miércoles, 30 de enero de 2013

Operativo Independencia: la "Escuelita de Famailla"

El primer centro clandestino de detención del país. (Fragmento del libro inédito "Historia de Famaillá")


La escuela “Diego de Rojas” fue el gran centro de detención clandestino que funcionó en la provincia, el primero en el país, pero ese amargo puesto de privilegio no le restó trascendencia por ser además el de mayor capacidad operativa, a pesar de la precaria estructura del edificio que todavía estaba en construcción, hasta que fue trasladado por Antonio Bussi, en abril de 1976, al edificio ubicado al frente del Arsenal “Miguel de Azcuénaga”. En “La Escuelita”, como se la conoció luego para identificar al centro ilegal de detención que funcionaba allí, se concentraban todas las víctimas de los secuestros ilegales de la provincia, luego de que pasaran fugazmente por algún “chupadero”, como el de la Jefatura de Policía. Pero después de su clausura y traslado se descentralizó la congregación de prisioneros en numerosos campos de concentración de Tucumán. En las instalaciones del ex ingenio Nueva Baviera, que tanta vida y riqueza había derramado sobre los famaillenses, se centralizó entonces la sede del Comando de la Zona de Operaciones, que antes estaba instalado en la comisaría de Famaillá. Los oficiales de alto rango, al mando del teniente coronel Antonio Arrechea, que sucedió a Bussi cuando tomó el gobierno de la provincia, ocuparon las oficinas administrativas del ex ingenio y las mejores viviendas de su barrio, mientras que en los pabellones vivieron los soldados apostados allí. Al mismo tiempo, se dispuso que las dependencias donde había funcionado el laboratorio de la ex fábrica se destinasen para el funcionamiento del nuevo centro clandestino de detención. El viejo y desolado ingenio prestaba ahora su silencio para esconder a tantos secuestrados y torturados, cuando no directamente ejecutados. En los “conventillos” del ingenio La Fronterita, en sus viejas colonias, se instaló otro “chupadero”, donde iban a dar los “subversivos” antes de desaparecer. 
  Pero volvamos a “La Escuelita”. Era un establecimiento escolar desocupado, ubicado sobre la salida oeste de la ciudad, por el camino que lleva al ingenio La Fronterita. Diseñado para contener el aroma de inocencia y el perfume de la pureza de los niños que habrían de asistir a él, ahora albergaba a detenidos, muchos de los cuales pronto serían desaparecidos, no sin antes conocer uno de los peores sufrimientos de la existencia, como son los dolores de la tortura física y espiritual. Llegaban malheridos, inconscientes, luego de la atroz golpiza que soportaban desde el mismo instante del secuestro, que estaba a cargo de encapuchados o personal militar vestido de civil y otros colaboradores paramilitares que operaban casi siempre en la madrugada, abrigados por el anonimato. Según el propio Vilas, por allí pasaron 1507 personas detenidas, mientras él condujo el Operativo Independencia. En dos aulas se reunían a treinta o cuarenta “detenidos”, a lo sumo, desnudos y malolientes, vendados y esposados o atados con alambres de púas. Hacia el final de la línea de ocho salas de clase, había un cuarto que era conocido como el de los tormentos: allí se torturaba de día y de noche, mientras se apagaban los gritos desgarrados de dolor de los torturados con la música de la Misa Criolla (¡nada menos!) y otras canciones de folklore, según el testimonio de los propios sobrevivientes de aquel espanto e incluso de algunos soldados que debieron prestar servicio de guardia allí. Un gendarme recuerda, por ejemplo, que había también un “presunto oficial de la Policía Federal apodado “Miguelito”, quien expresó personalmente que él se encargaba de fusilar con su Remington a los detenidos”. Dicen otros testimonios que los condenados a muerte les colocaban una cinta roja en el cuello y que por la noche un camión los recogía para llevarlos hasta el campo de exterminio. Huesos rotos, cuerpos retorcidos de miedo y martirios interminables, gemidos y suplicios de muerte, aflicción por los seres queridos que no estaban y desesperación por ese testigo mudo que latía en el vientre grueso de la madre torturada, mujeres violadas y “repartidas como un botín”, como una variedad más de la inimaginable gama de torturas, ése era el paisaje cotidiano que los secuestrados sólo podían oler, tocar y escuchar desde la ceguera de sus ojos siempre vendados. El bramido de los helicópteros, que subían y bajaban muy cerca del LRD o Lugar de Reunión de Detenidos, nombre eufemístico con el que se identificaba en clave militar a estos auténticos campos de concentración, ayudaba también a ahogar, de día y de noche, los gritos del calvario. 
