viernes, 19 de agosto de 2011

La cultura Santa María: el esplendor diaguita - Parte I

Tal vez los diaguitas, la nación indígena más importante del norte de los Andes argentino-chilenos, ejercieron su señorío sobre toda la zona de los valles del noroeste desde mediados del siglo IX, aunque su mejor creación artística, la cultura Santa María, alcanzó su esplendor antes de la llegada del invasor inca, cuando terminaba el siglo XV.
La gran producción de artesanía, el culto a los muertos, sus cementerios, y las complejas obras hídricas, así como la construcción de las viviendas y las fortificaciones destinadas a defender a las poblaciones de las diferentes agresiones externas son muestras claras de esta evolucionada cultura nativa del gran valle del Yocavil, cuya zona de influencia se extendía, naturalmente, hasta su prolongación al norte, en el valle del río Calchaquí, que habitó el Período Tardío, según la clasificación del arqueólogo Rex Gonzalez que hiciera en 1962 sobre la cronología de las apariciones de las diferentes sociedades agroalfareras preincaicas.
Una etnia tan numerosa como la diaguita, que llegó a ocupar toda la actual provincia de Catamarca, el sur de La Rioja, los altos valles del extremo oeste tucumano y suroeste salteño, alcanzó en la región santamariana una población de alrededor de 20 mil habitantes, cuya identidad, desde luego, se fue dispersando en la misma medida en que fueron abarcando cada vez más territorios estables para asentar su convivencia y cada una de las tribus fue tomando el nombre del lugar que habitaban o del cacique que los gobernaba. Los pueblos indígenas de toda la zona de Catamarca y el centro y norte de La Rioja -incluso hasta una parte del este sanjuanino- retuvieron el nombre original de Diaguitas, una identificación quechua (“tha kita”, o sea, “de una región apartada” del Tawantisuyu), dada, en realidad, por el invasor inca que después el conquistador español castellanizó y tomó definitivamente como una manera de caracterizarlos. Pero, en verdad, esta nación originaria se llamó siempre a sí misma “Pazioca”. Lo cierto fue que en la región de lo valles Calchaquíes asumieron este nombre y en los demás valles de Salta se los conoció como Pulares, todos unidos por la lengua madre del kakán, que desapareció sin dejar casi ningún rastro con la invasión inca. Pero ni el macizo cordillerano fue un obstáculo par que este pueblo se expandiera por las tierras del lo que se conoce como el Norte Chico de Chile hasta ocupar por completo la región del complejo agroalfarero de El Molle, donde las investigaciones arqueológicas realizaron numerosos hallazgos de vestigios y yacimientos que permitieron vincular a estas sociedades bajo una misma matríz étnica.

La alfarería

En Yocavil, los diaguitas-calchaquíes se multiplicaron en Tolombones, Yocaviles, Ingamanas o Incamanas, Calchaquíes, Amaichas, Anguinhaos, Cafayates y Encalillas, entre otros pueblos, que ocuparon también el valle del río Calchaquí. Algunos más agresivos que otros, unos más expansivos que sus vecinos, su vida y el producto de su trabajo giraron siempre en torno del perfil que como sociedad aprendieron a dibujar de sí mismos. Es decir: los pueblos más sedentarios destinaron su creatividad y su arte al trabajo agrícola y ganadero y a la producción de la cerámica y metalurgia que esas ocupaciones les demandaban. Ellos fueron los grandes creadores de la alfarería que brilló entre otras culturas, no sólo por la destreza de sus artesanos sino por la imaginería desplegada en la decoración de cada uno de los objetos que servían para el uso doméstico, como para la utilización laboral, así como toda la cerámica ceremonial. Del mismo modo, la variedad de metales que ofrecían las montañas que los envolvían, desde los más comunes hasta los preciosos, sirvió para desarrollar el arte inagotable que elevó su espíritu por encima de los tiempos. Ciertamente fue, para numerosos investigadores, la cerámica más exquisita de los pueblos americanos por su perfecta terminación, la belleza de los diseños y la armonía de los colores, aun en los utensilios domésticos, como ollas, platos, jarros, escudillas o cuencos y, con mayor razón, en los objetos de uso ritual o para destinarlos a los difuntos. El negro y el rojo fueron siempre los colores dominantes de toda la creación artística de los diaguitas del valle de Santa María, pero en períodos que siguieron su evolución cultural fueron apareciendo otras coloraciones como el gris, el blanco o amarillo que sirvieron para representar las más diversas figuraciones humanas o animales, sobre todo las que simbolizaban las siluetas ofídicas o las del sapo o el suri, a quienes se les rendían un culto religioso. Sin embargo, el cuerpo humano -tal vez como una proyección del misterio de la propia existencia y del valor que en sí mismo aprendieron a dar a la naturaleza humana- asumió la mayor diversidad de todas las representaciones, no sólo en la creatividad de las pinturas sino en la plasticidad inagotable de la cerámica que él ayudó a modelar. Las formas cuadriculadas o la geometría de líneas quebradas en ángulos rectos o cerrados, con toda la inacabable gama de combinaciones, fueron también recursos fáciles que sirvieron para dar vida a esta cultura natural de los valles calchaquíes. Tanta vida pudieron dar estas creaciones que es típico del arte santamariano que sus piezas -generalmente las funerarias- no tengan espacios libres de dibujos, sino que toda su superficie esté ocupada por figuras diversas, perfectamente delimitadas por líneas de demarcación que van separando una forma de otra dentro de la gran complejidad de signos, símbolos y representaciones que pueden habitar en una misma cerámica, uniformada tal vez por una sola tonalidad de fondo, pálida u oscura, que tiñe todo el objeto.

