miércoles, 24 de agosto de 2011

La cultura Santa María: el esplendor diaguita - Parte II

La ciudad de piedra, los pucarás

Más abajo del mochadero (cerro ceremonial) y del sector residencial del gobernante y su corte militar, en las áreas más elevadas del cerro que albergaba su existencia, se desarrollaba la vida y la convivencia lisa y llana, donde se emplazaba el tejido urbano con sus casas de piedra, cuadradas o circulares, muchas con alguna dependencia que servían incluso para almacenar parte de las producciones de sus cultivos. Las viviendas eran construidas con parte de su altura enterrada en el suelo (algo así como casas pozos) para aprovechar el abrigo de la tierra y la protección contra los vientos. Allí estaba también la zona de trabajo cotidiano de sus mujeres, jóvenes y hombres que se dedicaban a la producción de la alfarería, la metalurgia y los tejidos con lana de llama y vicuña. Casi todos los pertrechos bélicos, como flechas, arcos y hachas, diseñadas y decoradas para la guerra, eran fabricados en ese sector urbano, cuya materia prima era extraída de los yacimientos mineros de las montañas que envolvían a sus valles. Pero también los discos y escudos que protegían los cuerpos de los guerreros, las manoplas, campanas y otras piezas de diversa utilidad para el ataque como para la defensa de las tropas de hombres que se preparaban desde siempre para la estrategia militar salían de los talleres de este sector de labores comunes. Allí se tejía también la típica cestería diaguita, cuya materia prima fue siempre la fibra de juncos y chaguar. Todo lo cual dejó una clara evidencia de una cultura que resplandeció igualmente en la metalurgia que destinaba los metales comunes para la construcción de armamentos y todas las piezas de uso bélico, así como las herramientas de trabajo, mientras que los metales preciosos, como el oro y la plata, eran preservados para el uso religioso, cuyos objetos más valiosos servían de ofrenda o recipientes de ofrendas para los dioses de la mitología diaguita. Dice Myriam Tarragó que en esta cultura prevaleció también la antigua tradición de poner la técnica, en este caso la metalurgia, al servicio de lo ideológico. Pero a diferencia del diseño sobrecargado de figuras de la cerámica, el arte en los metales se distinguió por una decoración escasa y sobria, donde se perciben sobre todo cabezas humanas y serpientes u otros animales sagrados. En la producción metalúrgica, se usó siempre el método de vaciar los metales fundidos en moldes.
Pero muchas viviendas se extendían hasta las áreas de cultivo y pastoreo, más allá incluso de los faldeos de la montaña que los cobijaba y se mezclaban también con los algarrobales, cuyo fruto recolectaban para alimentarse y elaborar a la vez la “chicha”, la bebida ritual, de alto contenido alcohólico que servía para preparar los espíritus que se abrían así al intenso trance de comunicación con la madre tierra y los demás dioses del panteón nativo.

La agricultura

La Pachamama, precisamente, repartía sus dones a quienes la trabajaban con esfuerzo en páramos muchas veces secos y casi desérticos. Por eso, era el jefe de la tribu el responsable de distribuir la tierra a las familias que se ocuparían de trabajarla. Los campos de cultivos eran explotados mediante diferentes sistemas de trabajo que permitieron aprovechar la más diversa topografía de las quebradas. En primer lugar, explotaron intensamente el suelo del fondo de los valles para cultivar papa, quinoa, batata, maíz y zapallo, por ejemplo. Pero también crearon técnicas adecuadas de labranza de la tierra, como el método de terrazas o andenes, sobre los faldeos de los cerros, luego de que el curaca organizara igualmente la construcción de toda la andenería y su mantenimiento. Finalmente, diseñaron la explotación de cuencas de alto rendimiento, a través de sistemas de riego y construcción de represas, con lo cual pudieron administrar celosamente el agua escasa de la región.
El algarrobo o “taco”, fue un árbol santificado por la devoción diaguita, tal vez en reconocimiento de los usos múltiples e intensos que aprendieron a aprovechar de él. En efecto, además de la abundante madera que les proporcionaba para alimentar los hornos donde cocinaban la cerámica que producían y fundir los metales de los talleres metalúrgicos, la corteza del algarrobo les proveía de las sustancias para elaborar tinturas firmes para teñir sus tejidos. Del mismo modo, el fruto servía para destilar la bebida no menos sagrada de la “chicha”, así como para fabricar la harina necesaria para elaborar el pan conocido como “patay”.

