El soldado nativo no podía creer lo que estaba viendo. En verdad, era muy extraño, casi inhumano aquello que se dibujaba en el horizonte, entre los cardones que se acercan a la lengua exánime del río Yocavil. ¿Serían los dioses encarnados en esos metales que desde la distancia del pucará de la cresta del cerro sagrado de los quilmes brillaban bajo el sol como luces resplandecientes de seres sobrenaturales? ¿Habrían salido de la galería exuberante de sus idolatrías? ¿Era una o eran dos criaturas que se movían, una sobre la otra, en el silencio del valle y obnubilaba ahora la cabeza del guardia?
Algunos rumores habían llegado ya sobre esas presencias increíbles en las tierras de los incas, que estaban haciendo temblar su señorío entre todas las naciones indígenas. Pero otra cosa era poder ver esos cuerpos espectrales con los propios ojos, mirarlos y sentir que la sangre se enfriaba y paralizaba cada uno de los músculos del cuerpo, que la mente se adormecía con el opio del miedo y un impulso desconocido movía los instintos a reverenciarlos.
Lo mismo habían sentido todos los pueblos del norte de los valles calchaquíes -y antes aún, de las demás regiones del Tahuantinsuyu- cuando esas imágenes extrañas impresionaron los ojos atónitos de cada uno de ellos. Pero después del shock, volvieron a la conciencia de que había que defender el territorio y su gente. La sensación de los caciques era finalmente igual: la mirada amenazante de ese ser extraño no podía ser nunca de uno de los dioses a quienes ellos pedían protección para sus vidas, sus cosechas y sus animales. Un dios que los protege no podría nunca dañar su existencia y amenazar sus días por venir si no obedecían sus exigencias.
Las noticias corrían en medio del oleaje de rumores, temores y desasosiegos, que deformaban la carnadura real del tráfico de informaciones, e iban y venían de una punta a la otra del Tahuantinsuyu, el “imperio de las cuatro regiones” de los incas. Esa presencia extraña tampoco podía ser de la misma carne que el dominador que hacía unos cincuenta años atrás los había conquistado, porque era evidente que él también había caído ante un poder superior y El Cuzco ya no era la gran capital que los sojuzgaba, aunque ellos no pudieran sentir efectivamente esa liberación porque presentían el peso aún mayor de la nueva dominación.
Los quilmes, como las demás culturas indígenas, creyeron en el primer contacto que tuvieron con la presencia española que se trataba de una representación sobrenatural con encarnación humana que tal vez llegaba para desatar el yugo de la dominación incaica, si bien el propio inca profesó, en ese momento inicial del encuentro de ambas civilizaciones, el mismo culto equivocado a esos señores a quienes podía verle el aura de la divinidad que ellos también adoraban.
Un choque civilizaciones
Un choque civilizaciones
Pero no fue un encuentro sintetizador e integrador de culturas diferentes. Fue, en cambio, un choque violento de sociedades muy desiguales, de civilizaciones absolutamente incomparables, donde la más avanzada no se impuso por el camino de la razón a sus interlocutores más atrasados, según la cosmovisión del mundo que traían quienes habían cruzado el océano Atlántico, el temible mar del Norte. Se impuso por la vía rápida de la ocupación violenta de naciones enteras, con sus culturas y sus historias. Se impuso por el atajo de la voracidad sobre las riquezas de las comunidades originarias de este continente. Riquezas que para ellas tenían un profundo sentido espiritual, lejos en lo absoluto de lo económico.
Definitivamente, había que defenderse de su presencia agresiva. Ahora sí, la historia cambiaría rotundamente. Si antes aquella civilización de su misma raza los había sometido y esclavizado, obligándolos a trabajar para sostener su interminable imperio, y había quebrado el futuro de su pasado, la convivencia a pesar de todo había sido posible. El tiempo pudo trenzar nuevos códigos comunes que fueron creciendo en el enramado de sus culturas que aprendieron a tocarse y alejarse, a mezclarse, a fundirse y volver a separarse, a respetarse y convivir en ese aprendizaje que sólo la misma sangre y los mismos orígenes, la misma tierra y el mismo cielo, dioses y credos que se parecían y sin embargo se diferenciaban, podían servir como un almácigo capaz de germinar una nueva era dentro de la misma historia.
Ahora, en cambio, eran dos mundos, tan diverso uno del otro como la luz de la oscuridad, que se encontraban y chocaban, que en un principio se rechazaban y no se toleraban ni se respetaban, y que terminaron imponiéndose uno sobre el otro, un mundo sobre la vida del otro. Mundos, en fin, definitiva y enteramente extraños entre sí, cuyo encuentro trajo una cadena de conflictos que los siglos arrastraron hasta llegar casi a la extinción de las culturas y de los pueblos más débiles.