  Fue una máquina poderosa de terror que se apoderó de la vida de Famaillá, desde que se eligió montar allí el comando de las operaciones militares que llevaba adelante, a sangre y fuego, la Quinta Brigada de Infantería, con una capacidad destructiva muchas veces mayor que el horror que había impuesto la guerrilla, cuyas fuerzas no superaban los 200 hombres escondidos en el monte. El miedo, es cierto, fue un soporte imprescindible de la estrategia militar para legitimar el Operativo Independencia, cuyas características y postulados tuvo más que ver, en realidad, con un gran aparato de terror lanzado desde el propio Estado. El vecindario de la escuela Diego de Rojas fue tal vez el barrio famaillense que más sintió el espeluznamiento en su piel, todos los días. Sus habitantes no tenían permitido salir de sus casas después de las 22 o, peor aún, ni siquiera podían sacar el televisor en blanco y negro a los patios para refrescarse en las noches de verano para que no viesen lo que de todos modos saltaba a la vista, más allá de la envoltura de alambrado y telas plásticas que tenía el lugar. Desde sus dormitorios, en efecto, escuchaban como una rutina diaria los alaridos de las víctimas del terror o podían ver sus siluetas a trasluz del sol o de los reflectores nocturnos, cuando castigaban o bañaban a los “detenidos”, quienes muchas veces clamaban para que directamente los maten, vencidos frente a los tormentos insoportables. Con frecuencia retumbaban en sus viviendas los ecos de los disparos que llegaban en medio de la noche, cuando se practicaba la otra rutina de los fusilamientos. 
  Sin embargo, existió también un efectivo mecanismo de construcción del consenso social, que resultaba tan imprescindible como el miedo, para llevar adelante las operaciones militares. Todo esto se cumplió acabadamente, pero en beneficio del propio sistema militar, que a esa altura de los acontecimientos tenía vida propia y era un estado dentro de otro estado, hasta terminar volviéndose en contra del propio orden constitucional. El propio general Vilas resumía este propósito inconsciente, cuando declaraba públicamente que el Ejército se había hecho cargo virtualmente de la mayor parte de acción cívica que acompañaba a las operaciones militares, con fondos y mercaderías que enviaba el ministerio de Bienestar Social de la Nación, porque no podía permitir que “la propaganda política del peronismo aprovechase la pobreza tucumana para ganar votos o especular con los bienes que se entregaban en forma gratuita”. No sólo eso, de inmediato decía: “la imagen del Ejército y el éxito de las armas nacionales estaba de por medio”. 
  Se convirtieron en “subversivos”, tanto como la “subversión” contra la cual habían sido llamados a combatir. La sociedad civil y la política, muchos de sus dirigentes más notables, colaboraron, en efecto, a levantar el sólido andamiaje ideológico de identificación y condena de quienes consideraban el “enemigo”. Cuando llegó el golpe de Estado que destituyó a la presidente constitucional, María Estela Martínez de Perón, la “Perona”, como la llamaban popularmente, el trabajo de legitimación social y político de la actuación militar en la “lucha antisubversiva” estaba consumado. Sólo restaba dar el zarpazo final del asalto al poder democrático, que igualmente fue aprobado por importantes sectores de la sociedad. Eso le dio mayor impunidad, todavía, para trabajar desde el espacio exterior de la ley y descender a las atrocidades de la violencia, como plataforma operacional para combatir a la delincuencia como delincuentes y luchar