Cimbrea todavía tu partida
en la memoria de los días blancos.
Allí se abrió un océano inabarcable.
Los años fueron llenándolo
de corrientes sigilosas
que me asediaban desde adentro.
Sentía tus palabras calladas
y esperaba el regreso todas las noches.
Me convertí en el predicador de tu presencia.
Podía verte volver caminando tranquilo,
contando tus pasos violáceos,
resucitando hacia la dicha,
Volverías tornasolado de nostalgias,
silbando la melancolía de un acordeón lejano.
Yo quería ser un arroyo diminuto
que fluyera hacia tu cauce torrentoso.
Pero ya eras un río quieto, seco de tiempo.
Tu piel de escarcha me dejó
esta interminable soledad de espinas.
Te esperaba sonámbulo y desconsolado,
mientras una hebra de sangre fría
sellaba aquella atroz despedida.
La llovizna de los años te mojó de olvido,
te tragó con su garganta de tiempo.
Ya no puedo verte desde aquellos ojos blancos.
Tan lejanos, tan pequeños.
Ya no quiero verte.
Ahora me miro y te veo.
Ahora, soy tu río.
(c) Hugo Morales Solá
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