Desde el mirador del pucará del cerro Alto del Rey, el centinela tenía una visibilidad perfecta de los horizontes del valle, pero en verdad no podía comprender lo que estaba viendo. ¿Qué era aquella masa informe de siluetas increíbles para sus ojos? Las crónicas de la red de chaskis, todavía vigente, que llevaba y traía la información del imperio inca que acababa de caer bajo el poder de estos seres extraños, habían reportado su presencia, pero nunca antes habían pisado el valle del Yocavil. Además, las noticias oficiales y oficiosas se manejaban siempre entre la clase política de la sociedad quilmeña, de modo que a los oídos de la gente más común, como el guardia que ahora los veía por primera vez, la información se diluía hasta la nada o hasta parecer una de las historias fantásticas que tantas veces entretenían a la soldadesca indígena de todas las tribus.
Diego de Almagro había salido, en efecto, desde el palacio real inca del Cuzco, devenido ya en sede oficial del poder conquistador que era compartido entre él y Francisco Pizarro, detrás de nuevas conquistas para anexar pueblos enteros y nuevos territorios, pero especialmente le atraía el magnetismo de la leyenda de la ciudad perdida de El Dorado, aquella ciudad del César de los incas, y sus inagotables tesoros en metales preciosos, sobre todo en oro, que las leyendas habían tejido a la medida de las ambiciones de los españoles. Sabía además que a lo largo de todo el espinazo cordillerano existían yacimientos riquísimos de minerales preciosos. En busca de todo eso partió Almagro, alentado por Pizarro para enfriar las desavenencias que los separaban en la disputa insuperable por el reparto del imperio incaico y el control de su capital política, que llevó a la primera guerra civil entre ambos bandos en 1537. A sangre y fuego de arcabuces había entrado el Adelantado español al valle del río Calchaquí, luego de cruzar el altiplano. Con alrededor de quinientos hombres, había tenido la primera revuelta en Chicoana y después había arrasado con pueblos enteros de mitimaes, que los incas trasladaban de un lugar a otro del imperio para hacerlos trabajar como esclavos en las minas de oro y cobre de sus reinos. De ellos aprendieron los españoles, entre otras tantas cosas, la práctica del destierro de las comunidades rebeldes que no eran fáciles de controlar en sus propias tierras.
Eso sí que había llegado a sus oídos: las noticias del paso violento de los conquistadores corrían más veloces que sus caballos y se adelantaban a su llegada. La imaginación de los nativos multiplicaba naturalmente el horror en los pueblos más dóciles y encendía el orgullo y la rebeldía en los más altivos. Ahora su cabeza estaba paralizada de consternación. Sin embargo, el guardia trató de advertir a los demás centinelas del pucará pero su boca había enmudecido y su sangre se había enfriado de pánico. El paso lento, a contramano del río Yocavil, de la tropa de Almagro se recortaba nítidamente con el trasluz del sol que empezaba a levantarse desde las cumbres calchaquíes. Su mirada podía recorrer, con las primeras luces del alba, los pies del cerro sagrado, al poniente del valle, los campos cultivados con tanto esfuerzo entre la sequía interminable de esos años, los bosques de algarrobos, el caserío de piedra de su gente y el descanso plácido de sus rebaños. “¡Qué será de todo esto!”, se sacudió de espanto y destrabó las piernas inmóviles en una carrera sin respiro hasta la guardia de los jefes militares para comunicar la mala nueva de los recién llegados.
El valle no ardía como en otros eneros, pero el sol de la media mañana de aquel verano de 1536 abrasaba igualmente a los acorazados jinetes. Semanas atrás, habían salido del azote mortal del frío y la puna del altiplano, aunque ésta era una enemiga conocida a la que ya se estaban adaptando desde su residencia en el Alto Perú. De todos modos, la altura de los valles era un sosiego para sus cuerpos cansados y mal alimentados que buscaban una oportunidad para el reposo. No la encontrarían más allá, más al sur de Chicoana. La gran ciudad indígena, aproximadamente a la altura de la actual localidad de Molinos, en el yacimiento arqueológico de La Paya, donde verdaderamente se abre el valle del río Calchaquí, había servido efectivamente para que Diego de Almagro pudiera reponer los insumos más importantes de su expedición, al costo de sortear rebeliones nativas. Su meta era, ya se sabe, conquistar la costa del Pacífico y encontrar una ruta segura y lo más rápida posible, sin atravesar los interminables desiertos y salares de la puna chilena que obstaculizaban su paso por el litoral marítimo entre Perú y Chile. Pero en su largo viaje, que seguramente le habrá demandado por lo menos un año de su vida hasta el regreso al Cuzco, intentó sojuzgar los territorios y las naciones indígenas que encontraba sin conocer las particularidades de cada pueblo que le hubieran permitido echar mano de otros recursos políticos. Poco descanso encontraron -y encontrarán- hombres y caballos en estos bastiones calchaquíes.
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(C) Hugo Morales Solá
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* Equipo Nacional de Pastoral Aborigen (Endepa): Junto a los pueblos indígenas II
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1 comentario:
Tienes un don especial para la divulgación histórica que canalizas muy bien centrándola en la "otra" historia de nuestras tierras.
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