en contra del asesinato y el terrorismo como asesinos y terroristas. Dice el escritor Guillermo Saccomanno que ‎"para muchos, la mayoría quizá, no pasaba nada. Si un operativo estremecía la noche con explosiones, tiros, alaridos y llantos de bebé, el vecindario se tranquilizaba pensando que por algo habría sido. Y mañana sería otro día". Así, tal cual, era la atmósfera social y cultural de esos años y el nivel de sustentación - a veces, teñido de indiferencia que dejaba hacer y dejaba pasar- que había atravesado a la sociedad. Mucho peor, claro está, fue desde la caída de la democracia, que todavía era capaz de fijar algunos límites legales, políticos y morales. 
  Una clara muestra de esta realidad fue la reacción en cadena que causó en la dirigencia civil, política y sindical el reemplazo de Vilas, en diciembre de 1975, al mando del Operativo Independencia por Antonio Bussi, quien pocos meses después no sólo concentraría el poder militar de la “guerra interior” y la comandancia de la Quinta Brigada de Infantería, sino que además se apoderaría del poder político, tras el asalto a la madrugada del gobierno democrático de Amado Juri. Masivas declaraciones de apoyo al jefe removido, muchas hechas desde la propia de ciudad de Famaillá, se descolgaron inmediatamente desde el universo empresario, sindical, político y cultural, como lo registran los diarios de la época. En realidad, lo mismo habían hecho desde la llegada de Vilas a Tucumán, quien personalmente contaba que inmediatamente convocó a toda esa dirigencia para pedirles su colaboración en el afianzamiento de este plan de “aniquilamiento de la subversión”, la cual salió de esa reunión a mostrar a voz en cuello, a veces en el “teatro de operaciones”, como eran Famaillá y Santa Lucía, su voluntad de sustentar la misión militar de Vilas. Se fue de Tucumán con un reconocimiento mayor que el de un político, ciertamente, mientras los montes tucumanos, aquellos generosos bosques que habían ofrendado su madera durante siglos para generar la riqueza de Tucumán, ardían como un polvorín, donde se combatía y daba muerte desde uno y otro bando en lucha. No había códigos ni límites, de un lado ni del otro, en la selva ensangrentada de tantas batallas. 
  A partir del golpe de Estado de marzo de 1976, Bussi se hizo cargo de la gobernación de Tucumán y del comando de la Quinta Brigada de Infantería. Con la suma del poder en sus manos, decidió dar la ofensiva final a la guerrilla rural y urbana de ese tiempo. Mandó internar y acampar en la espesura del monte a buena parte de sus tropas, mientras allanaba todos los hoteles, hospedajes y pensiones que había en San Miguel de Tucumán e irrumpía en casas y edificios buscando los pasos de los “subversivos”. Mientras tanto, el 20 de abril de ese año juró Carlos Martínez Santamarina, como interventor municipal de Famaillá, en una ceremonia en la que el secretario de Gobierno de la provincia, coronel José María Bernal Soto, puso en funciones al nuevo jefe comunal. En esa oportunidad, el funcionario municipal resaltó la juventud de Martínez Santamarina y señaló que tenía esperanza en que la gente joven “logrará lo que se propone”. “Famaillá, que es tan grata al Ejército, queda en buenas manos”, concluyó. En agosto de 1977, se levantó el campo de concentración de Nueva Baviera y fue disuelto el grupo de tareas que estaba asentado en sus instalaciones. Prácticamente, no quedaban rastros de los 300 “combatientes” que el Erp había declarado tener dispersos en la selva tucumana. El movimiento guerrillero, en efecto, estaba derrotado en la provincia.

(C) Hugo Morales Solá

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Fuentes:
·  Archivo Histórico de Tucumán.
·  Archivo de La Gaceta.
·  Archivo de Indias. Portal de archivos españoles en red (PARES). www.pares.mcu.es
·  Instituto de investigaciones históricas “Prof. Manuel García Soriano” de la Universidad delNorte “Santo       Tomás de Aquino” (UNSTA).
·  Biblioteca Provincial.
·  Biblioteca de la H. Legislatura.
·  Biblioteca del Museo Histórico de Tucumán.
·  Municipalidad de Famaillá. 

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