Sociedad y religión

Como en todas las comunidades andinas, la creación cultural de los diaguitas del valle de Santa María fue una expresión clara del sistema de creencias, de los códigos éticos y estéticos, de sus valores sociales, políticos y religiosos. En fin, un producto cultural que respondió naturalmente a esa complejidad espiritual, que además estuvo determinada por el medio ambiente que poblaron desde siempre.
Myriam Tarragó concluyó, por ejemplo, que esta etnia calchaquí mostraba también los patrones de asentamiento de otras poblaciones naturales de valles y quebradas del noroeste argentino y de la cordillera de los Andes. En primer lugar, elegían un cerro de formas y características especiales que les sirviera de defensa, abrigo y elevación espiritual, para que en torno del cual y desde su cumbre se descolgasen grandes racimos residenciales que irían, además, dibujando el mapa social de la ciudad, esto es, de ese modo quedaba claramente configurado el rango de las clases sociales y política de la población. En ese tejido urbano, se distribuían la casta política, que acompañaba al curaca o jefe de la tribu en el gobierno de su señorío, que podía abarcar varias tribus de la zona, cuyos caciques se subordinaban al poder de ese gran jefe y cuya ubicación se extendía por la franja más alta del monte sagrado que auspiciaba la convivencia de la sociedad nativa. Un costado de la misma montaña -o a veces un morro contiguo- era elegido como mochadero o cerro ceremonial, un altar natural elevado a los dioses de su espiritualidad, presidida invariablemente, por supuesto, por la Pachamama, madre de la tierra y de todos los seres y las cosas que existen alrededor de la presencia humana, y matríz de todas las deidades menores de la religiosidad diaguita.
En su honor, precisamente, había toda una alfarería lujosa y notable, diferente de la de uso doméstico por la variedad de tamaño y por el claro misticismo de las pinturas que ofrendaban al panteón de los dioses de los cielos y de la tierra, a quienes debían agradecer cada latido de la existencia, así como los grabados inmortales en las grandes piedras sagradas que muestran los murales adoratorios donde, en grandes representaciones, se ofrecía a la divinidad desde la propia presencia humana hasta la variedad animal propiciatoria de la buena voluntad de los dioses. Pero los tejidos llegaron a tener igualmente una importante significación religiosa, porque evidenciaban las jerarquías de las vestimentas de los sacerdotes, aunque del mismo modo servían en lo político para simbolizar el poder de los curacas, casi siempre confundido con el poder de lo sagrado. Lo cierto era que las túnicas -los “unkos”-, los mantos, las fajas y los gorros, que tejían las tejedoras para vestir a quienes encarnaban la autoridad de sus creencias y a los jefes de sus pueblos, eran el ropaje más ostensible del poder espiritual y político, al que acompañaban con vistosas piezas metálicas, como los brazaletes y discos pectorales de bronce.
El adoratorio, era otra área ritual, según los patrones de asentamiento de las comunidades diaguitas que relevó el análisis de Myriam Tarragó. Este lugar era presidido siempre por el “chamán”, una suerte de sacerdote médico que atendía las necesidades de salud espiritual y física de la comunidad. El mochadero estaba destinado a todas las expresiones de su religiosidad, a través de las ofrendas a la Pachamama, en primer lugar, para rogar por la fertilidad de los campos, el buen viaje del peregrino, el buen parto de las mujeres y la felicidad en todas las empresas. Allí estaban además los altares de piedra donde se impetraba por la lluvia, siempre escasa e insuficiente. Al cielo iban dirigidas las ceremonias propiciatorias de algún aguacero, con todos los objetos de cerámica y bronce, oro y plata, y de los mismos agujeros en las piedras sagradas, cuyas cavidades eran llenadas de agua para que su vapor ascendiera en busca de las nubes cargadas de agua. Pero el ritual mayor era presidido por Inti, el padre Sol, ante quien la comunidad era capaz de llegar al sacrificio de alguna de sus doncellas adolescentes para suplicarle con desesperación la finalización de la sequía.

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Fuentes:
* Ampuero,Gonzalo: Cultura Diaguita, Serie Patrimonio Cultural
* Pérez Gollán José Antonio - Diaguitas y Mayas - Ciencia Hoy: Revista de divulgación científica
* Período de desarrollos regionales - Por: Myriam Noemí Tarragó - Catamarcaguía.com.ar
* Claudia Alicia Forgione - Facultad de Filosofía, Historia y Letras
Universidad del Salvador - De la oscuridad, el diluvio y la nueva generación de hombres. Historia y mito en la cultura andina del noroeste argentino - Espéculo: Revista de estudios literarios. Universidad  Complutense de Madrid
* Los diaguitas - Identidadaborigen.com.ar
* Cultura Santa María - Arteceramico.com.ar

*La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires - Argentina


(c) Hugo Morales Solá



1 comentario:

Antonio Tello dijo...

Muy buen artículo sobre esta cultura tan original a pesar de la influencia incaica. Mis felicitaciones.

 Mi columna en El Corredor Mediterraneo. Revista cultural de Río Cuarto. Córdoba.  https://acrobat.adobe.com/link/review?uri=urn:aaid:scds:U...