domingo, 4 de marzo de 2012

La cultura Alamito - Parte III



Un espacio de síntesis religiosa

El valle de Alamito fue un medio ambiente ideal para que fuera el almácigo de la fusión cultural de los numerosos pueblos valliserranos del Noroeste argentino. Allí había tierras humedades y fértiles, recostado sobre selvas de yungas, que le permitía contar con madera abundante como combustible para los hornos metalúrgicos, por ejemplo, y demás necesidades de la comunidad, como el algarrobo, árbol sagrado desde aquellas épocas, pródigo en madera y frutos. Del mismo modo, disponían de grandes bosques de cebiles, cuya sustancia consumían en pipas de piedra para elevarse en alucinaciones hacia las nubes de los dioses. Un espacio, en fin, apto para manifestar toda la diversidad de sus misticismos y fundar el arte sagrado, variado y sintetizador a un solo tiempo, cuyos productos pudieron esparcirse, con el tiempo, por todos los valles y quebradas hasta donde llegó a irradiarse en el proceso de coalición cultural que, sin regreso, disparó el fenómeno religioso de Alamito. 
 No es que Alamito haya sido el centro inevitable del tráfico comercial y del intenso intercambio de bienes en general que sobrevino al encuentro de cada una de las particularidades de la región que los siglos fueron arrimando al Campo del Pucará. Desde luego, no fue el nervio de la balanza comercial de lo que fueron tal vez los tres primeros siglos de la era cristiana, porque es cierto que paralelamente había, en el crecimiento del proceso integrador, prácticas bilaterales de cambio de bienes, a través de dos o más pueblos que comercializaban directamente sus producciones. Pero Alamito llegó a ser el núcleo más duro del fenómeno de interacción entre las sociedades de la región, desde cuyo eje espiritual se vertebró y consolidó ciertamente un verdadero polo de poder, como la gran sustancia de la integración cultural.

El progreso regional

 Pero, ¿cómo llevaron adelante el transporte de eso que teóricamente se planteó como un intenso intercambio de bienes agrícolas, objetos de arte y otros de la más diversa naturaleza, como madera para combustible, tejidos o carne? Los ganados de llamas, que estas comunidades aprendieron a producir y reproducir para destinarlos a la carga, alimento y tejido de su lana, fueron en este sentido un medio eficaz de traslado de ese cúmulo de productos entre los pueblos o en los viajes hacia la gran plaza intercultural de Alamito. Es más, allí sus jefes podían sellar acuerdos de intercambios de cosechas u otros productos que algún pueblo ofrecía a otro que carecía de ellos y éste, a su vez, entregaba bienes materiales o servicios, técnicas o sistemas de riego o cultivo, que aquél necesitaba. Estos centros ceremoniales fueron, en definitiva, vehículos aptos para poner a la inteligencia al servicio del progreso común de la región. Seguramente, a partir de ellos las sociedades se involucraron unas con otras y en conjunto pudieron mejorar -y elevar- la calidad de vida de cada una de ellas, sin renunciar ninguna a las particularidades concretas de sus identidades. Naturalmente, eran tiempos en que la vida, individual y colectivas, estaban orientadas y regidas por las creencias religiosas. La vida humana estaba gobernada enteramente por la voluntad de los dioses y nada, ni siquiera los detalles de la vida cotidiana, escapaba del gobierno divino. Sólo así era posible encontrar una explicación y un sentido a la existencia, de cara a un universo desconocido hasta en los fenómenos más básicos como la lluvia o el trueno, de frente a una naturaleza todopoderosa, sobre cuya amenaza omnipresente sólo la voluntad de seres sobrenaturales podían proteger su pequeña finitud. 
 Por eso, parece lógica la aparición de estos centros de cultos de tanta solemnidad y devoción entre estas culturas, productos naturales de su época, aunque, en realidad, desde siempre -como los sitios ceremoniales de Tafí del Valle- hubieron estos lugares sagrados. Pero en este caso, proyectaron al conjunto una biosfera ideal para entramar los espíritus en un solo culto de clamores a los dioses, para ponerse a salvo de los mismos padecimientos y temores que los atravesaban por igual, bajo la conducción de esos pontífices entre los mortales y las divinidades, médium supremos y prodigiosos que intercedían ante los cielos por las necesidades de la tierra. Alrededor de estos sacerdotes se estructuró la vida religiosa independiente de cada una de estos pueblos y, después, la vida espiritual común en Campo del Pucará. La evolución, por supuesto, respondió a la misma lógica: una existencia centrada en la voluntad de los dioses, así en lo individual como en lo familiar y social, debía conducir inevitablemente a un sistema de gobierno centrado del mismo modo en la voluntad divina. 