La guerra y la defensa

El diseño de la ciudad de piedra, ordenado y compacto, con viviendas individuales para familias que no eran muy numerosas -aunque había también casas comunes que podían albergar a familias expandidas que reunían a hijos de diferentes madres, unidos bajo la atracción de la figura paterna- es una muestra inequívoca del nivel de perfeccionamiento cultural que alcanzó este conglomerado étnico, si bien el desarrollo urbano no llegó a responder, por supuesto, a ninguna planificación previa, sino que su evolución fue espontánea, como un resultado de la necesidades sociales, familiares e individuales de la comunidad diaguita. Esto permitió, a la vez, que esa evolución se irradiase por todos los valles del Noroeste argentino y que la calidad de sus construcciones sobreviviesen al avance de los siglos, como la ciudad sagrada de los Quilmes, un pueblo que aunque no perteneció a la misma matriz gentilicia de los diaguitas, pudo adaptarse y asimilar como suya la cultura del Yocavil. Otras concentraciones importantes de viviendas en este valle pudieron descubrir los arqueólogos en las zonas de El Pichao y Tolombón, así como Las Mojarras y Rincón Chico.
Del mismo modo, la construcción de los pucarás revela la evolución superior de las artes militares de una nación cuya cultura tuvo ciertamente mucho de guerrera. Eran verdaderas fortificaciones de piedra destinadas al refugio y la defensa de la mayor parte de la tribu, con sus extremos que reforzaban la muralla del pucará, ubicado generalmente en algún punto elevado del cerro, donde se alistaban los soldados que acompañaban al pueblo en el refugio serrano. Sucedía que la convivencia entre las diferentes comunidades aborígenes de la zona fue muchas veces hostil, tentada una y otra vez al asalto expansionista de un territorio sobre otro, motivado por necesidades insatisfechas como el hambre que empujaba a las poblaciones y los ejércitos a invadir cultivos y cosechas de los pueblos vecinos o tan solo la apetencia de dominación. Lo cierto fue que esa coexistencia determinó una complicada estructura de relaciones en la vida entre los pueblos de la región calchaquí, tanto en lo social como en lo político y económico. Justamente, el espíritu belicoso de los diaguitas determinó que en los valles calchaquíes tuviera lugar la mayor y más feroz resistencia al dominio español, cuya obstinación por preservar la libertad demoró en 130 años la conquista de estos altos valles del noroeste, después de la efectiva dominación hispánica de lo que había sido todo el gran imperio de los incas y las extensas llanuras del este argentino.

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Fuentes:
* Ampuero,Gonzalo: Cultura Diaguita, Serie Patrimonio Cultural
* Pérez Gollán José Antonio - Diaguitas y Mayas - Ciencia Hoy: Revista de divulgación científica
* Período de desarrollos regionales - Por: Myriam Noemí Tarragó - Catamarcaguía.com.ar
* Claudia Alicia Forgione - Facultad de Filosofía, Historia y Letras
Universidad del Salvador - De la oscuridad, el diluvio y la nueva generación de hombres. Historia y mito en la cultura andina del noroeste argentino - Espéculo: Revista de estudios literarios. Universidad  Complutense de Madrid
* Los diaguitas - Identidadaborigen.com.ar
* Cultura Santa María - Arteceramico.com.ar


*La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires - Argentina


(c) Hugo Morales Solá




* La foto pertenece a Jorge Luis Campos - Buenos Aires - Argentina



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