amaicha del Valle: “Amaicha: ceremonia de vida”. Editorial Neptuno. 1996.
* Mariana Vignoli: Tesis de la Licenciatura en Turismo.
* Sitios web: www.nortevirtual.com - www.naya.org.ar -www.identidadaborigen.com.ar - www.lagaceta.com.ar - www.enteculturaltucuman.gov.ar


* La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires - Argentina

(c) Hugo Morales Solá

 Mi columna en El Corredor Mediterraneo. Revista cultural de Río Cuarto. Córdoba.  https://acrobat.adobe.com/link/review?uri=urn:aaid:scds:U...