Verdaderas teocracias

 Eso, exactamente, fue lo que ocurrió con estas sociedades: crearon verdaderas teocracias, cuya pirámide de gobierno ofrendaba la cúspide al protagonista social que mayor poder reunía por su influencia espiritual sobre la comunidad y hacia el ojo de sus deidades: el chamán. Y cuando el centro de ceremonias de Alamito desató el proceso de interculturación, estas figuras ganaron en la misma intensidad el poder que traían desde cada una de sus culturas y permitió que allí se diera un fenómeno de concentración de poder espiritual que derivó forzosamente, a través del tiempo, en la concentración del poder político. Campo del Pucará se convirtió, entonces, en un polo de autoridad política, a partir de la subordinación religiosa que reconocían todos los pueblos locales, desde donde fue capaz de resplandecer su poder hacia todo el noroeste argentino y sirvió de plataforma para transformar a Alamito en un haz de oportunidades y posibilidades que favoreció el desarrollo integral de las comunidades de la zona. Pero ese desarrollo demandó, a su vez, la evolución de las sociedades hacia otros niveles más complejos de organización, donde comenzó a evidenciarse ya la estructuración de la comunidad en categorías, según las funciones y jerarquías de sus integrantes, cuyo eje más visible fueron las comunidades de Condorhuasi, en el valle de Hualfín. Sin ninguna duda que esta cultura fue la dominante en la creación y crecimiento del centro de cultos de Alamito, como lo indican todos los restos arqueológicos de cada uno de los sitios religiosos de Campo del Pucará, al punto de concluir que, como se dijo, este lugar sagrado no constituyó una cultura propia sino que fue la expresión de una fase evolucionada de Condorhuasi, cuya fundación coincide con el desarrollo de la etapa conocida Diablo de esta cultura, alrededor del segundo siglo de la era cristiana. Pero la interacción e integración de los pueblos de la región, que trajeron los siglos, resulta evidente con el arte de la cultura Ciénaga que igualmente tributa este yacimiento de Pucará, producto seguramente de períodos posteriores a la fase Diablo de Condorhuasi, cuando la cerámica de esta identidad cultural comenzó a disminuir y la de Ciénaga empezó aumentar su dominio entre los rastros arqueológicos. 
 Ese juego de prevalencia de una cultura sobre otra fue quizás el reflejo de la disputa pura y dura que debió existir entre sociedades que luchaban por el liderazgo cultural para avanzar en la conformación de los primeros señoríos políticos sobre la región, que les permitía ocupar y dominar territorios muchos vastos que los que históricamente les pertenecían a cada una de ellas. Si bien ambas culturas coexistieron, en territorios diferentes, durante casi toda su existencia, resulta claro que Alamito fue un producto típico de Condorhuasi, sobre el que tal vez en las últimas etapas de su vida pesó la cultura Ciénaga. Lo cierto fue que del ensamble de estas culturas, una sobre otra, una antes que la otra, Alamito pudo proyectarse en el tiempo hacia estadios culturales más evolucionados, como parecer ser la aparición de Aguada, en el valle de Ambato. Un fenómeno social y cultural, por supuesto, más complejo, hacia donde se mudó el polo de poder y desarrollo regional desde Alamito, alrededor del año 500 d.C. Los investigadores sostienen que muchos elementos artísticos y arquitectónicos de Condorhuasi-Alamito se encontraron después en Rinconada de Ambato, como una evidencia patente de la transformación espiritual y cultural desatada en Alamito. Rinconada, el modelo más claro de Aguada, siguió el patrón de desarrollo de Campo del Pucará, esto es, a partir del núcleo religioso de la hermandad de las comunidades que se reunieron allí, se abrió un proceso de cohesión de los pueblos en los demás órdenes de la vida y la convivencia intercultural. De modo que Aguada de Ambato tampoco fue rotundamente una cultura autónoma y definida, sino el grado superior de unión e integración entre las diferentes nacionalidades nativas de la región, hilvanadas entre todas por un modo de ser, sistema de creencias, hábitos y costumbres, técnicas y métodos culturales que en conjunto conformaron tal vez el hilo común de una ideología que urdió la trama del tejido interétnico sobre casi todo el noroeste de la Argentina. 

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Fuentes:
* “Los mecanismos de control y la organización del espacio en los períodos formativo y de integración regional”. Víctor A. Núñez Regueiro - Marta R. A. Tartusi. Cuadernos de la Facultad de Humanidades y ciencias Sociales de la Universidad de Jujuy. Noviembre de 2003. Número 020. Pp. 37-50.
* “El período formativo inferior en la provincia de Catamarca (desde el 450 a.C. hasta el 600 d.C.). Víctor A. Núñez Regueiro - Marta R. A. Tartusi. Catamarca Guía: www.catamarcaguia.com.ar


(c) Hugo Morales Solá

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 Mi columna en El Corredor Mediterraneo. Revista cultural de Río Cuarto. Córdoba.  https://acrobat.adobe.com/link/review?uri=urn:aaid:scds:U...